CAPÍTULO XXXII: Del error de Arrio y de Apolinar acerca del alma de Cristo

CAPÍTULO XXXII

Del error de Arrio y de Apolinar acerca del alma de Cristo

Vemos que algunos no sólo pensaron equivocadamente acerca del cuerpo de Cristo, sino también acerca de su alma.

Pues sostuvo Arrio que en Cristo no hubo alma, sino que sólo asumió la carne, a la que sirvió de alma la divinidad. Y parece ser que se vio forzado a afirmarlo por cierta necesidad. Pues, queriendo afirmar que el Hijo de Dios era criatura y menor que el Padre, tomó para probarlo aquellos testimonios de las Escrituras que muestran en Cristo la flaqueza humana. Y para que nadie rechazara su prueba, diciendo que los testimonios invocados por él no convenían a Cristo según la naturaleza divina, sino según la humana, maliciosamente le negó a Cristo el alma, a fin de que, no pudiendo atribuir ciertas cosas al cuerpo humano, como el que se admiró, temió, oró, fuese necesario deducir de ahí una conclusión en menoscabo del mismo Hijo de Dios. Y para fundar su opinión, adujo las ya citadas palabras de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne”, de las que quiso inferir que el Verbo había asumido solamente la carne, pero no el alma. Y en esto le siguió también Apolinar.

Mas lo que ya llevamos dicho demuestra que es imposible tal opinión. En efecto, probamos antes (l. 1, c. 27) que Dios no puede ser forma del cuerpo. Por lo tanto, como el Verbo de Dios es Dios, según queda demostrado (c. 3), es imposible que el Verbo de Dios sea forma del cuerpo, de modo que pueda hacer las veces del alma para el cuerpo.

Este argumento vale ciertamente contra Apolinar, quien confesaba que el Verbo de Dios era verdadero Dios; y, a pesar de que Arrio lo negara, también vale contra él. Ni Dios ni cualquiera de los espíritus supra celestes -entre los cuales, según Arrio, era el principal el Hijo de Dios- pueden ser forma del cuerpo, a no ser, quizás, en la opinión de Orígenes, quien afirmó que las almas humanas son de la misma especie y naturaleza que los espíritus supra celestes; opinión cuya falsedad demostramos más arriba (l. 4, cc. 94, 95).

Además, suprimiendo lo esencial del hombre, no puede haber hombre verdadero. Y es evidente que el alma es lo principal de la esencia del hombre, ya que es su forma. En consecuencia, si Cristo no tuvo alma, no fue verdadero hombre, sin embargo, el Apóstol le llama hombre, diciendo: “Uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús”.

No sólo lo esencial, sino también cada una de las partes del hombre dependen del alma; por eso, desaparecida el alma, el ojo, la carne y huesos del hombre muerto, se dicen tales equívocamente, como el ojo pintado o de piedra. Si, pues, en Cristo no hubo alma, tampoco hubo verdadera carne o cualquiera parte del hombre, y, sin embargo, el Señor demuestra tenerlas, diciendo: “El espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”.

Lo que es engendrado de algún viviente no Puede llamarse hijo suyo si no procede en la misma especie. Por ejemplo, el gusano no es hijo del animal del cual se genera. Ahora bien, si Cristo no tuvo alma, no fue de la misma especie que los demás hombres, puesto que los que difieren según la forma no pueden ser de la misma especie. Luego no podría decirse que Cristo fuera Hijo de María Virgen o que ésta fuese madre suya, siendo así que tal cosa se afirma en la Escritura evangélica.

En el Evangelio se dice expresamente que Cristo tuvo alma. Por ejemplo: “Triste está mi alma hasta la muerte”; y “Ahora mi alma se siente turbada”.

Y para que no digan, quizás, que el mismo Hijo de Dios se llama alma en razón de que, según su teoría hace las veces del alma para el cuerpo, hay que tener en cuenta lo que dice el Señor: “Tengo poder para dar mi alma y para volver a tomarla”; de lo que se infiere que en Cristo había algo distinto del alma, lo cual tenía poder de dar su alma y de volverla a tomar. Pero el cuerpo no tenía poder para unirse al Hijo de Dios o separarse de Él, pues esto excede incluso el poder de la naturaleza misma. Por tanto, es preciso colegir que en Cristo una cosa era el alma y otra la divinidad, en cuyo mérito se le atribuyó tal poder.

La tristeza, la ira y otras pasiones semejantes pertenecen al alma sensitiva, como se ve por el Filósofo en el VII de los “Físicos”. Sin embargo, por el Evangelio se comprueba que tales pasiones existieron en Cristo. Es preciso, pues, que hubiera en Cristo alma sensitiva, la cual evidentemente se diferenciara por completo de la naturaleza divina del Hijo de Dios.

Mas como podría decirse que en el Evangelio se dice de Cristo todo lo humano metafóricamente, tal como se aplica a Dios en muchos lugares de la Sagrada Escritura, será necesario partir de algo que se entienda como dicho en sentido propio. Pues bien, así como las demás cosas Corporales que cuentan de Cristo los evangelistas se entienden propia y no metafóricamente, así también es preciso que no entendamos metafóricamente el que comió o que tuvo hambre. Pero sólo tiene hambre quien tiene alma sensitiva, pues el hambre es gana de comer. Luego es necesario que Cristo tenga alma sensitiva.

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