CAPÍTULO XXIX
Sobre la semejanza de las criaturas
Partiendo de esto, cabe considerar cómo sea posible hallar o no la semejanza de Dios en las criaturas.
Como los efectos son más imperfectos que sus causas, no convienen con ellas ni en el nombre ni en la definición; sin embargo, es necesario encontrar entre unos y otras alguna semejanza, pues de la naturaleza de la acción nace que el agente produzca algo semejante a sí, ya que todo ser obra en cuanto está en acto. Por eso la forma del efecto hállase en verdad de alguna manera en la causa superior, aunque de otro modo y por otra razón, por cuyo motivo se llama “causa equívoca”. El sol, por ejemplo, obrando en cuanto está en acto, produce el calor en los cuerpos inferiores; por eso es preciso que el calor engendrado por el sol obtenga una cierta semejanza de la virtud activa del sol, la cual es causa del calor en los cuerpos inferiores y, a la vez, el motivo de que el sol se llame cálido, sin exceptuar otros. Y así se dice que el sol es de algún modo semejante a cuantas cosas reciben eficazmente sus efectos; siendo, por otra parte, desemejante en cuanto que dichos efectos no poseen el calor del mismo modo que él ni está en ellos como en el sol. De este modo distribuye también Dios todas sus perfecciones entre las cosas, y por esto tiene con todas semejanza a la vez que desemejanza.
Aquí encontraremos la razón de por qué la Sagrada Escritura unas veces recuerda la semejanza entre Dios y las criaturas, como cuando dice: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra”; y otra niega esta semejanza, como en aquellas palabras de Isaías: “)Qué, pues, comparasteis con Dios, qué imagen haréis que se le asemeje?” Y estas otras del Salmo: “(Oh Dios!, )quién será semejante a ti?” Dionisio está de acuerdo con esto en su libro sobre los “Nombres divinos”: “Las mismas cosas son semejantes y desemejantes a Dios: semejantes, en cuanto imitan, cada una a su manera, al que no es perfectamente imitable; y desemejantes, porque lo causado no posee toda la perfección que tiene su causa”.
Sin embargo, conforme a esta semejanza, es más conveniente decir que la criatura es semejante a Dios que lo contrario. Pues dícese que una cosa se asemeja a otra cuando posee su cualidad o su forma. Luego, como lo que se halla en Dios de modo perfecto lo encontramos en las criaturas por cierta participación imperfecta, la razón en que se funda la semejanza está totalmente en Dios y no en la criatura. Y así la criatura tiene lo que es de Dios; por eso se dice con razón que es semejante a Él.
En cambio, no se puede decir, del mismo modo, que Dios tiene lo que es propio de la criatura. Por lo tanto, es imposible afirmar con rectitud que Dios es semejante a la criatura, como tampoco decimos que el hombre es semejante a su imagen, sino que decimos, más bien, que es la imagen la que se asemeja al hombre.
Mucho menos se puede decir que Dios se asemeja a la criatura. La asimilación, en efecto, es movimiento hacia la semejanza, y, por lo tanto, propia de quien recibe de otro el fundamento de ser semejante. Ahora bien, es la criatura quien recibe de Dios lo que fundamenta el asemejarse, y no lo contrario. Por consiguiente, no es Dios el que se asemeja a las criaturas, sino que es más bien lo contrario.
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