CARTA DEL CARDENAL SECRETARIO PAPAL AL DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTUDIOS Y RELACIONES CULTURALES
Al p. Benedetto Amore, o.p.
Reverendo padre:
Me es grato comunicarle que el Sumo Pontífice ha acogido con vivo interés y sincera satisfacción la noticia de que el Centro Internacional de estudios y de relaciones culturales, dirigido por usted, dedicará su VII congreso, que tendrá lugar en Bérgamo del 4 al 9 de septiembre de este año, al estudio del tema “Metafísica y ciencias del hombre”. El Papa, mientras alienta el solidario empeño, requerido por la profundización de un argumento tan importante, desea fervientemente que el congreso ayude a sostener una debida toma de conciencia acerca de la tarea insustituible de la metafísica, ciencia del ser qua talis, en sus principios y en sus finalidades últimas, como respuesta a las exigencias fundamentales del espíritu humano, preocupado por sus destinos transcendentes.
Como se sabe, no es posible constituir una filosofía de los valores, que tenga auténtica y duradera influencia en la vida del hombre, tanto en sus aspectos privados como en los sociales, sin la metafísica, la cual interpreta el significado del ser en todos sus contenidos e instancias, aun en el arco de las experiencias terrenas.
Cierto tipo de humanismo fundado sobre un explícito propósito anti-metafísico, que ha irrumpido en tantas expresiones filosóficas de los tiempos modernos, constituye un intencional rescate de lo empírico a partir de lo trascendente, de lo contingente a partir de lo absoluto y, en fin de cuentas, una empresa antirreligiosa. La crisis de las teorías y de los comportamientos, de la moral y del derecho, en el mundo contemporáneo, tiene entre las varias causas, como principal, la del intento de marginar o eliminar la metafísica, sobre la que se funda la innata apertura del hombre hacia la esfera religiosa.
Por otra parte, está fuera de toda discusión el hecho de que el hombre hoy dirige su apasionada atención antes que nada sobre sí mismo y sobre la realidad que lo rodea, en el signo de la experimentación, de la comprobación y de la prontitud. La cultura actual está marcada por el progreso de las ciencias de la naturaleza y del hombre. Ahora bien, el pensador convencido de la necesidad y de la validez del discurso metafísico no considerará tal fenómeno como una amenaza, sino más bien como “signo de los tiempos” y como estímulo para volver a plantear radicalmente el valor insustituible de la metafísica en el marco del continuo progreso científico.
El espíritu humano, si bien deslumbrado por la luz más fácil de lo empírico, está inducido a investigar y profundizar las razones de su propio origen, de su naturaleza y de su destino final, empujado, más que nada, por los dramas dolorosos que marcan la vida misma; último e ineludible, el de la muerte.
El principio de la comprobación empírica, como único criterio válido de discriminación de lo real, incurre en una paradoja insuperable, por el hecho de que él mismo no es empíricamente comprobable, y aparece, pues, como mero postulado no demostrado ni demostrable. Esta contradicción ya fue puesta de manifiesto por Ludwig Wittgenstein, pensador cualificado del “neo-positivismo lógico”, sistema profesado hoy no sólo por filósofos de renombre, sino también por no pocos científicos. Por una parte, él considera que sólo las proposiciones de las ciencias tienen significado, por otra, reconoce que las ciencias mismas no pueden decir nada sobre cuestiones del sentido último de la vida humana, es decir, sobre los problemas más agobiantes y decisivos para el hombre.
Precisamente en este punto se perfila la urgencia insustituible de un diálogo fecundo entre la metafísica y las ciencias del hombre, acogiendo el imperativo socrático “conócete a ti mismo”. Esta cuestión, sobrevolando los siglos, se presentó desafiante también para Immanuel Kant, quien notó expresamente que el problema “qué es el hombre-qué debo hacer y puedo esperar” se presenta como fundamental para la filosofía.
Por otra parte, las ciencias del hombre, por motivo deontológico y debido a los límites de su objeto específico, es decir, en el respeto de su propia autonomía y de sus condicionamientos extrínsecos, no están en condiciones —y renuncian a ello expresamente— de responder a la cuestión última del hombre y de su existir. Pero el silencio metodológico no podrá asumir jamás, en la recta y serena conciencia de los límites de las ciencias, una posición negativa de exclusión, sino más bien de positiva apertura a una esfera más alta.
La cuestión última sobre el hombre lleva al área de lo meta-empírico, preguntando y, luego, justificando el discurso metafísico, y abriendo así el pensamiento humano a la trascendencia.
En efecto, el hombre puede definirse como el ser que se interroga a sí mismo, que subsiste radical e inexorablemente marcado por la urgencia del sentido último de la vida, incapaz de actuar como hombre sin preguntarse el porqué último de la existencia, de la libertad responsable, de su propia esperanza.
El problema del hombre adquiere concretamente aspectos existenciales, mutuamente relacionados e inmanentes, que se pueden delinear de la siguiente manera:
A) Relación del hombre con la naturaleza, de la que él depende, experimentando su cualidad de ser finito; y que al mismo tiempo él considera como diferente e inferior, sintiéndose llamado a transformarla en un trascendimiento continuo e incolmable de cada meta alcanzada.
B) Relación del hombre con los demás hombres, cuya dignidad personal representa una urgencia incondicionada, absoluta en sí misma, de respeto y amor. El valor del “otro” —y, por tanto, también el mío para los demás— en cuanto persona, supera mi misma libertad y apunta hacia la búsqueda de un fundamento trascendente y de valor universal y perenne.
C) Relación del hombre con la muerte, la cual, si se interpreta como anulación de la persona humana, convierte toda la existencia en un proceso orientado hacia la nada, es decir, que la relega al absurdo de un radical y total no-sentido. La muerte pone un interrogante decisivo acerca del sentido trascendente de la vida humana como totalidad.
D) Relación del hombre con la historia, cuyo desarrollo está basado y sostenido por la esperanza de la humanidad. Esta esperanza, si no está abierta hacia un futuro metahistórico, carece de objeto y significado que, por otra parte, no se pueden individuar sólo mediante las ciencias humanas.
De este cuadro sumario de las dimensiones de la existencia humana, destaca esa paradoja constitutiva del hombre, resaltada agudamente por los pensadores medievales: el desnivel ontológico entre lo limitado del hombre y lo ilimitado de su orientación profunda hacia lo Absoluto, hacia una plenitud trascendente. El hombre, en su apertura ilimitada hacia el ser, acusa desiderium naturale vivendi Deum, como Autor del universo sensible y fuente de total bienaventuranza (cf. Rom 1, 18-23, y C. Gent., lib. I, cap. XI, 4).
La cuestión sobre el hombre constituye, así, el punto de convergencia y diversificación cualitativa entre la ciencia y la metafísica, poniendo en evidencia, al mismo tiempo, por una parte la utilidad o, más aún, la necesidad de las ciencias humanas para una metafísica sensible a los problemas modernos; y, por otra, la insalvable frontera epistemológica de las ciencias mismas, determinada por su método.
La primera palabra sobre el hombre es ofrecida por la ciencia —la fenomenología antropológica es anterior a la antropología filosófica— como punto de partida concreto, pero la última palabra queda reservada a la metafísica, la cual, mientras recibe de las disciplinas científicas un depurado dato de base, les ofrece a ellas un enfoque sintético e integrativo, abriéndolas a la perspectiva de los valores y de los fines.
Las ciencias humanas, pues, son indispensables para una metafísica moderna, pero son absolutamente inhábiles para responder a la cuestión puesta al hombre por la singular experiencia constitutiva de su ser, es decir, la del contraste insuperable entre la limitación-contingencia y la ilimitada trascendencia. El hombre no es inteligible sobre la sola base de lo empíricamente verificable, sino únicamente sobre la base de la experiencia específicamente humana, que es precisamente experiencia de auto-trascendencia. Consideradas de tal manera, las ciencias humanas y la metafísica están llamadas a una relación permanente de mutua investigación y, por tanto, de mutua ayuda.
Estas son las reflexiones que el Santo Padre, también en grato recuerdo de su participación en el congreso internacional de Génova-Barcelona de 1976, quiere confiar al estudio del próximo congreso de Bérgamo. El espera que contribuya válidamente al análisis de los amplios problemas sobre la relación entre la metafísica y las ciencias humanas, en vistas a ofrecer al hombre un significado verdadero y asegurante de su propia existencia, de la historia y del cosmos, precisamente en el cuadro de un exaltante progreso de las ciencias. Además, la teología cristiana, en cuanto fides quarens intellectum, requiere una metafísica que, teniendo en cuenta los resultados de las ciencias humanas, muestre la apertura radical del hombre al misterio de Dios, que en Cristo se ha revelado y se ha dado a la humanidad. Sólo así se podrá ofrecer un fundamento estable a las esperanzas de la generación contemporánea, encaminada hacia el final del segundo milenio de la Era Cristiana y animada, en tal recorrido, por el deseo “del desarrollo de las personas y no sólo de la multiplicación de las cosas… no tanto para tener más, cuanto para ser más” (Redemptor hominis, 16).
Con estos sentimientos, Su Santidad envía de corazón a usted, como también a todos los relatores y participantes al congreso, su confortadora bendición apostólica.
Aprovecho la circunstancia para confirmarme con sentimientos de religioso obsequio de vuestra paternidad revda., devmo. en el Señor,
Cardenal Agostino CASAROLI
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