CAPÍTULO XXVI: En Dios no hay más que tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo

CAPÍTULO XXVI

En Dios no hay más que tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo

De todo lo cual es preciso colegir que en la naturaleza divina subsisten tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que estas tres son un solo Dios, distintas solamente por sus mutuas relaciones. Pues el Padre se distingue del Hijo por la relación de paternidad y por la carencia de origen; el Hijo se distingue del Padre por la relación de filiación; el Padre y el Hijo se distinguen del Espíritu Santo por la espiración, por decirlo así; y el Espíritu Santo se distingue del Hijo por la procesión de amor con que procede de ambos.

Y fuera de estas tres personas no puede ponerse una cuarta en la naturaleza divina. En efecto, las personas divinas, por convenir en la esencia, no pueden distinguirse si no es por relación de origen, según dijimos antes (c. 24). Es así que estas relaciones de origen conviene considerarlas, no según una procesión que tienda a lo exterior -pues, así, el que procede no sería coesencial a su principio-, sino que es preciso que permanezca en lo interior. Pero que algo proceda, permaneciendo dentro de su principio, sucede solamente en la operación del entendimiento y de la voluntad, según se ve por lo dicho (capítulos 11, 19). Por lo cual las personas divinas no pueden multiplicarse sino según lo exija la procesión del entendimiento y de la voluntad en Dios. Pero no es posible que en Dios haya más que una procesión según el entendimiento, puesto que su entender es uno y simple y perfecto, ya que, entendiéndose, entiende todas las demás cosas; y así no puede haber en Dios más que una procesión del Verbo. E igualmente es preciso que la procesión de amor sea una sola, porque también el querer divino es uno y simple, puesto que amándose ama todo lo demás. No es, pues, posible que haya en Dios más de dos personas que procedan: una por vía de entendimiento, como el Verbo, es decir, el Hijo; y otra por vía de amor, a saber, el Espíritu Santo. Es también una sola la persona que no procede, es decir, el Padre. Por lo tanto, en la Divinidad solamente puede haber tres personas.

Además, si las personas divinas se distinguen según la procesión y el modo de la persona, en cuanto a la procesión, no puede ser sino triple, a saber: o que sea absolutamente no procedente, y es el Padre; o procedente del no procedente, y es el Hijo; o procedente del procedente, y es el Espíritu Santo. Es imposible, en consecuencia, que haya más de tres personas.

Porque, aunque en los demás vivientes puedan multiplicarse las relaciones de origen, como por ejemplo: hay en la naturaleza humana muchos padres y muchos hijos, esto es completamente imposible en la naturaleza divina. Porque la filiación, por ser en una naturaleza de una sola especie, no puede multiplicarse sino por parte de la materia o sujeto, según ocurre con las demás formas. Por lo cual, como quiera que en Dios no hay materia o sujeto, y las mismas relaciones son subsistentes, según dijimos antes (c. 14), es imposible que en Dios haya muchas filiaciones. Y la misma razón vale para lo demás. Por tanto, en Dios sólo hay tres personas.

Y si alguien objeta diciendo que el Hijo, por ser perfecto Dios, tiene virtud intelectiva perfecta y así puede producir verbo, e igualmente, por tener el Espíritu Santo bondad infinita, que es principio de comunicación, puede comunicar la naturaleza divina a otra persona divina, debe considerar que el Hijo es Dios como engendrado, mas no como engendrante; por tanto, en Él está la virtud intelectiva como está en quien procede como verbo, pero no como en quien produce verbo. E igualmente, por ser el Espíritu Santo Dios como quien procede, en Él está la bondad infinita como está en la persona que la recibe, mas no como está en quien comunica a otra la bondad infinita. Pues sólo se distinguen entre sí por las relaciones, según consta por lo dicho (cc. 14, 24). Luego en el Hijo está toda la plenitud de la divinidad y en igual medida como está en el Padre, pero con relación de natividad, así como en el Padre está con relación de generación activa. Por lo cual, si la relación del Padre se atribuyera al Hijo, desaparecería toda distinción. Y lo mismo hay que decir del Espíritu Santo.

Y de esta Trinidad podemos ver cierta semejanza en el entendimiento humano. Porque el mismo entendimiento, en cuanto que se entiende en acto, concibe en sí mismo su verbo, que no es otra cosa más que la misma intención inteligible de la mente, llamada también “mente entendida”, existente en ella. La cual, por amarse también a sí misma, se produce a sí misma en la voluntad como objeto amado. Pero no procede más allá dentro de sí, sino que se encierra en un círculo, cuando por amor vuelve a la misma substancia de la que había empezado a proceder mediante la intención entendida; habiendo, sin embargo, procesión hacia los efectos exteriores cuando por amor de sí tiende a hacer algo. Y así hallamos tres cosas en la mente: la mente misma, que es principio de la procesión en cuanto que permanece en su naturaleza; la mente concebida en el entendimiento y la mente amada en la voluntad. Sin embargo, estas tres cosas no son una sola naturaleza, porque el entender de la mente no es su ser, como tampoco su querer es su ser o su entender. Y, por lo mismo, ni la mente entendida ni la mente amada son personas, puesto que no son subsistentes. Y tampoco es persona la mente misma, en cuanto que permanece en su naturaleza, por no ser un todo subsistente, sino parte de un subsistente, a saber, el hombre.

Luego en nuestra mente se halla una semejanza de la Trinidad divina en cuanto a la procesión “que repite la Trinidad”; pues por lo dicho se ve que en la naturaleza divina hay Dios ingénito, que es principio de toda procesión divina, es decir, el Padre; y Dios engendrado, como Verbo concebido en el entendimiento, a saber, el Hijo; y Dios que procede como Amor, es decir, el Espíritu Santo; y fuera de éstas no hay dentro de la naturaleza divina ninguna otra procesión, sino la que tiende a los efectos exteriores. No obstante, nuestra mente falla en la representación de la Trinidad en que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son de una misma naturaleza y cada uno de ellos es persona perfecta, ya que el entender y querer de Dios son su mismo ser divino, según se ha demostrado (l. 1, cc. 45, 73). Por lo cual la semejanza de Dios se ve en el hombre como se ve en la semejanza de Hércules en la piedra, en cuanto a la representación de la forma, no en cuanto a la conveniencia de naturaleza. Por esto se dice también que en la mente del hombre está la imagen de Dios, según aquello: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

También en las demás cosas hallamos cierta semejanza de la Trinidad, en cuanto que toda cosa es una en su substancia, y es formada por cierta especie y tiene algún orden. Ahora bien, es evidente por lo dicho (capítulos 11, 19) que la concepción del entendimiento en el ser inteligible es como la información de la especie en el ser natural; y el amor es como la tendencia o el orden en la cosa natural. Por lo tanto, también las especies de las cosas naturales representan remotamente al Hijo; y el orden, al Espíritu Santo. Y por eso, en razón de esta remota y obscura representación en las cosas irracionales, se dice que hay en ellas un “vestigio” de la Trinidad, pero no una “imagen”, según aquello: “¿Acaso comprenderás los vestigios de Dios…?”

Y baste con lo dicho hasta el presente acerca de la Trinidad divina.

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