Castidad, virginidad y filosofía, por Cornelio Fabro

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

Cornelio Fabro 4

En el orden de las cosas hay una afinidad innata y casi connatural entre castidad y filosofía. La filosofía es el elevarse de lo múltiple al Uno, de lo compuesto al Simple, de lo móvil y siempre cambiante a la Fuente perenne e inmutable; por esto el abstraerse y purificarse de toda forma de apego sensible y material es la castidad esencial del pensamiento esencial. En ella vinieron a menos aquellos filósofos condenados por San Pablo: «…como inexcusables, porque habiendo conocido a Dios no lo glorificaron como Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y su insensato corazón fue envuelto de tinieblas. Diciendo ser sabios vinieron a ser necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la reproducción de imágenes que representan al hombre corruptible, aves, cuadrúpedos y reptiles». Y la pena, continúa el texto que es todo centelleo de la ira y justicia divina, fue correspondiente al pecado de una inteligencia vuelta infiel a su misión originaria, y manchada con la idolatría de la materia: «Por esto Dios los abandonó a las concupiscencias de su corazón, a la obscenidad de deshonrar entre ellos sus propios cuerpos, ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y dieron culto a la creatura antes que al Creador, el cual sea bendito por los siglos, amen» (Rom 1, 21-25). Y el terrible texto describe la abominación de tales conciencias depravadas por el abandono de la búsqueda del único Dios sapientísimo, espíritu puro, del cual el hombre había participado en sí la chispa viva de la inteligencia y del amor.

Ya desde el principio la filosofía había emprendido resueltamente su camino esencial de volverse al Uno en la renuncia gradual a la realidad material, llevada hasta la inmolación mística de la propia carne y a la renuncia a su continuación en el tiempo mediante la ascesis de la castidad perfecta que es la virginidad. Tales, por ejemplo, fueron los Presocráticos y los Pitagóricos; para ellos, como para Heráclito, el alma era una partícula del fuego divino, eternamente inmortal, la cual por una fatalidad ligada a una culpa antigua había sido encerrada en la cárcel del cuerpo, del cual debía purificarse y liberarse para retornar a la luz en las esferas supernas. Nada más natural, por esto, entre los adeptos de las sectas pitagóricas, que la profesión de la castidad perfecta, un tema que ya había aflorado en los grandes trágicos (por ej. Sófocles en Antígona) y que retornará dilatándose en varias escuelas al inicio de la era cristiana, sobre todo en la herejía encrática. Platonismo y neoplatonismo han tomado aquí la concepción del dualismo y de la oposición entre alma y cuerpo, de la cual surge la evasiva de abandonar este mundo para correr «solos hacia el Solo», como terminan las Enéadas de Plotino. Y no por nada, y a honor supremo de la filosofía, justamente un filósofo musulmán, y aquel más sospechoso de ortodoxia religiosa como Averroes, recomienda en el Comentario a la Física de Aristóteles la castidad perfecta como medio indispensable para avanzar en la vida del espíritu. Por tanto, no sorprende como aún en el Islam, sobre todo bajo el influjo del místico Algazel, haya florecido la ascesis de la virginidad en forma de vida monástica y religiosa del todo afín a la cristiana que por aquellos siglos florecía en Oriente.

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A menudo, en la filosofía moderna el problema moral, a diferencia que en el pensamiento clásico y medieval, pasa a segundo plano y llega a ser por esto más funcional y derivado que constitutivo de la elevación del espíritu para fundarse en su pura autenticidad. Es la deletérea identidad o identificación de pensamiento y ser o de esencia y existencia, afirmada por el principio de inmanencia, que dejará en la sombra el problema de la virginidad. Lo dejará sobre todo toda filosofía colectivista o toda teoría de la «masa», la cual, como hace especialmente el idealismo, ve en el Todo y en la totalidad de muchos el sujeto de la verdad, y reduce al Individuo a un momento suyo transeúnte. Es de notar que ha sido sobre todo Kierkegaard el que mostró la conexión necesaria, en polémica con el idealismo imperante, entre Individuo y Persona delante de Dios, y por esto entre Persona y castidad, entre Cristianismo y celibato, sobre todo entre celibato y la sagrada misión del sacerdote, en una fiera polémica con el Protestantismo.

En esta lucha con la cristiandad mundanizada de su tiempo, que toca los vértices más altos de la exasperación en la última polémica contra el Cristianismo mundanizado de Mynster-Martensen, él (Kierkegaard) había encontrado un aliado en Schopenhauer, que justamente en aquel período de tiempo (1854-55) estaba leyendo. En efecto, el tema de la virginidad y del celibato forma amplia parte del capítulo 48 de la segunda parte del Mundo como voluntad y representación, dedicada a los «Suplementos» de la primera parte de carácter más sistemático. En su pesimismo radical, él (Schopenhauer) se aproxima, no sólo a aquellas filosofías antiguas, sino también a los místicos cristianos como Madame Guyón, Angelo Silesio, el Maestro Eckhart, y por último a la misteriosa Theología deutsch y al propio San Francisco de Asís, que él, con gusto discutible avecina a las vaporosas especulaciones sobre la nada de las religiones orientales, especialmente del Budismo; sin caer en la cuenta que el mismo «Cántico de las creaturas» es la más alta glorificación de la naturaleza como creación de Dios y a gloria de Dios, y por tanto en antítesis con aquella «tendencia anticósmica» que él pone en el fondo de su filosofía. Esto no quita que su elogio del Cristianismo sea sincero y le reconozca en esta materia el primado al Catolicismo, como el mismo Kierkegaard, sobre el protestantismo mundanizado y «…completamente dañado y corrupto por la miserable hegelería: esta escuela de vulgaridad, esta infección de necedad y de ignorancia, esta sofística que daña las cabezas».

En la defensa del celibato cristiano y católico, como exigencia genuina del Evangelio, Schopenhauer trae el testimonio explícito de Stauss, en su Leben Jesu, él nota que todos los Padres, empeñados en la lucha contra los encráticos que condenaban el matrimonio, exaltan la virginidad, y consideran al matrimonio como una concesión contra la concupiscencia derivada del pecado original. Y se complace en citar la siguiente declaración del católico racionalista Carové (Sobre la ley del celibato, 1832), contrario al celibato: «Siguiendo la opinión de la Iglesia, como se lee en los Padres de la Iglesia, en las instrucciones sinodales y papales y en innumerables escritos de fieles católicos, la castidad permanente es llamada una virtud divina, celeste, angélica, y la adquisición de la gracia divina es hecha depender de la seria invocación de ella». Esta doctrina agustiniana ha tenido la aprobación, continúa Schopenhauer, del Concilio de Trento, ha sido defendida por San Pedro Canisio, y permanece constante hasta hoy; y cita la revista El Católico (junio 1831) en la cual se dice: «En el catolicismo se ve la observancia de una “eterna castidad”, por voluntad de Dios como el más alto mérito del hombre…». El Concilio Tridentino ha removido sobre esto toda duda posible. Importante es el comentario que goza de la completa aprobación de nuestro filósofo: «Por tanto, debe ser admitido por toda persona sin prejuicio, no sólo que la doctrina expresa de los católicos es realmente católica, sino también que las demostraciones adoptadas deben ser inconfutables para una razón católica, porque tales razones han sido sacadas de las concepciones fundamentales de la iglesia sobre la vida y su destino». Y aprueba, junto al abad Zacarías, citado por la revista católica, que el celibato (y no la «ley» del celibato) deriva directamente de la doctrina de Cristo y del apóstol Pablo.

Observa Schopenhauer, también de acuerdo en esto con Kierkegaard, que los ataques contra el celibato provienen de una concepcion del Cristianismo de tendencia judaizante, antiascética, optimista y terrena. Y aquí está también el error del Protestantismo. En efecto «…el protestantismo, eliminando la ascésis y su punto central, que es la meritoriedad del celibato, ya ha rechazado el nucleo esencial más íntimo del cristianismo, y por esto debe ser considerado como un alejamiento del mismo». Esto, comenta con ironía, se ha verificado en nuestros días con su gradual descenso al bajo racionalismo, este moderno pelagianismo, el cual al fin desemboca en una doctrina de un padre amoroso que ha hecho el mundo para que todo surga de él del mejor modo… Esta puede ser, concluye correspondientemente a la suerte de Kierkegaard que se atrajo la ira colegial de los pastores de Dinamarca, una buena religión para los cómodos, ayuntados, y esclarecidos pastores protestantes, pero no es cristianismo. De aquí la crítica a Lutero y la exaltación del estado monástico.

En su pesimismo, como se sabe, Schopenhauer va más allá, y afirma que en y mediante la castidad perfecta, el hombre llega a destruir en sí aquella avidez de vivir que es el pecado, o más bien, la pecaminosidad de la existencia misma; y esta no es por cierto la doctrina del Cristianismo. Pero es sintomática esta su defensa ardiente de la virginidad como medio y condición para el florecer del espíritu en su aspiración esencial de arrojarse en Dios.

(1967)

[Publicado en Momenti dello Spirito, vol. II, Assisi 1983, 366-369].

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