CAPÍTULO XXXII: Nada se predica unívocamente de Dios y de los otros seres

CAPÍTULO XXXII

Nada se predica unívocamente de Dios y de los otros seres

Es evidente, atendiendo a lo dicho, que nada puede predicarse unívocamente de Dios y de los otros seres.

El efecto que no recibe una forma específicamente semejante a aquella con la que el agente obra, no puede recibir el nombre procedente de la forma, en sentido unívoco; pues no se dice en sentido unívoco “cálido” refiriéndose al fuego producido por el sol y al mismo sol. Ahora bien, las formas de los seres causados por Dios no llegan a imitar específicamente la virtud divina, porque reciben, separadamente y en particular, lo que en Dios es universal y simple. Es, por lo tanto, claro que de Dios y de los otros seres nada puede predicarse unívocamente.

Si un efecto alcanza la especie de la causa, no conseguirá denominación unívoca, si no recibe la forma según el mismo modo de ser que la especie. No se dice, por ejemplo, “casa” unívocamente de la que concibe el arte y de la que está en la materia, porque la forma de la casa tiene ser distinto en una y en otra. Ahora bien, los otros seres, aunque consiguiesen una forma totalmente semejante, no la tendrían según el mismo modo de ser, pues en Dios, como ya quedó demostrado, nada hay que no sea el propio Ser divino, y esto no acontece en los otros seres. Es, en consecuencia, imposible que algo se predique unívocamente de Dios y de los otros seres.

Todo lo que se predica unívocamente de muchos no puede ser más que género, especie, diferencia, accidente o propio. Pero hemos probado ya que de Dios nada puede predicarse a manera de género o diferencia, y, por lo tanto, tampoco como definición o especie que consta de género y diferencia. Además, se ha demostrado también que nada le es accidental, y, por lo tanto, nada se predica de Dios ni como accidente ni como propio, pues el propio pertenece al género de lo accidental. Se concluye, pues, que nada se predica unívocamente de Dios y de los demás seres.

Lo que se afirma unívocamente de muchos es más simple que ellos, a lo menos conceptualmente. Pero es imposible que haya algo más simple que Dios, ni en la realidad ni conceptualmente. Nada, por lo tanto, se afirma unívocamente de Dios y de los restantes seres.

Todo lo que se predica unívocamente de muchos conviene a cada uno de ellos por participación: la especie, en efecto, participa del género y el individuo de la especie. Pero a Dios nada se puede atribuir por participación, pues todo lo que se participa es determinado al modo del ser participado, y así se posee parcialmente y no con toda perfección. Es necesario, en consecuencia, que nada se predique unívocamente de Dios y de los otros seres.

Es cierto que lo que se afirma de muchos en orden de prioridad y posterioridad no se predica unívocamente; porque lo anterior se incluye en la definición de lo posterior; la “substancia”, por ejemplo, se incluye en la definición de accidente, en cuanto es ser. Si, pues, el “ser” se dijera unívocamente de la substancia y del accidente, la substancia entrarla en la definición del ser, en cuanto se predica de la substancia. Esto es evidentemente imposible. Ahora bien, de Dios y de los otros seres nada se predica en un mismo orden, sino en orden de anterioridad y posterioridad. Como quiera que de Dios todo se predica esencialmente, al decir que es, expresamos la esencia misma, y diciendo que es bueno indicamos la bondad misma. En cambio, a los demás seres se atribuyen las perfecciones por participación; se dice, por ejemplo, que Sócrates es hombre, pero no para afirmar que sea la humanidad misma, sino que participa de la humanidad. Por tanto, es imposible afirmar algo unívocamente de Dios y de los otros seres.

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