CAPÍTULO XXXVI
Solución de las razones aducidas por parte de las cosas hechas
Asimismo, tampoco hay nada por parte de la criatura que nos induzca necesariamente a afirmar su eternidad (cf. c. 33). Pues:
La necesidad de existir que hay en las criaturas, de donde se toma la “primera razón” para esto es la necesidad del orden, según se probó en capítulos precedentes (capítulo 30). Pero la necesidad del orden no exige la existencia sempiterna de lo que tiene tal necesidad, como se ha mostrado antes (cc. 30 y 31). Porque, aunque la substancia celeste, por carecer de potencia al no‑ser, incluya necesidad de ser, sin embargo, esta necesidad es posterior a su substancia. De donde, una vez producida su substancia, tal necesidad lleva consigo la imposibilidad de no ser; pero no se da tal imposibilidad de que no exista el cielo si se trata de la producción de su misma substancia.
Del mismo modo, también la capacidad de ser siempre, por la que argumentaba la “segunda razón”, presupone la producción de la substancia. Por esto, cuando se trata de la producción de la substancia celeste, tal potencia de sempiternidad no puede ser argumento suficiente.
Tampoco la “razón dada a continuación” nos fuerza a admitir la sempiternidad del movimiento. Pues ya quedó claro que es posible que Dios produzca algo nuevo no sempiterno sin que se mueva al obrar. Si, pues, es posible que sea hecho por El algo nuevo, es evidente que también puede moverse; pues la novedad del movimiento responde a la voluntad eterna de que no exista siempre el movimiento.
También la tendencia de los agentes naturales a perpetuar sus especies, de lo cual partía la “razón cuarta”, presupone ya producidos los agentes naturales. Por lo que esta razón no tiene lugar sino en las cosas producidas ya en el ser, pero no cuando se trata de la producción de las cosas. -Por otra parte, si es necesario admitir una generación que dure perpetuamente o no, se probará más adelante (cf. 1. 4, c. últ.).
La “razón quinta”, fundada en el argumento del tiempo, más bien supone la eternidad del movimiento que la prueba. Pues siguiendo el antes y el después y la continuidad del tiempo al antes y al después y a la continuidad del movimiento, según la doctrina de Aristóteles (“Fís.”, IV), está claro que el mismo instante es el principio del futuro y el fin del pretérito, porque cualquier indicación en el movimiento es principio y fin de las diversas partes del movimiento. Por lo que no será necesario que todo instante de este género exista, a no ser que toda indicación recibida en el tiempo sea medio entre el antes y el después del movimiento, lo cual es suponer el movimiento sempiterno. Pero, suponiendo que el movimiento no es sempiterno, se puede decir que el primer instante del tiempo es principio del futuro y no fin de pretérito alguno. Y no va contra la sucesión del tiempo el suponer en el mismo algún “ahora” principio y no fin, por aquello de que la línea, en la cual se admite un punto que es principio y no fin, es estática y no dinámica; porque también en un movimiento particular, que no es estático, sino dinámico, se puede señalar algo como principio del movimiento solamente y no como fin; pues de otro modo todo movimiento sería perpetuo, lo cual es imposible.
El poner antes el no‑ser del tiempo que su ser, dado que haya comenzado el tiempo, no nos fuerza a confesar que defendamos que el tiempo exista en el instante en que se afirma que no existe, como concluía la “razón sexta”. Porque el antes d esta dicción: “antes de que existiese el tiempo”, no supone parte alguna de tiempo en la realidad, sino tan sólo en la imaginación; y al decir que el tiempo tiene existencia “después de la no‑existencia”, entendemos que no hubo parte alguna ce tiempo antes de este ahora indicado como, cuando decimos que “sobre e firmamento nada hay”, no entendemos que haya lugar fuera del firmamento del que pueda decirse que está sobre el firmamento, sino que no hay lugar superior a él. Mas por ambas partes la imaginación puede añadir a la cosa existente alguna medida; por cuya razón, así como no se puede admitir una cantidad corpórea infinita, como se dice en el libro III de los “Físicos”, así tampoco un tiempo eterno.
La necesidad que tiene la verdad de las proposiciones que es necesario que conceda aun el que niega tales proposiciones, de la cual partía la “razón séptima”, es la que hay entre el predicado y el sujeto. De donde no fuerza a concluir que haya existido alguna cosa siempre, a no ser quizás el entendimiento divino, en el que está la raíz de toda verdad, como se demostró en el primer libro (c. 62).
Queda claro, por tanto, que las razones deducidas por parte de las criaturas no fuerzan a admitir la eternidad del mundo.
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