CAPÍTULO XVII: El Espíritu Santo es verdadero Dios

CAPÍTULO XVII

El Espíritu Santo es verdadero Dios

Sin embargo, con testimonios evidentes de la Escritura se demuestra que el Espíritu Santo es Dios. En efecto, ningún templo se consagra sino a Dios; y por esto se dice en un salmo: “Dios está en su templo santo”. Ahora bien, al Espíritu Santo se le consagra un templo, porque dice el Apóstol: “¿No sabéis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo?” Luego el Espíritu Santo es Dios. Y señaladamente por ser nuestros miembros -que llama templo del Espíritu Santo- miembros de Cristo; pues antes había dicho: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” Pero siendo Cristo verdadero Dios, como consta por lo dicho (c. 3), habría inconveniente en que los miembros de Cristo fueran templo del Espíritu Santo si el Espíritu Santo no fuera Dios.

Los santos sólo dan culto de latría al verdadero Dios, pues se dice en el Deuteronomio: “Temerás al Señor tu Dios y a Él solo servirás”. Pero los santos sirven al Espíritu Santo, porque dice el Apóstol: “La circuncisión somos nosotros, los que servimos al Espíritu Dios”. Y, aunque en algunos libros se lea “los que servimos en el Espíritu de Dios”, no obstante, en los libros griegos y en los latinos más antiguos se lee “los que servimos al Espíritu Dios”. Y del mismo griego se deduce que esto se ha de atribuir al culto de latría, que sólo es debido a Dios. Por tanto, el Espíritu Santo es verdadero Dios, al cual se debe culto de latría.

El santificar a los hombres es obra exclusiva de Dios, pues se dice en el Levítico: “Yo, Yavé, que os santifico”. Mas quien santifica es el Espíritu Santo, porque dice el Apóstol: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”; además: “A nosotros nos ha elegido Dios desde el principio para hacernos salvos por la santificación del Espíritu y la fe verdadera”. Luego el Espíritu Santo ha de ser Dios.

Así como la vida natural del cuerpo es por el alma, del mismo modo la vida de santidad del alma es por Dios; por eso dice el Señor: “Así como me envió el Padre, que vive, y yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí”. Pero dicha vida de santidad es por el Espíritu Santo, pues a la cita anterior se añade: “El Espíritu es el que vivifica”; y el Apóstol dice: “Si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”. Luego el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

Además, el Señor, como prueba de su divinidad contra los judíos, que no podían sufrir que se hiciera igual a Dios, afirma que posee la virtud de resucitar, cuando dice: “Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere”. Ahora bien, la virtud de resucitar pertenece al Espíritu Santo, porque dice el Apóstol: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros”. Según esto, el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

La creación es obra exclusiva de Dios, según demostramos ya (l. 2, c. 21). Mas la creación pertenece al Espíritu Santo, pues dice el salmo: “Envía tu Espíritu y serán creadas todas las cosas”; y en Job se dice: “El mismo la creó -es decir, a la Sabiduría- por el Espíritu Santo”. Por consiguiente, el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

Dice el Apóstol: “El Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios. Pues ¿qué hombre conoce lo que en el hombre hay, sino el espíritu del hombre, que en él está? Así también las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios”. Mas el comprender todos los misterios de Dios no está al alcance de criatura alguna, como vemos por esto que dice el Señor: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo”. E Isaías, en nombre de Dios, dice: “Mi secreto es para mí”. Luego el Espíritu Santo no es criatura.

En conformidad con la comparación del Apóstol, la relación del Espíritu Santo con Dios es como la que tiene el espíritu del hombre con el hombre. Ahora bien, el espíritu del hombre es intrínseco al hombre, y no es de distinta naturaleza que la suya, sino que es algo suyo. Luego tampoco el Espíritu Santo tiene distinta naturaleza que Dios.

Además, comparando las citadas palabras del Apóstol con las del profeta Isaías, se ve claramente que el Espíritu Santo es Dios. Pues en Isaías se dice: “El ojo no ha visto, ¡oh Dios!, sin ti, lo que has preparado a dos que en ti esperan”. Palabras a las que añadió el Apóstol las ya mencionadas de su cita, a saber: “El Espíritu escudriña hasta las profundidades de Dios”. Luego es evidente que el Espíritu Santo conoce esas cosas profundas de Dios, que Dios “ha preparado para aquellos que en Él esperan”. En consecuencia, si estas cosas nadie las ha visto, excepto Dios, como afirma Isaías, es evidente que el Espíritu Santo es Dios.

Dice Isaías: “Oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré y quién irá por nosotros? Y yo le dije: Heme aquí, envíame a mí. Y él me dijo: Ve y di a ese pueblo: Oíd y no entendáis”. Y estas palabras las atribuye San Pablo al Espíritu Santo, pues se dice en los Hechos que San Pablo dijo a los judíos: “Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías, diciendo: “Vete a ese pueblo y diles: Con los oídos oiréis, pero no entenderéis”. Es evidente, pues, que el Espíritu Santo es Dios.

Por las Sagradas Escrituras descubrimos que es Dios quien ha hablado por los profetas. En efecto, se dice en los Números por boca de Dios: “Si uno de vosotros profetizara, yo me revelaría en visión y le hablaría en sueños”; y en un salmo se dice: “Escucharé lo que hable en mí el Señor Dios”. Y se prueba claramente que el Espíritu Santo ha hablado por los profetas, pues se dice en los Hechos: “Era preciso que se cumpliese la escritura que por boca de David habla predicho el Espíritu Santo”. Además dice el Señor: “¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? David mismo, inspirado por el Espíritu Santo, ha dicho: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra”. Y San Pedro dice: “Porque la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de Dios”. En consecuencia, deducimos claramente de las Escrituras que el Espíritu Santo es Dios.

La revelación de los misterios aparece en las Escrituras como obra privativa de Dios, porque se dice en Daniel: “El Dios de los cielos es el que revela los misterios”. Mas la revelación de los misterios aparece como obra propia del Espíritu Santo, pues en la primera a los de Corinto se dice: “Dios nos lo reveló por su Espíritu”; y en el capítulo 14 de la misma: “El Espíritu habla misterios”. Por lo tanto, el Espíritu Santo es Dios.

El enseñar interiormente es obra exclusiva de Dios, porque se dice de Él en un salmo: “Él, que da al hombre la sabiduría”; y en Daniel: “Él es quien da la sabiduría a los sabias y la ciencia a los entendidos”. Y que esto sea obra propia del Espíritu Santo lo manifiestan las siguientes palabras: “El Espíritu Santo Paráclito, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo”. Luego el Espíritu Santo es de naturaleza divina.

Los que tienen una misma operación han de tener necesariamente la misma naturaleza. Mas la operación del Hijo y del Espíritu Santo es la misma. En efecto, el Apóstol nos asegura que Cristo habla en los santos, cuando dice: “¿Acaso buscáis experimentar que en mí habla Cristo?” Y es evidente que esto es obra del Espíritu Santo, pues se dice: “No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros”. Por lo tanto, idéntica es la naturaleza del Hijo y del Espíritu Santo, y, en consecuencia, la del Padre, porque, como ya demostramos (c. 11), el Padre y el Hijo tienen una naturaleza única.

La inhabitación en las almas de los santos es obra privativa de Dios. Por eso dice el Apóstol: “Vosotros sois templo de Dios vivo, según dice el Señor: Yo habitaré en medio de vosotros”. Y esto mismo lo atribuye el Apóstol al Espíritu Santo, porque dice: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” Luego el Espíritu Santo es Dios.

El estar en todas partes pertenece exclusivamente a Dios, que dice: “¿No lleno yo los cielos y la tierra?” Y esto conviene también al Espíritu Santo, porque se afirma: “El Espíritu del Señor llena la tierra”; y en el salmo: “¿Dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú”, etc. Además dijo el Señor a los discípulos: “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra”. Por lo cual es evidente que el Espíritu Santo está en todo lugar, porque inhabita en los que están en todas partes. Luego el Espíritu Santo es Dios.

Por otra parte, en la Escritura el Espíritu Santo es llamado expresamente Dios. Dice San Pedro: “Ananías, ¿por qué se ha apoderado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar al Espíritu Santo?” Y añade después: “No has mentido a los hombres, sino a Dios”. Luego el Espíritu Santo es Dios.

Dice el Apóstol: “El que tiene el don de lenguas habla a Dios, no a los hombres, pues nadie le entiende, porque el Espíritu habla misterios”. Con lo cual da a entender que el Espíritu Santo hablaba en quienes poseían el don de lenguas. Y después dice: “Está escrito en la ley: en lenguas extrañas y con labios extranjeros hablaré a este pueblo, y ni así me entenderán, dice el Señor”. Luego el Espíritu Santo, que habla cosas misteriosas en lenguas extrañas y con labios extranjeros, es Dios.

Poco después añade: “Si profetizando todos entrare algún infiel o no iniciado, se sentirá argüido de todos, juzgado por todos; los secretos de su corazón quedarán manifiestos, y cayendo de hinojos adorará a Dios, confesando que realmente está Dios en medio de vosotros”. Ahora bien, está claro, por lo que dijimos antes, que el “Espíritu habla cosas misteriosas”, que la manifestación de los misterios del corazón proviene del Espíritu Santo. Lo cual es propio de la divinidad, pues dice Jeremías: “Tortuoso es el corazón, impenetrable para el hombre. ¿Quién puede conocerle? Yo, Yavé, que penetro el corazón y pruebo los afectos íntimos”. Por eso se dice que incluso el infiel juzga con acierto que quien manifiesta lo oculto del corazón es Dios”. Luego el Espíritu Santo es Dios.

Un poco más adelante dice: “El espíritu de los profetas está sometido a los profetas, porque Dios no es Dios de confusión, sino de paz”. Pero las gracias de los profetas, que ha llamado “espíritu de los profetas”, proceden del Espíritu Santo. Según esto, demuestra que el Espíritu Santo, que distribuye tales gracias de modo que de ellas nazca, no la discordia, sino la paz, es Dios, al decir “no es Dios de confusión, sino de paz”.

El adoptar a uno como a hijo de Dios no puede ser obra más que de Dios, puesto que ninguna criatura espiritual se llama hijo de Dios por naturaleza, sino por la gracia de adopción. Por eso el Apóstol atribuye esta obra al Hijo de Dios, el cual es verdadero Dios, cuando dice: “Envió Dios a su Hijo para que recibiésemos la adopción”. Ahora bien, el Espíritu Santo es la causa de la adopción, pues dice el Apóstol: “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!” Luego el Espíritu Santo es Dios y no criatura.

Si el Espíritu Santo no es Dios, es preciso que sea alguna criatura. Pero es indiscutible que no es una criatura corporal. Y espiritual tampoco lo es. Porque ninguna criatura es infundida en una criatura espiritual, puesto que la criatura no es participable, sino más bien participante. Es así que el Espíritu Santo es infundido en las almas de los santos, como participado por ellos, porque se lee que Cristo y también los apóstoles estuvieron llenos de Él. Luego el Espíritu Santo no es criatura, sino Dios.

Mas si alguien dijere que las obras antedichas, que son de Dios, se atribuyen al Espíritu Santo, no autoritativamente como a Dios, sino ministerialmente como a criatura, veremos que esto es indudablemente falso por lo que afirma el Apóstol cuando dice: “Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos”; y después, enumerados varios dones de Dios, añade: “Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere”. Y con esto manifestó claramente que el Espíritu Santo es Dios, ya porque atribuye al Espíritu Santo las mismas obras que antes atribuyó a Dios, ya porque declara que Él obra según el arbitrio de su voluntad. Resulta, pues, evidente que el Espíritu Santo es Dios.

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