CAPÍTULO XXVI
Dios no es el ser formal de todas las cosas
Con la doctrina anterior se refuta el error de quienes afirmaron que Dios no es más que el ser formal de todas las cosas.
El ser formal se divide en ser substancial y accidental. Pero el Ser divino no es el ser de la substancia ni tampoco del accidente, como se probó. Luego es imposible que Dios sea el ser por el que cada cosa se constituye formalmente.
Las cosas no se distinguen entre sí por lo que tienen de ser, pues en esto convienen todas. Luego, si las cosas se diferencian entre sí, es preciso o que el ser tal se especifique por algunas diferencias añadidas, de modo que a la diversidad de cosas corresponda un ser específicamente diverso, o que las cosas se diferencien porque el ser se comunique a naturalezas específicamente diversas. Lo primero es imposible, porque al ente nada se le puede añadir conforme añadimos la diferencia al género, como se dijo. Luego sólo resta que las cosas se diferencien porque tienen diversas naturalezas, mediante las cuales reciben el ser diversamente. Mas el Ser divino, como es su propia naturaleza, no puede juntarse con ninguna, como se demostró. Pues, si el Ser divino fuera el ser formal de todo, sería necesario resolver todo en la unidad absoluta.
El principio es por naturaleza anterior a lo principiado. Pero en algunas cosas el ser es un cuasi‑principio; pues se dice que la forma es principio del ser; como el agente, que da el ser actual a algunas cosas. Luego si el Ser divino es el ser de todas las cosas, síguese que Dios, que es su propio Ser, tendrá alguna causa; y dejará necesariamente de existir por sí mismo.
Pero tal conclusión es contraria a lo probado más arriba.
Lo que es común a muchos seres es algo que no está fuera de ellos sino conceptualmente. “Animal”, por ejemplo, es algo que no existe fuera de Sócrates, Platón y otros animales, sino en el entendimiento que aprehende la forma de animal despojada de todas las notas individuantes y especificantes; el hombre es quien verdaderamente es animal; de lo contrario se seguiría que en Sócrates y Platón habría muchos animales, es decir, el mismo animal común, y el hombre común, y el mismo Platón. Mucho menos, pues, es algo el mismo ser común, si no es sólo conceptualmente, fuera de las cosas existentes. Si, pues, Dios es el ser común, no será más que un ser conceptual. Pero se ha probado que Dios es algo que existe no sólo en el entendimiento, sino también en la realidad (c. 13). No es Dios, por lo tanto, el ser común de todas las cosas.
La generación, propiamente hablando, es camino hacia el ser; y la corrupción, hacia el no ser; la forma, en efecto, no es término de la generación, y la privación no es término de la corrupción sino porque a forma produce el ser, y la privación el no ser. Admitido que una forma no produce el ser, no se diría que es engendrado lo que recibiera tal forma. Si, pues, Dios es el ser formal de todas las cosas, hay que concluir que es término de una generación. Y esto es falso, por ser Dios eterno, como más arriba se ha demostrado (c. 15).
Además, resulta que el ser de cada cosa será eterno. Luego no habrá ni generación ni corrupción. Porque, si existe, es necesario que, existiendo antes que una cosa, se reciba de nuevo. Luego, o será anterior a algo existente o no lo será en absoluto. En el primer caso, como el ser de todos los existentes es único, según la citada opinión, resultará que al ser engendrada una cosa no recibirá un nuevo ser, sino un nuevo modo de ser; y esto no es generación, sino alteración. Pero, si de ningún modo existía antes, se seguirá que se ha hecho de la nada; lo cual es contrario a la razón de generación. Luego esta opinión destruye totalmente la generación y la corrupción. Lo que manifiesta su imposibilidad.
La Sagrada Escritura reprueba también este error, al afirmar que Dios “es excelso y sublime”, como se dice en Isaías, y que está “sobre todo ser”, como encontramos en la Epístola a los Romanos. Si Dios, en efecto, es el ser de todos los seres, es algo de todos y no sobre todos.
Los que defienden este error caen en la misma sentencia que los idólatras, que pusieron “a los árboles y a las piedras el incomunicable Nombre”, es decir, el de Dios, como se dice, en efecto, en el libro de la Sabiduría. Si, en verdad, Dios es el ser de todo ser, no se dice con más propiedad que “la piedra es ser que la piedra es Dios”.
Cuatro son, por otra parte, las causas que parece han favorecido este error. La primera es la interpretación torcida de ciertas autoridades. Se encuentra, en efecto, escrito por Dionisio, en el libro “De las jerarquías celestes”, “que el ser de todas las cosas es la sobreesencial divinidad”. Y de aquí quisieron deducir que el mismo ser formal de todos los seres era Dios, no dándose cuenta de que esta interpretación no puede estar de acuerdo con el significado de las mismas palabras. En efecto, si la divinidad es el ser formal de todo, no estaría sobre todo, sino más bien sería algo de todos. Por lo tanto, cuando afirma que la divinidad está “sobre” todo, enseña que por su misma naturaleza es un ser distinto de todos y colocado por encima de todos. Si dice, por otra parte, que la divinidad es el ser de todas las cosas, muestra que se encuentra en todas las cosas una cierta semejanza del ser divino. Además, excluyendo precisamente esta interpretación torcida, dice más claramente que “entre Dios y los otros seres no hay punto de contacto ni mezcla alguna, como la hay entre el punto y la línea o la figura del sello y la imagen grabada en la cera”.
La segunda causa que les impulsó a este error fue un raciocinio defectuoso. En efecto, como lo que es común se especifica e individualiza por adición, juzgaron que el Ser divino, que no admite adición alguna, no era un ser propio, sino el ser común de todo; sin tener en cuenta que lo común o universal no puede existir sin adición, aunque lo consideremos sin ella; por ejemplo, el animal no puede existir sin la diferencia de “racional” a “irracional”, no obstante se le conciba sin estas diferencias. También, aunque lo universal se conciba sin adición, sin embargo no se concibe sin receptividad de adición; porque, si al “animal” no puede añadirse diferencia alguna, no existiría el género; y lo mismo puede decirse de todos los otros nombres.
Ahora bien, el ser divino no sólo existe sin adiciones conceptualmente, sino también en la realidad; y no sólo sin adición, sino también sin receptividad de adición. Y, en consecuencia, porque no recibe ni puede recibir adición, se puede concluir con más firmeza que Dios no tiene un ser común, sino propio. Por eso, su propio ser se distingue de los demás en que nada se le puede añadir. De aquí que el Comentador, en el libro “De las causas”, dice que la causa primera, por la misma pureza de su bondad, se distingue de las otras y, en cierto modo, se individualiza.
La tercera causa que les condujo a este error fue la consideración de la simplicidad divina. Porque Dios está en la cumbre de la simplicidad, creyeron que lo que queda al final de la desintegración que se obra en nosotros es Dios, como siendo lo más simple, pues no se ha de ir hasta el infinito en la composición de nuestros propios elementos. Pero también en esto hay un defecto de raciocinio, ya que no han tenido en cuenta que el elemento más simple de nuestro ser no es una cosa completa, sino una parte del ser. En cambio, la simplicidad divina se atribuye a Dios como a ser perfectamente subsistente.
La cuarta causa que les pudo conducir al error es el modo de hablar por el que decimos que “Dios está en todas las cosas”. No consideraron que no está como formando parte de la cosa, sino como causa sin la cual no se da ningún efecto. No decimos, en efecto, con el mismo sentido, que la forma está en el cuerpo y que el marino está en la nave.
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