Santo Tomás de Aquino (voz de la Enciclopedia G.E.R.)

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

Santo Tomás 21I. Vida y Obra.

1. Datos biográficos.

Tomás de Aquino nació, según la opinión más probable, a fines de 1225, en el castillo de Rocaseca, cerca de Nápoles. Fue el séptimo y último de los hijos varones de Landolfo de Aquino y Teodora de Teate. A los cinco años de edad fue enviado por su padre al monasterio de Montecasino. Pero los acontecimientos políticos, que desde 1236 hicieron críticas las relaciones entre el emperador Federico II y el papa Gregorio IX, condujeron en 1239 a la excomunión de Federico II, quien convirtió el monasterio benedictino en fortaleza, y expulsó a los monjes. Entonces Landolfo, de acuerdo con el Abad, envió a Santo Tomás a Nápoles. Allí estudió Arte (filosofía y letras), y, a través de fr. Juan de San Julián, Tomás fue conociendo el espíritu y vida de los dominicos (v.), y pronto llegó a persuadirse de que ésa era su vocación, donde confluían armónicamente el estado religioso, el estudio y la enseñanza. Muerto su padre en 1243, Santo Tomás fue admitido en el convento de San Domenico Maggiore (Nápoles) en 1244. Comenzó el noviciado sin advertir a su familia, que se habría opuesto a su decisión. Para evitar posibles conflictos familiares, el general de la Orden, Juan de Wildeshausen, decidió que Santo Tomás marchase a Bolonia para completar su noviciado, y después a París a continuar los estudios universitarios. Pero la noticia llegó a su madre, y después de diversas vicisitudes, Santo Tomás fue raptado por sus hermanos y conducido a Rocaseca. Preso en su propia casa, Santo Tomás tuvo que sufrir todo tipo de intentos para que dejase el hábito dominico y vistiese el benedictino o volviese al estado seglar. Permaneció, no obstante, firme en su decisión y dedicado a la oración y al estudio, desde mediados de 1244 hasta que, al final de 1245, logró escapar del castillo y volver a Nápoles, donde probablemente terminó su noviciado. En 1247 fue enviado al Estudio General de París, y poco después al de Colonia, dirigido por Alberto de Bollstádt (v. ALBERTO MAGNO, SAN). Después de cuatro años de estudio en Colonia fue ordenado sacerdote (probablemente en 1251). Bajo la dirección de S. Alberto, Santo Tomás comenzó su labor docente en Colonia. Un año después, en 1252, fue nombrado bachiller bíblico en París, explicando entonces un bienio de comentarios bíblicos. Poco más tarde fue nombrado bachiller sentenciario, explicando otra bienio (1254-56) dedicado a las Sentencias de Pedro Lombardo (v.). De esta época data probablemente su comentario a las Sentencias, si bien posteriormente lo modificó y amplió.

Fueron años de notable agitación y luchas en la Universidad, caracterizadas en buena parte por la oposición de los profesores del clero secular contra los religiosos (franciscanos y dominicos) que regentaban algunas cátedras. En ese ambiente de tensión, el Canciller de la Univ. de París, Aimerico de Veire, conociendo la voluntad expresa del Papa de que Tomás de Aquino fuese nombrado maestro en Sacra Pagina (Dr. en Teología y profesor de la Univ.), expidió la licentia docendi a Tomás (febrero de 1256). Pero, por la tensión universitaria, hasta el 15 ago. 1257 no se realizó la admisión de Santo Tomás como Maestro y Regente de la cátedra de Teología llamada para extranjeros. Tres años más duró su docencia en París. Su actividad científica y docente fue en esos años intensísima. Además de las lecciones ordinarias, presidió numerosas disputas solemnes: de esa época datan varias de sus quaestiones disputatae, y algunas de las quaestiones quodlibetales. También es de esa época su comentario a Isaías, los comentarios a Boecio, y el primer libro de la Summa contra Gentiles. En esos años fue consejero del rey Luis IX (v.) de Francia, y desarrolló una amplia labor de predicación.

En 1259 regresó a Italia, donde permaneció nueve años. Fue nombrado Predicador general de la Orden, y su estancia en Italia se distribuyó principalmente entre Anagni (1259-61), Orvieto (1261-64), Roma (1265-67) y Viterbo (1267-68); es decir, en las ciudades en que se encontraba la Corte pontificia, ya que Santo Tomás fue nombrado profesor del Estudio General Pontificio y consultor teológico del Papa. En los años de estancia en Roma fundó un estudio general en el convento de S. Sabina. La intensidad de su trabajo científico iba acompañada y precedida siempre de la oración -alma contemplativa, consciente de los límites del entendimiento humano, no abordaba nunca el estudio sin acudir antes a la impetración del auxilio divino-; además desarrolló continuamente su labor estrictamente sacerdotal. En estos años de estancia en Italia aumentó considerablemente su obra escrita: comentarios a las Epístolas de S. Pablo, nuevas quaestiones disputatae y quodlibetales, Catena Aurea, la parte de la Summa Theologiae, comentarios a Aristóteles, etc.

En noviembre de 1268 volvió a París, para ocupar de nuevo la cátedra de Teología para extranjeros. Entre las tensiones académicas, que no parecían disminuir, Tomás desarrolló una extensa actividad docente y escribió nuevas obras filosóficas y teológicas, y dio respuestas y soluciones a las numerosas consultas que le hacían. A fines de marzo de 1272, los desórdenes universitarios desembocaron en una huelga general prolongada. Ante esa situación, y aceptando la petición del rey Carlos I de Anjou, los superiores enviaron a Santo Tomás de nuevo a Italia, como profesor de la Univ. de Nápoles.

El 5 dic. 1273, fiesta de S. Nicolás, después de celebrar la Santa Misa, se experimentó un cambio importante: Santo Tomás dejó de escribir y se negó a dictar a los amanuenses, dejando sin concluir la Suma Teológica. Entonces sus superiores enviaron a Santo Tomás a descansar, temiendo un agotamiento completo del Santo. Obedeció, y en compañía de su secretario, fr. Reginaldo de Privezno, y de fr. Santiago de Salerno, fue al castillo de S. Severino, propiedad de su hermana Teodora, condesa de Marsico. Allí permaneció un mes, sin que su estado de salud mejorase. De vuelta a Nápoles, fr. Reginaldo insistió de nuevo a Santo Tomás para que terminase de dictar la Summa: la respuesta era la misma: “No puedo”. Hasta que, según cuentan sus biógrafos, dijo a su fiel secretario: “Después de lo que Dios se dignó revelarme, todo lo que he escrito me parece demasiado poco”. Tres semanas después, Santo Tomás se puso en camino para asistir como teólogo al Conc. II de Lyon, al que había sido convocado personalmente por el papa Gregorio X. En el viaje, su salud fue empeorando y m. el 7 mar. 1274, a los 49 años de edad, en el ,convento de Fosanova, entre Nápoles y Roma. Ya en el lecho de muerte, comentó a los religiosos de aquel convento el Cantar de los Cantares. Conservó la lucidez hasta el último momento, y su muerte estuvo llena de serenidad y con señales sencillas, pero patentes, de su inmenso amor a Dios. El dolor por su fallecimiento fue grande y universal. Fue canonizado solemnemente en Aviñón por el papa Juan XXII el 18 jul. 1323.

2. Obras.

No se conservan todas sus obras. En las diversas ediciones hay, en cambio, algunas obras menores cuya autenticidad es dudosa. De las que nos han llegado, algunas fueron escritas o dictadas por el Santo; otras son los apuntes tomados en sus clases por otras personas. De entre los diversos criterios que pueden seguirse para clasificarlas -cronológico, temático, etc- aquí parece más útil seguir el de dividirlas en dos grandes grupos: comentarios y obras personales, aunque advirtiendo que en los comentarios no se limitó a glosar los textos que comentaba, sino que -manteniéndose en los límites de ese género- desarrolló en ellos una parte importante de su producción original.

A. Comentarios.

a) Escriturísticos. Su obra contiene numerosos y extensos comentarios a la S. E. (Job, Isaías, jeremías, Lamentaciones, Salmos, Evangelios de S. Mateo y S. Juan y Epístolas de S. Pablo). Compuso también la Catena Aurea super quatuor Evangelia, en la que en forma de glosa continua recogió, a petición del papa Urbano IV, comentarios de los Padres sobre cada versículo de los Evangelios.

b) Filosóficos. Se trata de comentarios a Aristóteles (In libros perihermeneias expositio; In lib. Posteriorum Analyticorum exp.; In octo lib. Physicorum exp.; In lib. de Coelo et Mundo exp.; In quatuor lib. Meteorologicorum exp.; In lib. de generatione- et corruptione exp.; In tres lib. de Anima exp.; In lib. de Sensu et Sensato exp.; In lib. de Memoria et Reminiscentia exp.; In duodecim lib. Metaphysicorum exp.; In decem lib. Ethicorum ad Nicomachum exp.; In lib. Politicorum exp.). Santo Tomás dejó sin terminar algunos de estos comentarios, y fueron completados posteriormente por Cayetano (v.), Pedro de Auvergne, Tomás de Sutton, y quizá también por Juan Quidort. Debe incluirse aquí también el comentario al neoplatónico De Causis (In lib. De Causis exp.).

c) Teológicos. Hay que mencionar ante todo el comentario a Pedro Lombardo que constituye una de las obras más famosas de Tomás de Aquino: Scriptum super quatuor libras Sententiarum Magistri Petri Lombardi, comparable -en estilo, extensión y cuestiones tratadas- a la Suma Teológica. Tiene también comentarios a oraciones y textos dogmáticos y disciplinares (In Symbolum Apost. exp.; In orationem Dominicam exp.; In Salutationem Angelicam exp.; Expositío primae Decretalis y Exp. super Secundam Decretalem); a Boecio (In lib. Boethii De Trinitate exp.; In lib. Boeth. De Hebdomadibus exp.); al Pseudo-Dionisio (In lib. Bea. Dionysii De Divinis Nominibus exp.).

B. Obras personales.

Se suelen dividir -atendiendo a su extensión- en mayores y menores.

a) Obras mayores: Summa contra Gentiles y Summa Theologiae, que pueden considerarse tratados completos; especialmente de Teología la segunda, y de filosofía al servicio de la fe la primera. Quaestiones disputatae: De Veritate, De Potentia, De Spiritualibus Creaturis, De Anima, De Unione Verbi Incarnati, De Virtutibus in communi, De Caritate, De Malo, De Virtutibus Cardinalibus, De Spe, De correptione fraterna, De Sensibus Sacrae Scripturae y De opere manuali religiosorum. Quaestiones Quodlibetales (doce, divididas a su vez en cuestiones y artículos).

b) Obras menores u opúsculos: de índole teológica: De articulis fidei et Ecclesiae sacramentas; Compendium Theologiae; De sortibus; De iudiciis astrorum; De emptione et venditione; De forma absolutionis; De secreto; De rationibus fidei contra saracenos, graecos et armenos; Contra errores graecorum; Contra impugnantes Dei cultum et religionem; De perfectione vitae spiritualis; Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu; In duo praecepta caritatis et in decem praecepta legis; etc.

De índole filosófica: De substanriis separatis seu de Angelorum natura; De aeternitate mundi contra murmurantes; De regimini Principum; De regimini Iudaeorum; De ente et essentia; De principiis naturae; De occultis operationibus naturae; De mixtione elementorum; De motu cordis; De unitate intellectus contra averroistas; De modo studendi; etc.

c) Merecen mencionarse, por último, sus collationes y sermones, así como las muchas oraciones que compuso (Piae preces), incorporadas algunas de ellas a la liturgia de la Iglesia.

Por lo que se refiere a las ediciones completas de sus obras, digamos que la más célebre entre las antiguas es de S. Pío V (editio piana) de 1570; otras importantes son las de: Venecia 1592, Amberes 1612, París 1660, Roma-Padua 1666-98, Venecia 1745-60, Parma 1852-73, París 1871-80. La nueva edición crítica (leonina) comenzó a aparecer en 1882; ha publicado un buen número de las obras, y recientemente la Comisión leonina ha sido reorganizada, recomenzando su trabajo con la edición en 1965 del Comentario al libro de lob, al que han seguido ya otras obras. El plano general de esa edición prevé 50 vol., más uno de índices. Las dos Sumas (especialmente la teológica) se han traducido a muchos idiomas, occidentales y orientales, y sus ediciones son también muy numerosas. En castellano, ambas Sumas están editadas por la BAC.

3. Carácter general de su doctrina.

Tomás de Aquino fue un hombre de fe. Su pensamiento especulativo se inicia desde el conocimiento de las realidades reveladas por Dios: de una fe nunca puesta en duda. En su estudio de la filosofía, que realizó en textos tanto filosóficos como teológicos, juzga esa filosofía, sin limitarse a una asimilación pasiva: en su proceso la juzga con la razón, y en sus conclusiones la juzga también a la luz de la fe. Tomás de Aquino comienza su Teología con el estudio detenido de las fuentes de la Revelación y de la teología elaborada anteriormente. A lo largo de su elaboración siente la necesidad de una filosofía todavía no hecha y que ha de desarrollar él mismo. En la medida que va disponiendo de ese instrumento, su teología alcanza vértices supremos; y de esos vértices se sigue también una mayor altura y perfección de su filosofía. Así, aunque tiene obras estrictamente filosóficas, quizá lo mejor de su filosofía aparece dentro de otras teológicas (mucho más que en sus comentarios a Aristóteles); y se puede decir, en general, que en Tomás de Aquino filosofía y teología aparecen unidas -no confundidas- en una armonía cuya finalidad última es teológica. La importancia y lo original de su base filosófica, y la altura a que llevó la especulación teológica hace conveniente comenzar la exposición de su doctrina analizando lo que nos dice sobre la armonía entre fe y razón; entre filosofía y teología.

Existe un doble orden de conocimiento: natural y sobrenatural. El hombre, con su propia capacidad intelectual (V. ENTENDIMIENTO; INTELIGENCIA; RAZÓN), puede llegar a un cierto conocimiento del mundo y de Dios; por la elevación sobrenatural, el mismo Dios le infunde una capacidad superior (la fe), por la que puede conocer realidades reveladas por Dios, que exceden por completo su capacidad natural (V. FE; REVELACIÓN). En el creyente, esos dos conocimientos están unidos sin confusión: la fe da sobrenaturalmente un conocimiento cierto (v. CERTEZA) de realidades, que se integra con otros conocimientos naturalmente alcanzados, mediante la noción misma de realidad (v.). La fe realiza una elevación del entendimiento, llevándole a conocer verdades a las que solo no podría llegar. Pero, junto a esto, la fe opera además -respecto al entendimiento que la posee- una obra de sanación: como consecuencia del pecado original (v. PECADO III, s), la razón humana se encuentra oscurecida, por debajo de su propia capacidad natural (cfr. De Malo, 2,12); oscurecimiento que se manifiesta especialmente en relación a las verdades sobre Dios, a las que el hombre puede llegar con la sola razón natural, pero a las que de hecho sólo llega con gran dificultad e imperfección; la fe nos da a conocer también esas verdades naturales que se refieren a las relaciones del hombre con Dios (cfr. Suma contra gentiles, 1,4) y restituye a la inteligencia parte de la luz perdida, sanando de algún modo la oscuridad infranatural.

La unión -sin confusión- entre fe y razón (V. RAZÓN II; REVELACIÓN IV) en el creyente significa, entre otras cosas, que la fe se edifica sobre la razón; hay entre ellas una cierta continuidad: para creer es necesario un conocimiento previo (praecognitio: cfr. In 3 Sent. d24 a2 soll ad3); no sería posible, p. ej., creer que Dios es eterno, si la razón natural no pudiese captar naturalmente, al menos en cierta medida, qué es Dios y qué es la eternidad (cfr. Sum. Th. 2-2 q8 a8 ad2). De ahí que para el ejercicio de la fe sea necesario el ejercicio de la razón natural, y que, aunque la razón no pueda alcanzar por sí misma la fe -que es don de Dios-, sí pueda impedirla. He ahí una de las motivaciones primeras del trabajo teológico: los Padres de la Iglesia, dice Tomás de Aquino, empezaron la teología precisamente para excluir los errores (cfr. De Potentia, 9,5). La fe no puede probarse con razones necesarias y tampoco puede impugnarse con razones necesarias (cfr. De rationibus fidei, 2); pueden rechazarse los errores, pero no pueden demostrarse las verdades de la fe.

La teología es el conocimiento científico de la fe; es el desarrollo que el creyente hace de su fe por medio de la razón que la posee. En consecuencia, la fe es el, el fundamento y regla de la teología (cfr. In De Divinis Nominibus, 2,4). Los principios de la ciencia teológica serán, pues, los artículos de la fe, sobre los que el creyente posee una certeza superior incluso a la certeza natural sobre los primeros principios de la razón (cfr. In Sent. prol., ql a3 ql a3 sol2 y 3). Esa certeza de lafe no se deriva de la evidencia intrínseca de la verdad sobrenatural conocida -no alcanzable por la inteligencia humana-, sino que se fundamenta en la autoridad de Dios acogida en la luz sobrenatural que Él infunde en la inteligencia con la gracia (v.) Tenemos así una doble continuidad: de la fe con la razón natural; y de la teología con la fe. Y de ella se desprende la necesidad de otra doble continuidad: de la teología con la filosofía; y de la filosofía con el ejercicio espontáneo de la razón natural. Históricamente la teología se ha hecho desde la fe con la filosofía; los Padres de la Iglesia fueron creando poco a poco un instrumento filosófico en armonía con la fe, no amoldando ésta al pensamiento griego, sino sanando con ella esas doctrinas. Esta filosofía nace al amparo de la fe, y en ella tiene su regla última y superior; sin embargo, no es teología, sino filosofía, ya que utiliza en sus razonamientos la luz natural de la razón. Pero habilita a esa razón iluminada por la fe para el ejercicio teológico. La filosofía, respecto a la teología, debe ser sólo instrumento, y debe evitarse un doble abuso: llamar filosofía a los errores contrarios a la fe, y medir la fe con el rasero de la filosofía, rebajándola a su nivel de conocimiento (cfr. In Boéth. De Trinitate, proem., 2,3).

El conocimiento natural espontáneo recto, que es -como queda dicho- la base humana necesaria para el ejercicio de la fe, ha de ser el y fundamento de la filosofía, para que ésta no contradiga a la fe, y, por tanto, sirva como instrumento para la teología. Por tanto, el conocimiento filosófico, si es recto, está en continuidad con el espontáneo; no consiste la filosofía en empezar sin ningún conocimiento previo, sino que ha de partir de las primeras evidencias naturales y se realiza con las mismas facultades cognoscitivas: desarrolla el conocimiento espontáneo, pasa de la definición nominal a la real, precisa y distingue, explicita los razonamientos espontáneos y obtiene otros nuevos.

Razón y fe, filosofía (v.) y teología (v.), alcanzan la realidad a niveles distintos. Y en esa realidad hay una unidad (en cuanto toda ella proviene de una única Causa primera, Dios, y en cuanto toda ella -natural y sobrenatural- es precisamente realidad), y también hay unidad del hombre que sabe y cree (conoce natural y sobrenaturalmente con una misma inteligencia); esa unidad en la noción misma de realidad nos lleva a descubrir que la filosofía, al menos en su núcleo fundamental, es metafísica (filosofía de la realidad en cuanto tal, filosofía del ser). Precisamente ahí se encuentra, en la doctrina de Tomás de Aquino, el efectivo punto de comunicación entre verdad filosófica y verdad teológica: en la común pertenencia a la verdad del ser (cfr. De Caritate, 9 ad 1). Por tanto, para elaborar una teología auténtica, es necesaria una auténtica filosofía del ser, de la realidad en cuanto tal: entre otras cosas, porque sólo esa metafísica está intrínsecamente dispuesta para aceptar el dato de fe tal como es, y, por tanto, a situarse en una relación de subordinación respecto a la fe. Filosofía y teología, no sólo no se oponen, sino que mutuamente se ayudan, de modo análogo a como la razón y la fe no se contradicen, sino que el ejercicio de la fe necesita del ejercicio de la razón, y la fe no sólo eleva, sino que además sana a la razón.

Por último, hay que considerar la actitud interior que ha de tenerse ante el misterio de Dios, conocido por la fe. Una actitud de adoración, de sumisión total y absoluta -no condicionada-, sabiendo que llega un momento en que, ante lo inefable de la divinidad, el teólogo, y con más razón el filósofo, ha de guardar, con veneración, un casto silencio: venerantes indicibilia Deitatis casto silentio (In De Divinis Nominibus, 1,2).

II. GRANDES LINEAS DE SU FILOSOFIA.

El Santo no ha expuesto en ninguna de sus obras el conjunto de su filosofía de modo completo y globalmente sistemático. Más aún, las características de su filosofía -como las del conocimiento humano en toda su amplitud- la hacen más bien refractaria a las estrecheces de un esquema y, por tanto, al sistema, si por sistema se entiende un ámbito cerrado de pensamiento, rígidamente predeterminado por una consecuencialidad lógico-formal (v. SÍNTESIS). Sin embargo, la filosofía de Tomás de Aquino no carece de estructura, de orden y de exigencias metodológicas; sólo que todo eso no es un a priori como puede serlo la estructura de un edificio o de un producto artificial cualquiera: es más bien como un principio vital cuyas características y virtualidades se manifiestan en la medida en que se desarrollan. En diversas épocas se han propuesto varias posibles sistematizaciones de la filosofía de Tomás de Aquino, y se ha tratado de señalar en un punto o en otro lo que podría considerarse su piedra angular. Excluidos los intentos que adolecían de un cierto racionalismo o de formalismo o de presupuestos erróneos (como el de que en Tomás de Aquino no hay ninguna filosofía propia, sino una perfectamente reductible al aristotelismo), en los últimos años ha habido aportaciones de gran valor, sin que por otra parte nadie haya pretendido ni podido ofrecer una sistematización completa y definitiva de una filosofía tan rica, en la que se integran -en síntesis superadora- los elementos válidos de la filosofía anterior junto a elementos estrictamente originales.

Esa filosofía anterior a la que acabamos de hacer referencia tiene dos nombres fundamentales: Platón (v.) y Aristóteles (v.). Los elementos platónicos llegaron a Tomás de Aquino en parte directamente, en parte a través de Macrobio y Apuleyo, y en buena parte a través de la especulación neoplatónica avalorada en cierta medida por la autoridad de S. Agustín (v.). Entre las fuentes neoplatónicas pueden señalarse principalmente el Pseudo-Dionisio (v.), Plotino (v.) a través de Proclo (v.) y Porfirio (v.), y el liber De Causis, de origen incierto, pero que parece ser la traducción de una versión árabe de la Elementatio theologica de Proclo. Como es lógico, Tomás de Aquino también conoció la obra de Platón a través del mismo Aristóteles. Los elementos aristotélicos llegaron a Tomás de Aquino directamente y a través de la filosofía árabe, principalmente de Avicena (v.) y Averroes (v.); también es importante en este sentido Boecio (v.), en quien junto a elementos aristotélicos se encuentran otros neoplatónicos, probablemente por influencia de Porfirio.

A continuación, con una finalidad de síntesis expositiva, más que de un estudio detallado de los diversos temas, se ofrece una ordenada visión de conjunto de los temas filosóficos más importantes.

1. El ente.

a) Descripción del ente. Todas las ciencias tienen como objeto algo real, y con ellas vamos conociendo cada vez mejor diversos aspectos de cómo es la realidad. La metafísica (o filosofía primera) considera la característica común y fundamental de esos objetos particulares: su realidad. Es el aspecto más básico, que todas las demás ciencias dan por supuesto (cfr. In 4 Metaphys. l). Lo primero en nuestro conocimiento es la aprehensión de algo que existe (ente, ens), y sin ese primer conocimiento nada aprehende la inteligencia (cfr. In 1 Sent. d8 ql a3). No hay nociones más sencillas y primeras: de ahí la dificultad para explicar el significado de palabras como algo, cosa o ser, y a la vez que nada haya más fácil de entender. Al ser lo primero, lo real o el ente no puede ser definido, sólo admite descripción: ente es aquello que es (cfr. De ente et essentia, l). Esa primera noción va unida a unos juicios primeros que expresan conocimientos que poseemos de modo natural y espontáneo: es imposible ser y no ser a la vez (cfr. In 11 Metaphys. 1); con esa primera afirmación expresamos la positividad de lo real (v. SER; REALIDAD; PRINCIPIO; CONTRADICCIÓN; IDENTIDAD).

b) El cambio: materia prima, sustancia, accidentes. Pero la experiencia nos muestra una realidad peculiar: el movimiento o el cambio (v.) en general, que nos permite ver que las cosas, además de lo que son en cada momento, tienen la capacidad real de ser otro, de adquirir perfecciones o perderlas. Ya en el lenguaje ordinario esa capacidad recibe el nombre de potencia (v.): de hacer algo o potencia activa, y de recibir la acción de otro o potencia pasiva (cfr. In 9 Metaphys. l). Cuando se ejercita la capacidad de obrar tenemos el acto (v.) o acción; cuando se realiza lo que estaba en potencia pasiva, tenemos el acto correspondiente a esa potencia. De por sí, acto dice perfección, realidad: no es definible por ser una noción primaria; sólo puede mostrarse por ejemplos concretos en que se ve la actualidad respecto a un aspecto que antes estaba en potencia (cfr. In 5 Metaphys. 14). Potencia y acto propiamente no son dos “estados sucesivos”. Ya que acto indica simplemente realidad, de modo que los actos concretos que observamos -por no ser puramente actos, sino actos limitados: acto de correr, p. ej., y no de otra cosa- están limitados precisamente por su correspondiente potencia, análogamente a como lo recibido se limita por el recipiente (cfr. Quodlib. 7,1,1 adl). La potencia no es, pues, sustituida por el acto, sino que recibe el acto siendo por él actualizada o realizada. Por tanto, mientras no es posible algo que sea simple y pura potencia (la potencia, para ser real, ha de ser potencia de algo existente, por tanto, ya en acto respecto al ser), sin embargo, nada impide pensar en un Acto Puro, no limitado por potencia alguna (tal Acto Puro efectivamente existe y es Dios, como se comprueba al término de la vía para llegar al conocimiento de Dios: cfr. Sum. Th. 1 q2 a3).

El movimiento es algo real, y, por tanto, acto: es el acto de un existente en potencia en cuanto que está en potencia; es, pues, un acto imperfecto, todavía no terminado: pero no es acto y potencia respecto a lo mismo, lo que sería contradictorio (cfr. Contra gentiles, 1,13). Sin embargo, un acto puede ser a la vez potencia respecto a otro acto más perfecto: así, poseer una ciencia es acto respecto a la capacidad de adquirirla, pero es potencia respecto a ejercerla actualmente (cfr. ib. 1,45). En el mundo material observamos cambios profundos, por los que un ente deja de ser lo que es y pasa a ser otra cosa. Es patente que se trata de cambios, no de aniquilación de una cosa y producción ex nihilo de otra; habrá, pues, un sustrato que permanece, que ha de ser una potencia que participaba de un acto y pasa a participar de otro acto distinto. Esa potencia, sustrato común último de los cambios materiales, recibe el nombre de materia prima: el acto que recibe, constituyendo el ente material, se llama forma sustancial o acto formal sustancial (v. HILEMORFISMO). La materia prima es, pues, sólo potencia, pero no potencia pura, ya que siempre es actuada -por ser real- por algún acto formal sustancial (cfr. In 7 Metaphys. 2) (v. MATERIA I). La potencia y el acto se corresponden, pero no de modo completamente unívoco: una misma potencia puede actualizarse por actos distintos pero siempre del mismo tipo (p. ej., la potencia de pensar sólo se actualiza pensando, pero se pueden pensar cosas diversas). Así, los actos a los que se ordena la materia prima, aunque son diversos, son todos de un mismo tipo: son formas sustanciales, es decir, constitutivos de lo que las cosas son.

Además de esos cambios sustanciales, observamos otros cambios en los que permanece el mismo ente, siendo lo mismo que era (p. ej., el cambio de posición en el espacio de un ente respecto a otro). Lo perdido o ganado en estos cambios es algo real, pero no sustancialmente constitutivo: se llama accidente (v.). Los accidentes resultan, pues, de la actualización de ciertas potencias del sujeto que permanece, que se llama substancia (v.), es decir, materia prima actualizada por la forma sustancial. Los accidentes no son una especie de “envoltura” externa de la substancia, sino modos de ser de la misma, que pueden variar sin que la cosa deje de ser lo que es. Por eso, los accidentes propiamente no son, sino que la substancia es según esos accidentes (cfr. Sum. Th 1 q45 a4). Por tanto, el accidente recibe de la substancia el ser; la substancia recibe del accidente el ser de un modo concreto (accidental). El ser del accidente es, por tanto, un ser-en (inherir, esse in).

c) Esencia y acto de ser. El ente singular concreto es lo primero conocido: se conoce que es de hecho (existe), y -al menos confusamente- se conoce lo que es (v. REALISMO II, B9). Observamos que lo que es el ente no incluye en sí y de por sí la necesidad de ser, pues podría no haber sido e incluso, a veces, puede dejar de ser lo que es. De ahí se descubre la distinción entre aquello por lo que una cosa es lo que es, que llamamos esencia (v.), y aquello por lo que el ente es (existe), que podemos llamar de diversos modos: ser, esse, actus essendi, existencia (v.). Esta distinción entre essentia y esse no es de razón (no se trata de dos aspectos de lo mismo, el ente), sino distinción real entre dos principios metafísicos de la realidad. Este punto, fundamental en la filosofía de Tomás de Aquino, se expresa diciendo que el ente no es su ser (esse), sino que tiene ser (ens non est suum esse, sed est habens esse: cfr. In 2 Sent. dl ql al soll). La clave para captar esa distinción está en la noción de participación (v.): el ente es por participación (cfr. Sum. Th. 1 q3 a4; Contra gentiles, 1,22). Así, el ente tiene esencia y ser, pero no como “paralelos” o independientes, sino con una precisa relación entre sí: el esse es “recibido” por la esencia, ya que ésta es puesta en la realidad o realizada por el esse, y no al revés. La relación esencia esse es, pues, la relación recipiente-recibido, es decir, participante-participado, que es -metafísicamente- relación potencia-acto (cfr. Quodlib. 2,2,3; In 2 Post. Analytic. 6; De spirit. creat. 1; Sum. Th. 1 q75 a5 ad4; etc.). Por participar (etimológicamente: partem capere, tomar parte) se entiende el tener parcialmente en contraposición al tener totalmente (cfr. In Boéth. De Hebd. 2,2).

Se llega así a la afirmación de que el ser (esse) es acto respecto a la esencia, lo cual significa que la esencia de las cosas es potencia respecto al ser (podrían no ser, por sí mismas no son necesarias: cfr. In 8 Physic. 21 ad4); y que el esse no es una categoría mental, sino el acto de ser (actus essendi) del ente singular concreto: el principio metafísico constitutivo de la realidad en cuanto realidad (cfr. Contra gentiles, 2,53; De Anima, 9). En consecuencia, las formas -con la materia en los cuerpos- constituyen la esencia, y, por tanto, son acto respecto a las correspondientes potencias, pero son potencia respecto al ser (cfr. De Anima, 1 ad6). De ahí que el esse sea el acto último del ente, el acto de todos los demás actos (formales): cfr. Sum. Th. 1 q4 al ad3. El esse, por tanto, no es una formalidad más que sobrevenga al ente (no es una forma), sino que es el acto de realidad de todas las formas (y, a través de ellas, de la materia en los cuerpos): el esse abraza desde dentro todo el ente, reuniendo -o desplegando- toda la multiplicidad de formas, dando al ente su unidad entitativa (el unum trascendental): cfr. Comp. Theol. 1,71. Y, en consecuencia, también el esse es el fundamento último de la distinción de cada ente de todos los demás (cfr. In 1 Sent. d29 ql a3 adl) (v. t. SER).

d) Nivel predicamental y nivel trascendental: naturaleza y supuesto. Captamos así la distinción de los dos niveles o planos metafísicos fundamentales: el orden o nivel en que las formas son acto se llama predicamental o formal; el nivel en que las formas son potencia se llama trascendental. Y también se desprenden los dos tipos fundamentales de participación (v.): predicamental (cuando lo participado es una formalidad; p. ej., decimos que todos los hombres participan de la humanidad o naturaleza humana), y trascendental (cuando lo participado es el acto de ser: todo ente participa del ser; los accidentes participan del ser de la sustancia). En ambos casos se verifica el tener parcialmente, propio de toda participación, pero en la predicamental todos los participantes tienen lo participado según todo su contenido esencial, y lo participado sólo existe en los participantes; en la trascendental, por el contrario, no todos los participantes reciben en un mismo grado lo participado, y además lo participado existe también aparte de los participantes (cfr. Quodlib. 2,2,3).

La sustancia del ente, en cuanto que es principio de operaciones, recibe el nombre de naturaleza (v.; cfr. Sum. Th. 1 q29 al ad4). El ente, pues, participa (participación predicamental) de una naturaleza, y en cuanto que esa naturaleza es real, participa a través de ella del esse (participación trascendental). Se llama supuesto (suppositum) al ente en cuanto sujeto participante del ser mediante la naturaleza que posee. Así, el supuesto se dice como totalidad real singular, y su naturaleza como parte formal (cfr. In 3 Sent. d6 q2 a3 sol; De Unione Verbi Incarnati, 4). Al supuesto de naturaleza racional se le llama persona (v.).

e) La causalidad. Junto a este análisis de la realidad en su aspecto estático, la filosofía de Tomás de Aquino ofrece el correspondiente análisis del aspecto dinámico, por medio del estudio metafísico de la causalidad (v.), de esa experiencia inmediata de que lo que es y no era es hecho (efecto) por lo que le hace ser (causa). Lo que le hace ser es, en primer lugar, lo constitutivo -causa material y causa formal: causas intrínsecas-; pera lo constitutivo, en cuanto hecho, es también efecto, y requiere lo constituyente o causa de su causalidad -causa eficiente y causa final: causas extrínsecas- (cfr. De Potentia, 3,8; 3,16; 5,1; In 7 Metaphys. 6). Unos entes son causa del hacerse de otros, conducen al esse, pero no causan el esse en cuanto tal (cfr. Contra gentiles, 2,6; Sum. Th. 1 q45 a5), ya que son causas que influyen por movimiento y mutación; no producen el ente a partir de la nada, sino que ejercen su causalidad sobre algo ya existente (cfr. Contra gentiles, 2,16; In 6 Metaphys. 3). En consecuencia, esta causalidad es predicamental, y constituye la vertiente dinámica de la participación predicamental. La estructura trascendental del ente exige que haya otro tipo de causalidad (trascendental), que tenga como efecto propio e inmediato el esse.

2. El Ser por esencia: Dios.

La causa trascendental -causa del esse en cuanto tal- no puede ser la naturaleza misma del ente, pues en ese caso el ente se produciría a sí mismo en el ser, lo cual es imposible (cfr. De ente et essentia, 4): es, pues, una causa extrínseca. Causar es comunicar el acto que se es o se posee; pero en el casa de que el acto que se comunica sea el mismo acto de ser (esse), la causa no basta con que tenga esse, sino que ha de serlo, ya que ser causa del esse en cuanto tal supone ser (o tener poder para ser) causa de todo lo que puede ser, es decir, supone una potencia activa infinita, que sólo puede convenir a quien sea Acto Infinito (no limitado por una esencia que sea potencia respecto al ser). La causa trascendental es, pues, Acto Puro, no tiene ser, sino que es el Ser (Ipsum Esse o Esse per essentiam): cfr. Sum. Th. 1 q46 a2 ad7; De Potentia, 3,5; Quodlib. 3,1. La simplicidad del Acto Puro, que excluye toda fundamento de multiplicidad, y la infinitud o plenitud de realidad (perfección) del Ipsum Esse, llevan consigo necesariamente la unicidad de la causa trascendental (cfr. Sum. Th. 1 ql l a3). La causa del ser, siendo única, es causa de todo el ser, y es lo que llamamos Dios (cfr. In Boi;th. de Hebd. 2; Comp. Theol. 1,68).

El esse del ente es participado (participación trascendental estática); pero el esse es causado inmediatamente por el Esse per essentiam (Dios): así, la causalidad trascendental es la vertiente dinámica de la participación trascendental. Tomás de Aquino formulará innumerables veces esta causalidad del siguiente modo: “Todo lo que es por participación, es causado por quien es por esencia” (cfr. Sum. Th. 1 q65 al; De Malo, 3,3; Contra gentiles, 1,99; In De Causis, 10; In 2 Metaphys. 2; De subst. separat. 3; etcétera).

A partir de este conocimiento de Dios como el Ser y causa del ser de todas las cosas (v. DIOS I y IV), se sigue un extenso desarrollo de teología natural (v. TEODICEA), en cuanto que toda perfección pertenece a la perfección del ser: Dios es infinitamente perfecto, y por ser causa del ser de todo, en Él se encuentran, en grado sumo e indivisamente, todas las perfecciones de las cosas que Él ha hecho (cfr. Contra gentiles, 1,28; Sum. Th. 1 q4 a2; De Potentia, 1,2). Particular interés tiene la afirmación de la inteligencia y voluntad divinas (cfr. Sum. Th. 1 q14 a4; Contra gentiles, 1,73); Dios no es, pues, una fuerza inconsciente o anónima que da realidad al mundo, sino un ser personal.

Hemos llegado al conocimiento de Dios por medio de un proceso especulativo arduo; sin embargo, no es ésa la única vía hacia Dios; además de ese proceso técnicamente elaborado, se accede a Dios por un conocimiento espontáneo -aunque también discursivo- de su existencia, como lo prueba una experiencia continua y universal. Ese conocimiento espontáneo, perfectamente válido en su orden, constituye una “demostración”, un discurso racional que se remonta a la causa a partir de los efectos, pues la existencia de Dios no es en ningún caso una evidencia inmediata para el hombre (cfr. Sum. Th. 1 q2 al). El ascenso metafísico hasta Dios (del ente al ser del ente, y de ahí al Ser) se inicia siempre en la consideración de las criaturas en cuanto entes causados, que exigen una causa última incausada. Considerando diversos aspectos primarios, comunes y propios de la criatura en cuanto tal, se tienen diversos puntos de partida para llegar a Dios. Tomás de Aquino, en resumen breve y denso, expone cinco vías (v. DIOS IV, 2) en Sum. Th. 1 q2 a3; la: las criaturas se mueven; de la experiencia del movimiento, a Dios como Primer Motor inmóvil (v. t. Comp. Theol. 1,2); 2.a: las criaturas obran; de la experiencia de la causalidad eficiente, a Dios como Primera Causa incausada (v. t. Contra gentiles, 1,13); 3.a: las criaturas no son necesarias por sí mismas; de los diversos grados de no necesidad, a Dios como Ser absolutamente necesario (v. t. ib. 2,15); 4.a:    las criaturas son más o menos perfectas; de los grados de perfección, a Dios como Ser sumamente perfecto, como Perfección Pura y separada, no connumerable con las criaturas (v. t. ib.    1,13;    De Potentia, 3,5); 5.a: las criaturas están finalizadas; del orden del universo, a Dios como Inteligencia ordenadora del mundo (v. t. Contra gentiles, 1,13).

3. El Ser participado.

a) La creación y la presencia de Dios en las cosas. Después del estudio metafísico de las criaturas, que conduce al conocimiento de Dios, la filosofía de Tomás de Aquino permite volver hacia las criaturas, vistas en su total dependencia de Dios, lo que nos proporciona un nuevo y más alto conocimiento del mundo, en cuanto que la creación (v.) no sólo implica una relación de origen, sino que el ser-criatura es una situación metafísica siempre presente y constitutiva de todas las casas. La causalidad trascendental de Dios es creación (producción ex nihilo, de la nada), pues su efecto propio es el esse, anterior o exterior al cual no hay ningún término a quo (cfr. Comp. Theol. 1,69); y en cuanto que la esencia es constituida por el esse, no sólo el esse, sino también la esencia es creada (cfr. De Potentia, 3,5 ad2). Esa causalidad creadora -participación del ser- implica la presencia del Ser en el ser del ente, es decir, la presencia de Dios en todas las cosas, no sólo cuando el ente comienza a ser, sino también en todo momento: Dios está sustentando en el ser a todas las cosas, infundiéndoles el esse, que por ser lo más íntimo de las cosas (la energía o acto de realidad), hace que Dios sea más íntimo a las cosas que las cosas mismas (cfr. Sum. Th. 1 q8 al; Super Ev. S. I oann. lect.1,4).

Esta causalidad divina es una causalidad intrínseca (desde dentro) por la operación, pero extrínseca por la distinción (trascendencia) entre el Ser y el ser participado (v. Trascendencia e inmanencia de Dios, en DIOS IV, 3). La dependencia total en el ser de la criatura respecto a Dios lleva consigo una dependencia también en el obrar (ya que éste sigue al ser): la criatura es causa de su propio obrar y del efecto de su obrar; es causa total en su propio orden (predicamental), y Dios es también causa total de ese obrar en cuanto es, y del efecto en cuanto es (cfr. In 1 Sent. d7 ql al ad3). No hay ahí un choque o interferencia de causalidades, sino que por el contrario la causalidad de Dios es fundante de la causalidad de la criatura, y como tal causalidad primera y fundante no se comunica a las otras causas, no es participable (cfr. Sum. Th. 1 q83 al ad3).

La causalidad eficiente de Dios lleva consigo que Dios mismo es también causa ejemplar de la creación, por la semejanza necesaria entre el efecto y su causa efectiva (cfr. Sum. Th. 1 q4 a3): es una semejanza parcial o participada por serlo el acto de ser que la hace real (cfr. De Veritate, 23,7 adl0). Existe, a la vez, una infinita diferencia metafísica (desemejanza) entre las criaturas y Dios, ya que la participación trascendental lleva consigo un descenso ontológico de lo Simple a lo compuesto (cfr. De Anima, 18); de la Totalidad a lo parcial (cfr. Sum. Th. 1 q61 a3 ad2); de lo Uno a lo múltiple (cfr. In De Div. Nomin. 2,6); de lo Infinito a lo finito. Esta semejanza-desemejanza tiene una consecuencia en el plano lógico: la analogía (v.); nada puede predicarse de Dios y de las criaturas de modo unívoco, pero tampoco se cae en la equivocidad (cfr. Contra gentiles, 1,32 y 33). Esta analogía se explicita en que en todos nuestros enunciados sobre Dios hay afirmación, negación y eminencia (cfr. De Potentia, 7,5).

La absoluta libertad de Dios en la creación, es decir, la afirmación de que Dios ha creado el mundo libremente, no por necesidad (cfr. De Potentia, 3,16; Sum. Th. 1 ql9 a3 y 10), nos permite contemplar el mundo, la misma existencia de las cosas, como un don gratuito de Dios.

b) El hombre. En esta perspectiva metafísica, la filosofía de Tomás de Aquino estudia con detalle al hombre (v.), elaborando una profunda antropología en la que el hombre, situado metafísicamente como criatura, descubre su grandeza en ser imagen y semejanza de Dios. La espiritualidad de las operaciones específicamente humanas lleva a descubrir la espiritualidad del alma (v.) humana, forma sustancial del cuerpo y al mismo tiempo sustancia espiritual subsistente en sí (cfr. De subst. separat. 8). Esa espiritualidad consiste en participar del ser de una manera más alta que las formas no subsistentes. El núcleo de esta doctrina sobre la propia subsistencia y consiguiente inmortalidad (v.) del alma radica en la peculiar actuación fundante de su propio acto de ser, poseído per se (no en cuanto forma del cuerpo) de manera permanente, aunque la integridad específica del hombre pide que esté informando un cuerpo (cfr. De Anima, 14). Sólo la causa trascendental podría dejar de mantenerla en el ser, así como su origen sólo puede ser por creación directa de Dios, que la crea en el cuerpo como acto formal del mismo (cfr. In 2 Sent. d32 q2 a3 ad4). De ahí la nobleza del cuerpo (v.) humano, que se constituye como tal por la información que el alma espiritual opera sobre él, comunicándole su propio esse, siendo así cuerpo humano (cfr. Contra gentiles, 2,68).

Así constituido, el cuerpo, y las actividades corpóreas, son por y para el alma, en orden a secundar la actividad espiritual del hombre: es decir, su conocimiento y su amor. Algunos de los puntos de especial interés en la doctrina del conocimiento (v.) intelectual son los siguientes: la actualidad del ente es fuente de su inteligibilidad, de modo que el ente no es sólo objeto, sino causa del conocer (cfr. In 3 Sent. d14 ql a2 soll); la verdad (v.) es fin y núcleo del conocimiento. El ente real nos viene dado a través del conocimiento sensible, que está penetrado por la inteligencia, pues ésta alcanza su objeto inquiriendo sobre los datos proporcionados por los sentidos (cfr. In 3 Sent. dl4 ql a3 so13). Eb objeto inteligible descubierto por la inteligencia es universal (abstractio), pero el entendimiento vuelve siempre a las, imágenes de las que partió (conversio), en y por las cuales conoce el universal como subsistiendo en el singular: se, opera así un conocimiento intelectual del singular concreto, indirecto pero inmediato (cfr. De Veritate, 2,6; 10,5). La unidad operativa sentidos (v.)-entendimiento (v.) tiene su pieza clave en la cogitátiva (v.), facultad sensible específicamente humana, en la cumbre de la sensibilidad y racional por participación. Merced a este proceso formamos los juicios (v.) y conceptos (v.), pues no conocemos primariamente nuestras ideas (o el hacerse de ellas), sino que por esas ideas conocemos la realidad (cfr. Sum. Th. 1 q85 a2; De Anima, 2 ad5). Tomás de Aquino explica también con profundidad el tema del autoconocimiento. El Entender de Dios es Entenderse, y a partir de su Entenderse entiende lo demás, por ser Creador del ente: las cosas son porque Dios las conoce. No así el hombre, cuyo autoentenderse reflejo implica un nuevo acto (reditio), que vuelve sobre el conocimiento en acto de un objeto distinto de su propio conocimiento (cfr. De Veritate, 10,8 y 9).

La voluntad (v.) tiene como propiedad fundamental la libertad (v.) o autodeterminación en el orden de la causalidad predicamental, por la cual los actos de todas las potencias humanas -incluida la inteligencia- son puestos y orientados hacia el fin que intenta cada sujeto (cfr. Contra gentiles, 1,72; In 2 Sent. d25 ql a2 ad4). El mayor ejercicio de la libertad está en la elección del fin (v.) último concreto (lo querido sobre todo y como centro de la vida), causa de todo otro querer y motor del obrar (v. MORAL I). Esta elección tiene enormes repercusiones en el conocer sapiencial espontáneo y en el científico (natural y sobrenatural), pues la rectitud de la voluntad connaturaliza para llegar a la verdad de Dios, y para reconocer la verdad de los entes creados, que naturalmente llevan a Dios (cfr. In 10 Ethic. 14). Las disposiciones morales condicionan la rectitud del conocer, y por eso el conocimiento es una actividad con responsabilidad moral ante Dios (cfr. In 1 Ep. ad Cor. 8).

Como el hombre -y cualquier criatura- no es plena actualidad, necesita obrar para perfeccionarse y alcanzar su fin (cfr. Contra gentiles, 3,25). La distinción entre esencia y ser en toda criatura lleva consigo, en el orden operativo, la distinción entre naturaleza, potencias operativas y operaciones (cfr. Sum. Th. 1 q54 y q77 al).

4. El fin y el orden moral.

La doctrina moral descansa en la metafísica del bien (v.) y del fin (v.), que se identifican con la ratio entis y más radicalmente con la actualidad del ente (cfr. Sum. Th. 1-2 ql8 al). Las criaturas proceden de Dios -Bien universal en cuanto Ser supremo y creador del ente-; son buenas en cuanto que son, en cuanto participan del ser, y son para dar gloria a Dios al asemejarse a Él. Esta finalidad -último sentido de la creación- se alcanza en las criaturas espirituales por medio de su obrar libre, por el que cada persona se ha de orientar de modo total a Dios: ha salido de su Principio y retorna a Él como Fin; así la fuente de la dignidad de la persona es su proximidad a Dios (cfr. Sum. Th. 1-2 q2). La metafísica del ser permite entender la razón profunda del primer mandamiento, raíz de toda la moral natural, puesto que la ordenación a Dios pertenece al orden natural de la creación (cfr. Sum. Th. 1 q60 a5). A la vez, esto hace ver el mal (v.) como privación de bien, y al pecado (v.) -aversio a Deo- como el único mal. Dios ha difundido en la creación su propio Bien de manera participada. Así también cada parte singular del universo -y cada persona en la sociedad humana ha de difundir su propio bien, y buscar por su bien propio el bien del todo o bien común (v.). El universo es un todo participado que se orienta al Todo increado, y que tiene un orden interno por la vinculación de las partes en sí, que es el fin último inmanente (bien común interno: el orden del todo), ordenado al Fin último trascendente, o Bien Común que es Dios (cfr. Sum. Th. 1 q65 a2; gl03 a2). Así tenemos también, en la raíz del orden moral, el amor al prójimo, del que se derivan las otras normas morales. Hay una profunda unidad entre el amor a Dios, a los demás y a uno mismo (v. CARIDAD).

Las verdaderas razones y finalidad de la convivencia humana están en dar a cada persona la posibilidad de difundir en otros su propio bien y de ser ayudada por los demás (cfr. In 3 Polit. 5). El bien común temporal de la sociedad no es sólo el bienestar económico, pues antes está el bien espiritual, y el mismo bien material está en función del bien espiritual. Este bien espiritual es la virtud moral, y se consigue cuando se asegura entre los hombres no sólo la justicia -material y espiritual- sino la amistad: lo contrario de pretender mejorar la sociedad con la lucha o el conflicto, que desvinculan a los hombres entre sí (cfr. In 8 Ethic. 1).

Así se puede contemplar mejor la gratuita elevación sobrenatural del hombre en la vida cristiana, que lleva a una unión con Dios más íntima que la que es posible por las solas fuerzas naturales; pero que al mismo tiempo no violenta la naturaleza humana, puesto que además de eliminar los defectos antinaturales que el pecado original ha dejado, hace que a la difusión natural del bien siga la difusión del bien sobrenatural, y que al amor natural a Dios siga el amor sobrenatural de Caridad, que es el centro de la vida cristiana.

III. SÍNTESIS TEOLÓGICA.

1. Sus fuentes.

La principal fuente de la teología de Tomás de Aquino es, naturalmente, la S. E. El conocimiento profundo que poseía del A. Santo Tomás y del N. Santo Tomás se manifiesta no sólo en sus obras directamente bíblicas, sino también en las innumerables citas textuales que se encuentran en sus obras. En ellas pueden distinguirse las tres corrientes de exégesis bíblica habituales a partir del s. xil: el Comentario al Cantar de los Cantares y quizá también a los Salmos son obras preferentemente de exégesis espiritual, con una finalidad de edificación de la piedad; la Catena Aurea es, al parecer, un manual para la predicación; los otros comentarios, sobre todo a S. Juan y a S. Pablo, son escritos de exégesis científica. Aunque Tomás de Aquino se interesa por el estudio del sentido literal de los textos (cfr. De Potentia 4,1), su atención se dirige preferentemente hacia su contenido teológico, para lo cual recurre habitualmente -además de a otros textos bíblicos y a la analogía de la fe: cfr. Sum. Th. 1 ql a10- a los Padres de la Iglesia, reconociéndoles una especialísima autoridad en lo referente a interpretación bíblica (cfr. Quodlib. 12,26). Tomás de Aquino poseía un conocimiento muy notable de la Patrística (v.), tanto griega como latina. Es de notar que, mientras su documentación patrística latina es poco superior a la de sus contemporáneos más ilustres (p. ej., S. Alberto Magno y S. Buenaventura), su conocimiento de la patrística griega no tiene comparación con ningún otro autor de su época. La Catena Aurea, concretamente, está compuesta con textos de 22 Padres y escritores eclesiásticos latinos y de 57 griegos. Son también abundantes las citas explícitas de teólogos anteriores: Pedro Lombardo, Hugo de S. Víctor, Rábano Mauro, Ricardo de S. Víctor, Prepositino de Cremona, etc. Las citas de autores contemporáneos, según costumbre de la época, están incluidas sin mencionar el nombre del autor, que permanece anónimo bajo el clásico quidam.

Las citas de Padres son utilizadas con frecuencia como autoridad documental sobre la doctrina que se está explicando; otras veces, Tomás de Aquino expone las opiniones de varios Padres u otros autores sobre una misma cuestión, y las analiza críticamente, inclinándose hacia alguna o proponiendo una explicación personal diversa. Autoridad indiscutible reconoce siempre en cambio a las declaraciones dogmáticas del Magisterio de la Iglesia. Las referencias al Magisterio son numerosas: para la cristología, pueden encontrarse citas de los Conc. de Éfeso, de Calcedonia, II y III de Constantinopla; para la doctrina trinitaria: Nicea, IV de Cartago, IV de Toledo, etc.

2. Exposición de sus líneas fundamentales.

La teología de Tomás de Aquino no está toda ella contenida en la Suma Teológica; pero, por su carácter de exposición didáctica, concisa y orgánica, la Suma es un texto básico para conocer, en visión de conjunto, las líneas de fuerza de su síntesis teológica. Atendiendo a esa finalidad didáctica, “para la exposición de esta doctrina -dice el Santo-, primero trataremos de Dios; en segundo lugar del movimiento de las criaturas racionales hacia Dios; y en tercer lugar de Cristo que, en cuanto hombre, es para nosotros el camino hacia Dios” (Sum. Th. 1 q2 prol.). Las tres partes de la Suma corresponden a estos tres grandes temas.

a) Dios en sí y como creador y fin de las criaturas. La I pars constituye el tratado sobre Dios en su Unidad y Trinidad, y también como Creador y Fin de las criaturas. Del conocimiento de Dios como Ipsum Esse, que ya la razón natural proporciona y la Revelación sobrenatural reafirma (Yo soy el que soy: Ex 3,15). Santo Tomás logra una síntesis insuperable, en la que los datos revelados sobre la perfección divina se armonizan en una exposición sencilla y honda: Dios Es; Dios es el Ser; de ahí se deriva -según nuestro modo limitado de conocer lo que en sí es simple e infinito- y ahí se reúne toda la perfección de Dios: Bondad, Infinitud, Inmensidad, Inmutabilidad, Eternidad. Unidad (cfr. Sum. Th. 1 q3-11). Este conocimiento alcanzado es analógico: Tomás de Aquino dedica dos extensas cuestiones (12 y 13) al modo de nuestro conocimiento de Dios (natural y sobrenatural) y a los nombres divinos respectivamente. Luego se sigue una elaboración analógica detallada de la espiritualidad de Dios, con el estudio de su inteligencia, voluntad y libertad, que culmina en la comprensión teológica de la providencia de Dios, de su omnipotencia y su bienaventuranza (q14-26; V. DIOS Iv, 4-14).

A partir de esta teología sobre Dios Uno, se estudia la Revelación del Misterio de la Santísima Trinidad (v.), siguiendo así el orden característico de la patrística latina, que en el fondo es seguir el orden de la misma pedagogía divina de la Revelación. Tomás de Aquino toma la llamada analogía psicológica que ya había empleado S. Agustín, para conocer las procesiones de las Personas divinas. La cuestión dedicada a las procesiones (q27) es la clave de todo el tratado De Trinitate, que se extiende hasta la q43, donde se estudian las misiones de las divinas Personas.

La teología de Dios creador comienza con el estudio de la noción misma de creación (v.) ex nihilo (q44-46) en dos sentidos complementarios: la causalidad divina, omnipotente y libre, del ser en cuanto tal; y el comienzo absoluto del tiempo, que excluye la idea de una creación eterna. El estudio teológico de la multiplicidad de las criaturas, del problema del mal (q47-49), se continúa en el tratado sobre las criaturas en particular: los ángeles (q50-54; v.), la creación corpórea (q65-74), el hombre (q75-102). La unidad teológica de toda esa variada temática se realiza por el estudio de las diversas criaturas en relación a los tres aspectos de la causalidad divina: la naturaleza de cada criatura es vista en la perspectiva de Dios como Causa ejemplar; sus operaciones bajo la luz de la causalidad divina eficiente y final. Todo se reúne de algún modo, pues, en la noción de participación, íntimamente ligada a la de la Bondad divina que libremente comunica a las criaturas su propia bondad, en diversos grados de participación. El estudio de las criaturas se hace hasta su destino eterno sobrenatural y, por tanto, absolutamente gratuito, con una gratuidad diversa y nueva respecto a esa primera gratuidad de la creación del orden natural. Las últimas cuestiones de la I pars (103-119) constituyen el tratado sobre el gobierno divino del mundo (v. PROVIDENCIA).

b) El movimiento de las criaturas racionales hacia Dios. La II pars (dividida a su vez en dos partes: I-II y II-II) es sobre todo el estudio de la actividad espiritual del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, por la que ha de volver a Dios. Aunque Tomás de Aquino no separa -esa separación es muy posterior- una teología dogmática y una teología moral, si utilizamos esos términos, puede decirse que la II pars tiene un carácter marcadamente moral, pero sostenido constantemente por una base dogmática. La I-II (114 cuestiones) es un tratado general sobre el hombre en cuanto se dirige a su último fin sobrenatural, que gira alrededor de la libertad y de la gracia. El tema central del acto libre y meritorio de la bienaventuranza eterna es estudiado en dos niveles sucesivos. En primer lugar en el de la estructura del acto humano, que permite conocer la función que en él cumplen las facultades del hombre y determinar las normas fundamentales de su valor. Dentro de este mismo estudio, se encuadra el análisis de las pasiones (v.), que permite valorar el mutuo influjo entre alma y cuerpo en la actividad humana. Todo este estudio de los actos humanos (q6-48) da la explicación profunda de la libertad de la criatura ante Dios. El segundo nivel gira en torno a la doctrina sobre los hábitos (V. VIRTUDES I), que en Tomás de Aquino posee una clara originalidad e importante valor teológico. La Suma lleva gradualmente al conocimiento de los varios factores (naturales y sobrenaturales) que influyen en el acto libre sobrenaturalmente meritorio o demeritorio. Es en este contexto de gracia y libertad donde se inserta el tratado sobre la ley (en general, ley eterna, ley natural, ley humana y ley divina positiva en el A. Santo Tomás y en el N. Santo Tomás). Las tres cuestiones (106-108) sobre la Nueva Ley (o Ley del Evangelio) nos presentan la libertad en su perfección recobrada gracias a la Redención (v. LEY). La II-II (189 cuestiones) está constituida por estudios detallados sobre las virtudes (v.) teologales y morales, sobre los pecados (v.), etc. que, por tanto, han de estudiarse a la luz del desarrollo general de la MI.

c) Cristo, camino hacia Dios. Por último, la III pars (que Tomás de Aquino dejó sin concluir, y posteriormente fue terminada -al parecer por su discípulo y amigo Reginaldo de Priverno- dando lugar al llamado Suplemento de la Suma Teológica) trata de Cristo en sí mismo (unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la Persona del Verbo), y de Cristo Redentor y camino, en cuanto Hombre, para llegar a Dios (v. JESUCRISTO; REDENCIÓN). Los sacramentos (v.), como presencia salvífica o continuación en el tiempo de los misterios de la vida de Cristo, y la consumación final o escatología (v.), son los otros grandes temas de la III pars. El motivo dominante de esta parte es la divinidad de Jesucristo. El tratado sobre la Encarnación (v.) se inicia con el estudio de la conveniencia de la misma. Cristo ya estaba presente en la II pars, pues en ella se trata de la gracia, de la Ley Evangélica, etc. Pero, como la Encarnación no era necesaria para la restauración de la humanidad caída después del pecado original, sino sólo conveniente, es posible y aun preferible el estudio posterior del misterio de Cristo. Las cuestiones 2-26 son un profundo estudio teológico de la Unión hipostática, en sí misma y en sus consecuencias. Las cuestiones 27-59 abarcan la exposición detallada de la obra redentora, que es analizada siguiendo la vida de Cristo. Es precisamente la divinidad de Jesús, estudiada previamente, la que permite ir descubriendo el valor de Revelación y salvífico de toda la vida humana del Dios Hombre. Como queda dicho, el resto de esta parte se dedica al estudio detenido de los sacramentos (en general y de cada uno en particular), y por último a la escatología. No ha dejado de llamar la atención que Tomás de Aquino no haya dedicado un tratado específico al estudio de la Iglesia. Sin embargo, hay que notar que el misterio de la Iglesia está constantemente presente, ya que la continuación en el tiempo de la obra salvífica de Cristo es la Iglesia.

d) Observaciones finales. Las grandes líneas de la filosofía de Tomás de Aquino están presentes -y desarrolladas principalmente- en su síntesis teológica, haciéndola -por lo que respecta a la razón- posible. Baste pensar, p. ej., en la capital importancia teológica de la noción de acto de ser (esse), para entender -en la medida que es dado al hombre- a Dios como Plenitud del Ser (=Plenitud de Bien), piedra angular del tratado sobre la Unidad de Dios de la I pars. Igual importancia adquiere esa noción para la teología de Cristo, al permitir la comprensión analógica de la unidad de Persona, por la unidad de Esse (el Esse divino del Verbo: v. t. la O. De Unione Verbi Incarnati). La filosofía tomista sobre la causalidad es igualmente capital para la teología sobre la causalidad de los sacramentos, etc.

Para terminar, es interesante recoger un texto de Tomás de Aquino, en el que se expone la razón de fondo del orden seguido en su teología, que es efectivamente teología y no antropología (aunque subordinadamente incluya una hondísima antropología), y, por tanto, gira toda ella alrededor de Dios, objeto inmediato y directo de la fe: “Aunque los artículos de la fe son muchos, algunos de los cuales se refieren a la divinidad, otros a la naturaleza humana que el Hijo de Dios asumió en unidad de Persona, otros al efecto de la divinidad; sin embargo, el fundamento de toda la fe es la misma primera verdad de la divinidad, ya que en razón de ella todo lo demás se contiene en la fe, en cuanto de algún modo se reducen a Dios. De ahí que el Señor dice a los discípulos (lo 14,1): Creéis en Dios, creed también en mí; dando así a entender que se cree en Cristo en cuanto que es Dios, principalmente como fe sobre Dios” (Expositio primae Decretalis, 1).

Por lo que se refiere a los autores que han continuado el trabajo filosófico y teológico de Tomás de Aquino, así como a la recomendación que de él ha hecho la Iglesia, v. TOMISMO; V. t. NEOTOMISMO; REALISMO II, B.

CARLOS CARDONA, FERNANDO OCÁRIZ.

BIBL.:    La importancia de la obra de Tomás de Aquino ha hecho que los estudios sobre ella sean numerosísimos. Amplios elencos bibliográficos pueden encontrarse en: P. MANDONNET Y J. DESTREZ, Bibliographie Thomiste, Le Saulchoir 1921 (nueva ed. aumentada en 1960); V. J. BOURKE, Thomistic Bibliography 1920-40, San Luis (EE. UU.) 1945; la sección especial dedicada a él en el Répertoire bibliographique de la “Rev. de philosophie de Louvain”; los tomos del “Bulletin Thomiste”, publicado en Le Saulchoir de 1924 a 1968, y continuado, a partir de 1969, por la “Rassegna di Letteratura Tomistica”, publicada en Roma por la Pont. Univ. San Tommasso d’Aquino.

Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991

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