San Juan Pablo II y Santo Tomás de Aquino (4), P. Pablo Trollano IVE

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado
  1. Santo Tomás de Aquino, Doctor Humanitatis. El «Humanismo Tomista».

Gran parte de los temas más recurrentes en los discursos que estamos siguiendo, tocan de lleno la antropología y la «persona» humana. Es conocido el hecho de que, en el discurso del año 1980 al VIII congreso Tomista internacional, Juan Pablo II le otorgó a Santo Tomás un nuevo título a su ya larga lista, el de Doctor Humanitatis, y diez años más tarde, el IX congreso Tomista internacional asumía como tema central justamente «la figura y la valoración de Santo Tomás como Doctor Humanitatis». También el discurso del año 1986 al congreso de la S.I.T.A. sobre el alma, o el mensaje del 2003 al congreso internacional sobre el Humanismo Cristiano a la luz de Santo Tomás, fueron ocasiones propicias para que el Papa se explayara acerca del «humanismo tomista». Trataremos de destacar algunas ideas de dichos discursos.

 Santo Tomás de aquino 29

  1. El alma como imagen de Dios.

Como dijimos, en el año 1986 el tema del congreso internacional de la S.I.T.A. trataba «sobre la doctrina tomista del alma, en relación con los problemas y con los valores de nuestro tiempo». Esto dio ocasión a Juan Pablo II para tocar el tema del alma humana como imagen de Dios, siguiendo al Doctor Humanitatis:

«Camina, camina –decía Heráclito–, quizás jamás llegarás a alcanzar los confines del alma, por más que recorras sus senderos. Tan profundo es su logos». Y de hecho –como decía Santo Tomás (S. Th., I, q. 3, a. 1, ad 2; q. 93, a. 2; a. 4, ad 1; q. 6, ad 2; I-II, prol.; I Sent., d. 3, q. 3; II Sent. d. 16, q. 3; d. 39, q. 1, a. 1, ad 1; C. Gent., 4, c. 26, De Ver., q. 10, a. 7)–, es precisamente en el alma donde se encuentra la «imagen de Dios», que hace al hombre «semejante» al Creador; y, por eso, gracias al alma existe en el hombre –creatura finita– una cierta infinitud. Si no en sus propias acciones, sí en sus aspiraciones[1].

Relacionada con los problemas de nuestro tiempo, es particularmente relevante la cuestión de la cognoscibilidad del alma, frente a las filosofías materialistas que imposibilitan esto por principio, o las filosofías superficiales que, por falta de una metafísica que llegue al fundamento de la realidad, no pueden dar soluciones ciertas al problema. Con respecto a esto decía San Juan Pablo II:

El conocimiento de poseer un alma tiene algo de paradójico, porque parece ser un dato casi inmediato y evidente de la experiencia interior, vital y existencial, y al mismo tiempo, como he dicho, un problema teorético muy oscuro y difícil, en el cual naufragaron –es un decir– hasta grandes pensadores[2]. Santo Tomás expresa muy bien esta doble y sorprendente constatación, cuando dice: Secundum hoc scientia de anima est certissima, quod unusquisque in seipso experitur se animam habere et actus animae sibi inesse; sed cognoscere quid sit anima difficillimum est (De Ver., q. 10, a. 8, ad 8), y añade: Requiritur diligens et subtilis inquisitio (S. Th., I, q. 87, a. 1)[3].

Gracias a la tesis Aristotélica de la inmanencia de la única forma sustancial, como acto, en la materia que la recibe como potencia, Santo Tomás zanjó definitivamente cualquier mala inteligencia de la relación entre alma y cuerpo, sea la reducción del «hombre» a uno de los coprincipios, o la unión accidental de los mismos:

como se sabe, con su famosa doctrina del alma espiritual como «forma sustancial» del cuerpo, Santo Tomás solucionó el arduo problema de la relación entre el alma y el cuerpo que salvase, por una parte la distinción de los componentes esenciales, y por otra la unidad del ser personal del hombre. Y es igualmente sabido que esta doctrina, y también la de la inmortalidad del alma humana, fue confirmada por dos sucesivos Concilios Ecuménicos (Lateranense IV y V), y después pasó a ser patrimonio de la fe católica.

Esta última afirmación debería ser muy sopesada, no solo por sus consecuencias para la antropología filosófica y teológica, sino para la «filosofía» de Santo Tomás como tal, algunas tesis de la cual, como recuerda el Papa, son parte del Depositum fidei. Tal patrimonio es perenne, y por esto mismo encontrará siempre una ratificación –y nunca una rectificación– con el progresar del Magisterio. Tal es el caso del Concilio Vaticano II, como añade el Papa:

La doctrina antropológica como «la unidad del alma y del cuerpo» ha sido tomada de nuevo por el Concilio Vaticano II; por tanto, este Concilio puede encontrar en el pensamiento del Doctor Angélico un intérprete particularmente adecuado[4].

P. Lic. Pablo Trollano IVE

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[1]Discurso (4 de enero de 1986), 2.

[2] Que en esta materia naufragaron hasta grandes pensadores, parece más que un decir. Se sabe que entre las tesis más controvertidas de Santo Tomás, en vida y después de su muerte, está la unicidad de la forma sustancial y la simplicidad de la forma espiritual (alma-ángel). En el caso del hombre, esta tesis era particularmente importante por sus consecuencias. Sin pretender entrar en una polémica ya pasada y sobre la cual el Magisterio se ha declarado ya definitivamente, citamos nada más algunos textos de San Buenaventura sobre el alma, sobre todo para ilustrar la muy diferente perspectiva desde otra filosofía:

Super Sent. II, d. 17, a. 1, q. 2, resp: «Sed cum planum sit animam rationalem posse pati et agere et mutari ab una proprietate in aliam et in se ipsa subsistere; non videtur, quod illud sufficiat dicere, quod in ea sit tantum compositio ex quo est et quod est, nisi addatur esse in ea compositio materiae et formae», (Quaracchi t. 2, 414b) [Pero como sea manifiesto que el alma racional pueda padecer, obrar, mudar de una propiedad en otra, y subsistir en sí misma; no parece suficiente decir que en ella haya solamente composición de quo est y quod est, a no ser que se añada en ella la composición de materia y forma]; «…anima rationalis… habet intra se fundamentum suae existentiae et principium materiale, a quo habet existere, et formale a quo habet esse», (Quaracchi t. 2, 414b-415a) [el alma racional tiene en sí el fundamento de su existencia y el principio material, por el cual tiene el existir, y formal, por el cual tiene el ser].

Super Sent. II, d. 18, a. 2, q. 1, ad 1: «non tamen eius individuatio est a corpore, sed a propriis principiis, materia scilicet et forma sua, quas de se habet, sicut in se subsistit», (Quaracchi t. 2, 447a) [sin embargo su individuación no es a partir del cuerpo, sino por sus propios principios, es decir por su materia y forma, las cuales tiene por sí, así como subsiste en sí].

Referido al Ángel: Super Sent. II, d. 3, P. 1, a. 1, q. 1, arg. 2: «nihil idem et secundum idem agit et patitur; sed Angelus idem agit et patitur: ergo habet aliud et aliud principium, secundum quod agit et secundum quod patitur. Sed principium, secundum quod agit, est forma, principium vero, secundum quod patitur, non potest esse nisi materia», (Quaracchi t. 2, 89ab) [una misma cosa no obra y padece según lo mismo; pero el mismo Ángel obra y padece según lo mismo: por lo tanto, tiene distintos principios según obre o según padezca. El principio según el cual obra es la forma, el principio según que padece, no puede ser si no la materia].

[3] Discurso (4 de enero de 1986), 2. [Según esto el conocimiento acerca del alma es certísimo, porque cada uno experimenta es sí mismo tener un alma, y que el acto del alma inhiere en sí mismo; pero conocer qué sea el alma, es lo más difícil], [es necesaria una diligente y sutil inquisición].

Es muy llamativo que el P. Fabro en el libro LAnima (1955), al hablar justamente del conocimiento del alma, después de citar el mismo paso anterior de Heráclito, cita también los mismos textos de Santo Tomás que Juan Pablo II usa aquí, ¿habrá usado el Papa este trabajo de Fabro para su discurso?: cf. LAnima, Edivi 2005, 107-108. Ver también In I Sent., d. 3, q. 1, a. 2, ad 3: «anima sibi ipsi praesens est; tamen maxima difficultas est in cognitione animae», Mandonnet I, 95. [El alma está presente a sí misma, sin embargo la dificultad para conocer el alma es máxima].

[4] Discurso (4 de enero de 1986), 3.

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