Esencia de la Herejía Progresista: ¿sustitución de la teología? por Fr. A. García Vieyra (III)

¿SUSTITUCIÓN DE LA TEOLOGÍA?

falsedad

Es de preguntarse cómo puede la teología católica llegar a los extremos de asumir y hacer suya una concepción del mundo y de la vida materialista y atea. Esto no es explicable más que por la sustitución de la teología revelada por cierta especulación sobre problemas humanos que prescinde de la teología, y aun de la verdadera filosofía.

Existe realmente esa especulación que prescinde de la teología revelada y de la verdadera filosofía. Es un historicismo teológico, una antropología inmanentista y agnóstica, puesta en sustitución de la Teología. Por ella tenemos la puerta abierta para una concepción materialista del mundo y de la vida.

Dentro de este historicismo o teología de lo concreto (como también se llama), toda la labor especulativa gira alrededor del hombre. Ya lo anunciaba Romano Guardini: “Lo personal, acciones, pensamientos, decisiones, voliciones, son válidas en la edad moderna por descansar en el sujeto, que es soporte de aquellos actos revestidos de validez” (Mundo y Persona, p. 28).

El nuevo ángulo de reflexión (digámoslo así) aun para la teología, no es Dios, su objeto formal, sino el hombre.

La teología católica se ha dejado influir poderosamente por el pensamiento básico neokantiano y anti-escolástico. La Teología en él siglo XX, obra en colaboración por Herbert Vorgrimler y Robert Van der Gucht (1974), despliega un panorama de las distintas disciplinas dentro de las categorías de un pensamiento agnóstico, con la única salida posible para el agnosticismo con que cubre sus miserias, que es la Historia; el moderno agnosticismo es historicista; la Historia le ofrece los cuadros brillantes que recubren su indigencia. El agnosticismo subsiste por su polaridad antiescolástica y la Historia. Es categorial y subjetivo. Categorial, no por las categorías predicamentales del ser, sino por las categorías subjetivas conceptuales que suponen el eidos, no el ser. Las primeras suponen identidad; las segundas nada identifican, solamente conceptualizan.

El nuevo ángulo de reflexión ha terminado por desnaturalizar la teología; teología desnaturalizada por tratar de un saber incapaz de identificar nada en su propio objeto. La teología desnaturalizada no puede identificar nada acerca de Dios. Escribe Siller: “De un Dios en sí mismo no hay nada que decir” (TSXX, 4). No hay nada que decir, cuando el instrumento por el cual podría explorar algo, no sirve. No podemos consentir en que “el criterio para discurrir con justeza de Dios es que esta reflexión recaiga sobre el hombre” (Ib.). “No existe ningún camino teórico de acceso a Dios” (Ib.). Tales expresiones significan que la inteligencia se declara incapaz de identificar la existencia de Dios; al no poder llegar, por el agnosticismo, a las relaciones necesarias entre causa propia y efecto, móvil y motor, contingencia y necesidad, etcétera, no puede acceder a la realidad del Ser Necesario y Creador.

Sin embargo, la inteligencia en la filosofía tradicional nunca ha abdicado de su natural correlación al ser, para descubrir la verdad. En el primer año de Filosofía estudiamos el papel instrumental de la Lógica en la elaboración del saber; por ella poseemos el saber; la inteligencia descubre los planos estructurales del ser. La inteligencia busca la contemplación; es la facultad de la apertura al mundo exterior más elevado; reconoce y trasciende el mundo histórico para elevarse al mundo del ser y elevarse más alto a la Causa misma del ser.

Es por los sentidos y la inteligencia que el hombre se abre al mundo exterior; al mundo sensible por los primeros, al mundo inteligible por la segunda. Ese mundo inteligible es identificable a la luz intelectual; no es creación de la luz intelectual.

El famoso principio de la inmanencia preside todas aquellas lucubraciones de la filosofía neokantiana y de la actual teología progresista. Por la inmanencia la inteligencia, la facultad de apertura al ser, baja el telón y se queda a oscuras en las luces a medias del mundo fenoménico. Por eso afirma Fabro que “del principio de la inmanencia procede por una caída inevitable la muerte de Dios, puesto que la esencia de la inmanencia moderna es la negatividad constitutiva, entendida como negación de la inmediatez del ser” (La Aventura de la Teología Progresista, 74). La negación aludida es negación de todos los planos de estructura del ser por carencia del pensamiento analítico y la reducción a lo fenomenológico, histórico o empírico.

Como lo ha notado el cardenal Siri y otros teólogos de primera línea, la teología moderna que comentamos ha ido poco a poco a lo empírico, buscando en la Historia nombres brillantes para cubrir su negatividad. El nombre de San Agustín o de otro Padre de la Iglesia, interpretados a menudo por protestantes, sirve para cubrir lugares vacíos por abandono de las riquezas de una teología auténtica.

La nueva teología progresista se nos presenta como sustitución de la tradición. No necesita adaptarse al mundo porque ya es del mundo; no contempla nada de la fe o de la doctrina cristiana, si no es para adaptarla y desvirtuarla por la misma forzada adaptación.

El intento de sustituir la Teología propiamente dicha viene planteado en forma muy clara por Bernard Lonergan en un trabajo escrito en colaboración: Teología de la Renovación. Allí se presenta, en forma que quiere ser plausible, la sustitución de los principios revelados, fundamentos de la Teología, por hechos, facta histórica, que sustituirían a los anteriores, los principios de la revelación, como fundamentos de la ciencia de Dios revelado.

Cualquier estudiante de teología tradicional se da cuenta de que aquello es imposible. Sustituida la Revelación por otra cosa, simplemente nos quedamos sin teología; no tenemos otra teología, ni avanzada ni retrasada.

Para explicar este hecho insólito debemos recurrir a la teología dialéctica de Bultmann, al principio de la inmanencia, a la conversión antropológica de Karl Rahner o al resucitado seudo sobrenaturalismo de Bayo. Sólo entonces tendremos una explicación coherente de este hecho insólito, tan extravagante como todo el proceso señalado que lo explica.

Dice Bernard Lonergan: “Así como la teología escolástica respondió a su tiempo, asimilando a Aristóteles, lo mismo que la teología del siglo XVIII resistió a su época, replegándose en un reducto dogmático, la teología de hoy se siente emplazada a un encuentro con su tiempo” (Teología de la Renovación, 14).

El autor aparece afectado de historicismo. Debemos distinguir: la asimilación de la verdad aristotélica por Occidente fue circunstancialmente temporal, en cuanto fue realizada en el tiempo. Esencialmente atemporal, en cuanto a que la adecuación del entendimiento a la cosa prescinde del tiempo. Toda percepción sustantiva como sustancia; toda percepción adjetiva como cualidad, prescinden del tiempo. De lo contrario, lo percibido por el hombre sería estrictamente fenoménico, ligado al espacio y al tiempo. La introducción del aristotelismo no puede considerarse como una necesidad histórica, del tiempo, sino como fruto de la búsqueda de la verdad.

En cambio, si la escolástica del siglo XVIII resistió a una filosofía conceptualista, fue por razones intrínsecas a esa filosofía. En el día de hoy realmente sentimos la presencia de la equivocidad; no es que “nuestro tiempo” necesite de la ambigüedad, de la terminología ambivalente; nuestro tiempo, como todos los tiempos, necesita de la verdad.

Es un error decir que la teología de hoy se siente emplazada a un encuentro con nuestro tiempo. El tiempo no emplaza a nadie; quien emplaza es el hombre, que anhela salir de la ambigüedad conceptualista. El proyecto de una teología encontrada con su tiempo, según el autor, no es una teología deductiva sino una ciencia empírica. En seguida se encarga de puntualizar: “No producto de la religión que investiga y explica, sino de las normas y conceptos culturales” (Ib).

La sustitución de la teología por otra especulación (que nos resistimos a llamar teología), no puede ser expuesta con mayor claridad: “La teología, ciencia deductiva, ha pasado a ser, en gran parte, ciencia empírica. Fue ciencia deductiva en el sentido en que sus tesis eran conclusiones que había que probar, con las premisas sacadas de la Escritura y la Tradición. Se ha convertido en ciencia empírica en el sentido en que la

Escritura y la Tradición ahora no ofrecen premisas, sino datos que hay que examinar en su perspectiva histórica” (p. 15).

La teología revelada se había planteado la cuestión de cómo están incluidas las conclusiones teológicas en las premisas (Marín-Sola, Garrigou Lagrange, Schultes, etc.). En la nueva teología (llamémosla así), no existe tal cuestión. La Escritura y la Tradición no ofrecen premisas, vale decir, no ofrecen un contenido inteligible revelado, sino datos que hay que examinar históricamente; lo único accesible a la inteligencia es una percepción fenomenológica, nominalista. Entonces tenemos un gran salto; antes teníamos el dato revelado; lo principal y que la teología busca es lo que viene de Dios; ahora todo es del hombre; nace, crece y muere en la inmanencia del hombre.

No nos explicamos cómo esto puede ser valorado, no nos explicamos de qué manera se ve en esto algo valioso como mensaje o palabra de Dios. Quizá la explicación pudiera darla Bultmann, que no reconoce en la revelación una doctrina; pero esto ya no es teología católica.

Si vamos a hablar de teología católica tiene que haber verdadera palabra de Dios; un orden de verdades reveladas por Dios fuera y por encima del conocimiento natural. Este orden de verdades reveladas por Dios es lo que Santo Tomás destaca en el primer artículo de la Suma: “Para salvarse necesitó el hombre que se le diesen a conocer por revelación divina algunas verdades que exceden la capacidad de la razón humana” (S. T. I, 1, 1,). El pensamiento de la teología católica y de Santo Tomás es muy claro: el hombre recibe de Dios verdades reveladas; acepta por la fe infusa esas verdades; la inteligencia las conoce bajo la luz de la revelación divina (Ib. ad 2m).

En síntesis, siempre estamos dentro de la esfera del conocimiento; es la teología, ciencia humana, para el hombre; con un objeto divino alcanzado por la fe, pero dado por Dios para ser identificado por la inteligencia del hombre. No existe ningún irracionalismo amorfo, como en la teología progresista, ni ningún salto en el vacío como la “decisión de la libertad” que sustituye el “obsequium fidei”, perfectamente razonable, según el Vaticano I.

No es que la teología no deba tener en cuenta los datos históricos, sobre todo en la moral, que es de lo concreto; pero primero debe contemplar la revelación, aquello que la Revelación dice al hombre del mismo hombre para salvarlo.

El P. Congar también se hace eco de la sustitución: “La ontología escolástica tiene mala prensa. La estamos sustituyendo por formulaciones acuñadas en términos de estilo personalista, existencial, antropológico” (TR 20).

Es todo un cambio en la impostación del problema y un cambio que nos deja sin teología, sin explicación cristiana del mundo y en plena secularidad. Más claro, en plena apostasía de la fe. La irrupción de la Historia en la especulación es saludada con un necio triunfalismo, como ruina “de la vieja problemática de una esencia del hombre” (Fierre Watté). Anúnciase, sin más, el ocaso de una antropología filosófica para dar lugar a una antropología de la historia (TSXX, 53).

La sustitución se consuma porque nuestra concepción del hombre y de la vida abandona el suelo firme de la metafísica y de la Revelación, para fundamentarse en las arenas movedizas de lo histórico. La filosofía y la teología se incorporan así a lo que Dilthey llamaba: “Ciencias que han crecido en la práctica de la vida” (ICI, 31).

No es que los datos históricos sean recogidos para dar un aporte a la solución de los problemas humanos o teológicos; trátase de una sustitución: la ciencia especulativa sustituida por un saber empírico, no un saber sobre mi condición humana, sino información para moverme en el tiempo. La sustitución de la teología por lo antropológico o histórico-social, no es en el momento actual algo esporádico, sino sistemático. Dice Cornelio Fabro: “En la nueva teología, esto (el progreso de la fe) se está realizando por lo que la escuela de Karl Rahner llama la inversión antropológica, en la cual se sustituye la antropología teológica de la teología tradicional por la teología antropológica; aquélla se fundaba en la trascendencia metafísica de Dios y en la realidad sobrenatural de la Redención de Cristo; ésta, por el contrario, se funda en el principio moderno de la inmanencia” (Aventura de la Teología Progresista, p. 36).

Es un cambio radical, una nueva “inversión copernicana”, que no podemos llamar plausible, en cuanto nos quedamos sin teología.

Concretemos: La Teología es el conocimiento de Dios y de las cosas divinas a partir de los principios de la Revelación. Si no es un conocimiento de lo revelado por Dios acerca del mismo Dios, del hombre o de la economía de la salvación, no hay teología.

La teología es un conocimiento, una ciencia, con su objeto formal propio, sus leyes propias; y fuera de eso no hay teología; fuera de ese campo habrá otras disciplinas, pero no teología.

Al abandonar voluntariamente el conocimiento de Dios, negándolo y sustituyéndolo por el conocimiento del hombre, estamos en la apostasía.

Así llegamos al desvanecimiento de la espiritualidad católica, quedando con “espiritualidad” a secas, meramente humana, y que tampoco se mantiene en un humanismo sino que llega hasta el materialismo ateo, la ciudad secular, materialista y técnica. Al cambio de la teología ha seguido la deshumanización del hombre.

La teología se constituye como tal, como toda disciplina científica, por su objeto formal terminativo propio: Dios, bajo la razón de deidad, y revelado por el medio en el cual conoce, o sea, el objeto formal motivo o lumen quo.

Este último es el medio demostrativo propio de la teología que el Vaticano I llama “autoridad de Dios que revela”. Es lo que distingue la teología de la fe y de cualquier otro ámbito cognoscitivo.

Si ponemos otro medio demostrativo, habrá cualquier otra disciplina científica, pero no teología. En cambio, la sustitución propuesta no tiene en cuenta nada de esto. Al negar la teología revelada y sustituirla por antropología inmanentista o naturalista se niega un conocimiento de la fe y se rechaza un reconocimiento del papel de la doctrina cristiana en la vida del hombre. Rechazar tal reconocimiento es caminar hacia la apostasía. La teología, si va a seguir siendo teología, debe tratar sobre Dios. Dios bajo la razón de deidad. Dios en su misma deidad, Trino y Uno. Contra este antropologismo decimos que podemos hablar del Dios trino y uno sin ocuparnos del hombre.

El “aggiornamento” progresivo ha sido un constante camino para abandonar las costumbres cristianas, para dejar de lado las exigencias o postulados de la vida cristiana y de la fe. Así hemos caminado hacia el envanecimiento de la espiritualidad. Cada ciencia tiene su campo de visión y lo que ve en ese campo; es imposible sustituir la matemática por fisiología. La teología tiene que hablar de Dios bajo la luz de la revelación y entonces es teología revelada. Si habla de Dios bajo la luz natural de la razón será teología natural o teodicea. No puede, empero, reducirse a un saber histórico o fenomenológico.

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