CAPÍTULO XXII: Efectos atribuidos al Espíritu Santo en cuanto que mueve la criatura hacia Dios

CAPÍTULO XXII

Efectos atribuidos al Espíritu Santo en cuanto que mueve la criatura hacia Dios

Consideradas, pues, aquellas cosas que, al decir de las Escrituras, realiza Dios en nosotros por el Espíritu Santo, es necesario estudiar de qué manera somos impulsados hacia Dios por el Espíritu Santo.

Y, en primer lugar, lo más propio de la amistad parece ser el conversar en compañía del amigo. Ahora bien, la conversación del hombre con Dios consiste en su contemplación, como ya el Apóstol decía: “Nuestra conversación está en el cielo”. Luego, como el Espíritu Santo nos hace amadores de Dios, consiguientemente somos constituidos en contempladores de Dios por el Espíritu Santo. Por eso dice el Apóstol: “Todos nosotros a cara descubierta contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor.”

También es propio de la amistad que uno se deleite en presencia del amigo, y se goce en sus palabras y obras, y en él encuentre consuelo en todas las angustias; de aquí que acudimos a los amigos, sobre todo, en la aflicción, en busca de consuelo. Por consiguiente, como el Espíritu Santo nos da la amistad de Dios y hace esté en nosotros y nosotros en Él, como se ha demostrado (c. prec.), es lógico que nos gocemos de Dios y recibamos consuelo por el Espíritu Santo contra todas las adversidades y acechanzas del mundo. Por eso en el salmo se dice: “Devuélveme el gozo de tu salvación y confírmame en el Espíritu primero”. Y en la epístola a los Romanos: “El reino Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo”; y en los Hechos se dice: “La Iglesia gozaba de paz y se fortalecía y andaba en el temor del Señor, llena de los consuelos del Espíritu Santo”. Y por eso el Señor llama al Espíritu Santo “paráclito”, esto es, “Consolador”: “Mas el Espíritu Santo, el Consolador…”

Igualmente, también es propio de la amistad convenir con el amigo en lo que quiere. Ahora bien, la voluntad de Dios se nos manifiesta por sus preceptos. Luego pertenece al amor por el que amarnos a Dios el cumplir sus mandatos, según aquello: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Luego al constituirnos el Espíritu Santo en amadores de Dios nos mueve también, en cierto modo, a cumplir los preceptos de Dios, según aquello del Apóstol: “Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”.

Sin embargo, se ha de tener en cuenta que los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo no como siervos, sino como libres. Pues, siendo libre “el que es dueño de sí mismo”, hacemos libremente aquello que hacemos por nuestra cuenta y razón. Y esto es lo que hacemos voluntariamente; mas lo que hacemos contra voluntad no do hacemos libre, sino servilmente, ya haya violencia absoluta, como “cuando el principio es totalmente extrínseco, no cooperando nada el paciente”, por ejemplo, cuando uno es impelido por la fuerza al movimiento; ya haya violencia con mezcla de voluntariedad, como cuando uno quiere hacer o padecer lo que menos contraría su voluntad, para evadir lo que más la contraría. Mas el Espíritu Santo de tal modo nos inclina a obrar, que nos hace obrar voluntariamente al constituirnos en amadores de Dios. En conclusión, los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor, no servilmente, por temor. Por eso el Apóstol dice: “No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos”.

Ahora bien, estando ordenada la voluntad a aquello que verdaderamente es bueno, si se tiene en cuenta el mismo orden natural de la Voluntad cuando el hombre se aparta de aquello que es bueno de verdad, ya por una pasión, ya por un mal hábito o una mala disposición, obra servilmente, en cuanto que es vencido por algo extraño. Pero, si considera el acto de la voluntad en cuanto inclinada al bien aparente, obra libremente al seguir la pasión o un hábito corrompido; mas obra servilmente si, permaneciendo tal voluntad, se abstiene de lo que quiere por el temor de la ley, que establece lo contrario. Luego, inclinando el Espíritu Santo por amor la voluntad al bien verdadero, al cual está ordenada por naturaleza, quita la servidumbre por la que, hecho el hombre esclavo de la pasión y del pecado, obra contra el orden de la voluntad; y también la servidumbre por la que obra según ley contra la inclinación de su voluntad, no como amigo de ella, sino como esclavo de la misma. Por lo cual dice el Apóstol: “Donde está el Espíritu del Señor está la libertad”; y: “Si os guiais por el Espíritu, no estáis bajo la ley”.

Esta es la razón de que se diga que el Espíritu Santo mortifica las obras de la carne, en cuanto que, al mortificar la carne, no nos apartamos del verdadero bien, al cual nos ordena el Espíritu Santo por amor, según aquello: “Si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”.

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