CAPÍTULO XLVI
Fue conveniente para la perfección del universo que hubiese criaturas intelectuales
Averiguada la causa de la diversidad de las cosas, continuaremos ahora hablando de las cosas ya distinguidas, en cuanto se refiere a la fe, que es lo que en tercer lugar nos propusimos (c. 5). Y primeramente demostraremos la conveniencia de que hubiese algunas criaturas intelectuales, como ocupando el punto más alto de la perfección de las cosas, fundados en la máxima perfección que, por disposición divina, tienen las cosas creadas, cada una a su modo. Así, pues:
Un efecto alcanza toda su perfección cuando retorna a su principio; de donde, al verificarse este retorno en el círculo y en el movimiento circular, el primero es la más perfecta de todas las figuras, y el segundo el más perfecto movimiento. En consecuencia, para que el universo creado consiga su última perfección, precisa que todas y cada una de las criaturas retornen a su principio, cosa que verifican en tanto que su existencia y naturaleza, al ser en alguna manera perfectos, son portadores de la semejanza con él: como ocurre en todos los efectos, que alcanzan la máxima perfección cuando se asemejan lo más posible a la causa agente; verbigracia, la casa, cuanto más se asemeja al modelo, y el fuego como efecto, cuanto más se asemeja a su principio. Pues bien, siendo el entendimiento de Dios el principio de la producción de las criaturas, según se ha dicho antes (cc. 23 y 24), fue preciso, para que éstas alcanzasen su perfección, que hubiese algunas criaturas inteligentes.
La perfección segunda de las cosas sobreañade algo a la primera. Pero así como la existencia y la naturaleza de la cosa corresponde a la primera perfección, así su operación corresponde a la segunda. Por tanto, fue conveniente, para que el universo alcanzase una perfección acabada, que hubiese algunas que tornasen a Dios no sólo por semejanza de naturaleza, sino también por semejanza de operación. Operación que no puede ser otra que la del entendimiento y la de la voluntad, pues no de otra manera obra Dios con respecto a sí mismo. Luego fue conveniente, por razón de la óptima perfección del universo, que hubiese algunas criaturas intelectuales.
Quedó demostrado más atrás (capítulo 45) cómo para que las criaturas representasen perfectamente la bondad divina era necesario no sólo que se hiciesen cosas buenas, sino que éstas obrasen con miras a la bondad de otros. Pues bien, se asemeja perfectamente una cosa a otra en el obrar cuando no solamente es una misma la especie de la acción, sino también uno mismo el modo de obrar. Luego fue a propósito para la suma perfección de las cosas que hubiese algunas criaturas que obrasen como Dios obra; y, obrando Dios, según se ha dicho anteriormente (c. 23), por entendimiento y voluntad, fue conveniente que hubiese algunas criaturas con entendimiento y voluntad.
La semejanza que tiene el efecto con su causa agente respecta a la forma del efecto preexistente en el agente, porque el agente produce algo semejante a sí en virtud de la forma por la que obra. Mas la forma del agente pasa al efecto unas veces conservando el modo mismo de ser que tiene en el agente como la forma del fuego tiene el mismo modo de ser en el fuego encendido que en el que encendió; pero otras veces adquiere distinto modo de ser, como la forma de la casa, que está de modo inteligible en la mente del arquitecto, pasa a estar de una manera material en la casa que está fuera del alma. Ahora bien, es evidente que la primera semejanza es más perfecta que la segunda. Por otra parte, la perfección del universo creado consiste en asemejarse a Dios, como la perfección del efecto consiste en asemejarse a su causa agente. Luego la suma perfección del universo exige no sólo la segunda clase de semejanza de la criatura a Dios, sino también la primera, en cuanto sea posible. Pero la forma por la que Dios produce la criatura es la forma inteligible que está en Él, pues obra intelectualmente, como ya hemos visto antes (cc. 23, 24). De donde se deduce que para la suma perfección del universo debe haber algunas criaturas que por su modo de ser inteligible reproduzcan la forma del entendimiento divino. Y esto significa que debe haber criaturas de naturaleza intelectual.
Solamente su bondad es lo que mueve a Dios a producir las criaturas, bondad que quiso comunicar a otras cosas, en la medida de la semejanza que tienen con Él, como ya hemos visto (l. 1, c. 74). Ahora bien, podemos encontrar dos modos de asemejarse una cosa a otra: uno, según su ser natural, como la semejanza del calor del fuego está en la cosa calentada por el fuego; otro, según el conocer, como se encuentra la semejanza en la vista o en el tacto. Luego para que estuviese en las cosas perfectamente la semejanza de Dios en todos sus modos fue conveniente que se comunicase la bondad divina a las cosas por semejanza, no sólo en el ser, sino también en el conocer. Pero sólo el entendimiento puede conocer la bondad divina. Luego fue conveniente que hubiese criaturas intelectuales.
En todo lo que está convenientemente ordenado, la disposición que hay entre lo intermedio y lo último reproduce la que hay entre lo primero y todo lo demás, intermedio y último, aunque a veces sea una reproducción deficiente. Pero ya se ha demostrado (l. 1, cc. 25, 31 y 54) que Dios comprehende en sí todas las criaturas, cosa que se observa, en las criaturas corporales, aunque de distinto modo, pues siempre sucede que el cuerpo superior comprehende y contiene al inferior, aunque esto ocurre en cuanto a la cantidad extensiva; mientras, al contrario, Dios contiene a todas las criaturas de un modo simple, no en la cantidad extensiva. Pues para que ni siquiera faltase en las criaturas reproducción de esta manera de contener de Dios, fueron hechas las criaturas intelectuales, que contuviesen a las criaturas corporales, no en cantidad extensiva, sino simplemente por modo inteligible, porque lo que se entiende está en el que entiende y es comprehendido con su operación intelectual.
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