Santo Tomás, Maestro de oración

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Santo Tomás, Maestro de oración

«Otras obras buenas las sufre el demonio y pasa por ellas: el ayuno, la disciplina, el cilicio; pero un rato de oración no lo puede sufrir», dice Alonso Rodríguez en su hermoso libro Ejercicio de perfección y virtudes cristianas. «De aquí es, que cuando estamos en la oración, solemos algunas veces sentir más tentaciones que en otros tiempos. Entonces parece que viene todo aquel tropel de pensamientos, y algunas veces tan malos y feos, que no parece que vamos allí sino a ser tentados y molestados en todo género de tentaciones»[1].

Aquellos que dedican un tiempo diario a la oración, han seguramente experimentado esto en carne propia. Las sequedades y arideces, las distracciones y tentaciones, suelen ser lo más común en la oración, hasta llegar a convertirse para algunos un “estado” habitual.

Santo Tomás, con su genialidad de siempre, tiene en su Comentario al Segundo libro de las Sentencias una cuestión dedicada a la oración, y, en esta cuestión tiene un artículo por demás interesante. Él se pregunta si “la atención actual es de necesidad en la oración[2]. El primer Sed contra refleja una vez más ese sentido común propio de un genio: «Nullus tenetur ad impossibile», «nadie está obligado a lo imposible, y es imposible mantener la mente atenta hacia algo durante mucho tiempo sin que sea arrebatada súbitamente hacia otras cosas». En el segundo Sed contra precisa: «en otras obras meritorias no se exige que las acompañe siempre la atención actual, como no es necesario que aquel que peregrina, siempre esté pensando en su peregrinación», por lo tanto, esto tampoco es necesario para la oración.

En el corpus, Santo Tomás usa una distinción apenas hecha en la respuesta a la quaestiuncula 3. Ahí el ya explicó que «un acto cualquiera puede durar de dos modos: o según su esencia, o según su virtud o su efecto», y da un ejemplo clarísimo para iluminar esta distinción. «Así como el movimiento de aquél que tira un piedra, dura según su esencia mientras la mano, moviéndose, se allega a la piedra; pero el efecto del movimiento permanece mientras la piedra se mueve por la fuerza del primer impulso».

Aclarado esto, pasa a la respuesta central sobre la atención en la oración: «Por lo tanto, según esto digo que la atención en la oración debe permanecer siempre según su virtud o efecto, mas no se requiere que permanezca siempre según la esencia del acto. Pues permanece según su virtud o efecto cuando alguien entra en oración con la intención de pedir algo, o de rendir a Dios el debido obsequio, aún si durante el curso de la oración la mente sea arrebatada hacia otras cosas… Y por esto es necesario que el hombre llame frecuentemente su corazón hacia sí mismo».

Hay que tener en cuenta quién es el que dice esto. ¡Es el mismo Santo Tomás!, conocido por su capacidad de concentración y reflexión, el que pasaba horas y horas rezando, al que sus compañeros le sacaban el plato durante las comidas sin que lo notara, por estar abstraído pensando, y tantas otras anécdotas más sorprendentes que esta.

¡Cuanta tranquilidad que pueden dar estas aclaraciones a todos aquellos que son continuamente turbados en la oración con distracciones y tentaciones!

Y estas distinciones no solo iluminan las dificultades en la oración con las distracciones, sino también frente a todas las obras exteriores que pueden a veces ser consideradas como un estorbo o impedimento para la oración. Pues para muchos laicos, y también para tantos religiosos y religiosas, especialmente en los primeros años, es muy difícil conjugar las obras exteriores con la oración interior.

Santo Tomás, como Maestro de oración, responde a esto usando la misma distinción, y explicando las palabras de Jesucristo es necesario orar siempre sin desfallecer: «La duración de la oración puede ser considerada doblemente: – según la esencia del acto, y de este modo no debe uno orar continuamente o siempre, porque algunas veces es también necesario ocuparse de otras cosas; – o según la virtud o efecto del acto, y de este modo su virtud permanece, especialmente en cuanto a su inicio, en todas las demás obras que hacemos ordenadas, porque debemos ordenar todo para conseguir la vida eterna. Y por esto, el deseo de la vida eterna que es el principio de la oración-, permanece en todas las obras buenas según la virtud o efecto»[3].

Con esto se entiende perfectamente lo que decía San Vicente de Paul a sus religiosos: «si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración. Y no tengáis ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia si, por prestar algún servicio a los pobres, habéis dejado la oración… Así pues, si dejáis la oración para acudir con presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al mismo Dios»[4].

La expresión que condensa perfectamente esta conjugación de las obras exteriores con la oración es que «debemos ser contemplativos en la acción». «El misionero ha de ser un “contemplativo en acción”»[5], escribía San Juan Pablo Magno en la Redemptoris missio. Esto no es otra cosa que el plan de Jesucristo para todo el que lo sigue: “…llamó a los que quiso, y vinieron junto a él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14).

Santo Tomás, que cual otro San Bernardo supo conjugar en su vida la más honda contemplación con una agobiante actividad, en la respuesta a la segunda objeción de la primera quaestiuncula de este artículo, dice magníficamente: «los actos directamente dirigidos a Dios, por más que sean exteriores, pertenecen a la vida contemplativa, y son partes de la contemplación»[6].

Por esto y muchas otras cosas más, creemos que a Santo Tomás le cuadra muy bien, no solo el título de Doctor Angelicus, Doctor Humanitatis, etc, sino también el de Doctor de la oración.

P. Pablo Trollano I.V.E.

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[1] Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, vol. 1, Barcelona 1861, 277.

[2] In II Sent., d. 15, q. 4, a. 2, quaestiuncula iv; Moos nº 560ss, pág. 735ss.

[3] In II Sent., d. 15, q. 4, a. 2, quaestiuncula iii; Moos nº 578, pág. 739.

[4] San Vicente de Paul, Carta 2546; Liturgia de las Horas, 27 de setiembre.

[5] San Juan Pablo II, Redemptoris missio, 91.

[6] In II Sent., d. 15, q. 4, a. 2, quaestiuncula i, ad 2; Moos nº 570, pág. 737-738.

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