CAPÍTULO XIII: No hay más que un Hijo en la divinidad

CAPÍTULO XIII

No hay más que un Hijo en la divinidad

Puesto que Dios, entendiéndose a sí mismo, entiende todas las demás cosas, según se ha demostrado en el primer libro (c. 49); y se entiende a sí mismo con una simple y única intuición, porque su entender es su ser (ibid, c. 45), necesariamente el Verbo de Dios es solamente uno. Mas, como en la Divinidad son una misma cosa la generación del Hijo y la concepción del Verbo (c. 11), síguese que en la Divinidad hay una sola generación y un solo Hijo engendrado por el Padre. De aquí que San Juan diga: “Lo hemos visto como Unigénito del Padre”; y también: “El Unigénito que está en el seno del Padre, ése nos ha dado a conocer a Dios”.

No obstante, parece seguirse de lo dicho (c. 11) que el Verbo divino tiene otro verbo, y el Hijo otro hijo. Pues se ha demostrado que el Verbo de Dios es verdadero Dios, y, por tanto, es preciso que todo lo que conviene a Dios convenga también al Verbo de Dios. Ahora bien, Dios se entiende necesariamente a sí mismo. Luego también se entiende a sí mismo el Verbo de Dios. Por consiguiente, si por razón de que Dios se entiende a sí mismo se supone en El un Verbo, por El engendrado, parece resultar que haya de atribuirse también al Verbo otro verbo, en cuanto que se entiende a sí mismo. Y así, el Verbo tendrá otro verbo, y el Hijo otro hijo; y ese otro verbo, siendo Dios, igualmente se entenderá a sí mismo y tendrá otro verbo más; y de este modo la generación divina se multiplicará infinitamente.

La respuesta a todo esto puede deducirse de lo ya dicho. Pues, aunque se ha probado que el Verbo de Dios es Dios, se ha demostrado, no obstante, que no hay un Dios distinto del Dios a quien pertenece el Verbo, sino uno absolutamente, distinto solamente de Él en cuanto que procede de Él como Verbo. Y así como el Verbo no es otro Dios, así tampoco es otro entendimiento, y, por consiguiente, otro entender; luego tampoco es otro verbo. Ni tampoco se sigue que sea verbo de sí mismo, en cuanto que el Verbo se entiende a sí mismo. Porque, según se ha dicho, el Verbo únicamente se distingue de quien lo profiere por razón de la procedencia. Luego todo lo demás se ha de atribuir por igual a Dios que habla, que es el Padre, y al Verbo, que es el Hijo, puesto que el Verbo es también Dios. Y únicamente se ha de atribuir con toda propiedad al Padre el ser origen del Verbo, y al Hija, el ser originado por Dios al pronunciarlo.

De lo cual se infiere también claramente que el Hijo no es impotente, aunque no pueda engendrar un Hijo Bcomo lo engendra el PadreB; porque, así como el Padre y el Hijo tienen la misma divinidad, así también tienen idéntico poder. Y siendo la generación divina la inteligible concepción del Verbo, a saber, en cuanto que Dios se entiende a sí mismo, necesariamente ha de haber en Dios poder para engendrar, como lo hay para entenderse a sí mismo. Y, como en Dios el entenderse a sí mismo es uno y simple, necesariamente también la potencia de entenderse a sí mismo -que no es otra cosa que su acto- ha de ser únicamente una. En consecuencia, ce la misma potencia proviene que el Verbo sea engendrado y que el Padre lo engendre. Luego de la misma potencia proviene que el Padre engendre y que el Hijo sea engendrado. En conclusión, ningún poder tiene el Padre que no tenga el Hijo; sólo que el Padre tiene poder generativo para engendrar, y el Hijo, para ser engendrado; cosas que sólo se distinguen relativamente, según consta por lo dicho.

Mas, porque el Apóstol dice que el Hijo de Dios tiene verbo, de lo cual parece seguirse que el Hijo posea un hijo, y el Verbo un verbo, hay que considerar cómo hayan de entenderse las palabras del Apóstol cuando dice esto. Dice, en efecto, a los hebreos: “En estos días nos habló por su Hijo”; y después: “El cual, siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su substancia y el que con su poderoso verbo sustenta todas las cosas…” Es preciso interpretar todo esto en conformidad con lo ya dicho. Pues se dijo (c. prec.) que la concepción de la Sabiduría, que es el Verbo, reclama el nombre de Sabiduría. Y, adelantando ideas, se ve que también puede llamarse sabiduría al efecto externo procedente de la concepción de la sabiduría, en la medida en que el efecto toma el nombre de la causa; por ejemplo, se dice que es sabiduría de uno no sólo aquello que piensa sabiamente, sino también lo que realiza sabiamente. De esto viene que se llame también sabiduría de Dios a su manifestación por las obras en las cosas creadas, según el dicho del Eclesiástico: “Es el Señor quien la creó -a la Sabiduría-”; y después dice: “Y la derramó sobre todas sus obras”. De este modo, pues, lo que hace el Verbo recibe el nombre de verbo; pues también en nosotros la expresión del verbo interior por la palabra se llama verbo, como si fuera “verbo del verbo”, por ser ostensivo del verbo interior. En conclusión, no sólo la concepción del entendimiento divino se llama Verbo -que es el Hijo-, sino que también la manifestación del concepto divino por medio de las obras exteriores se llama “verbo del Verbo”. Y así hay que entender la expresión de que el Hijo “sustenta todas las cosas con su poderoso verbo”, igual que aquel dicho del salmo: “El fuego, el granizo, la nieve, la niebla, el viento tempestuoso, que ejecutan su verbo”; porque, sin duda, por el poder de las criaturas se explican en las cosas los efectos de la concepción divina.

Mas como Dios, entendiéndose a sí mismo, entiende todas las demás cosas, según se ha dicho, es necesario que el Verbo concebido en Dios, entendiéndose a sí mismo, sea también el Verbo de todas las cosas. No es, sin embargo, del mismo modo Verbo de Dios y de las otras cosas. Pues de Dios es Verbo que procede verdaderamente de Él; pero de las otras cosas no lo es como procediendo de ellas, pues Dios no adquiere su ciencia por las cosas, sino que más bien las da el ser por su ciencia, como antes se demostró (cf. c. 11). Luego es preciso que el Verbo de Dios sea la Idea universal de todo lo creado. Y de qué manera pueda ser la idea de cada cosa nos consta por lo expuesto en el libro primero, en donde demostramos que Dios tiene en sí la idea particular de cada una de ellas (c. 50).

Ahora bien, quien hace algo mediante el entendimiento obra por la idea que en sí tiene de las cosas hechas. Por ejemplo, la casa existente en la materia es hecha por el constructor mediante la idea de casa que tiene en su mente. Mas antes se demostró (l. 2, c. 23) que Dios dio el ser a las cosas no por necesidad natural, sino obrando libremente. Dios hizo, pues, todas las cosas por su Idea, que es la idea de las cosas hechas por Él. Por eso se dice: “Todas las cosas fueron hechas por Él”. A esto responde el modo de hablar usado por Moisés al describir el origen del mundo: “Dijo Dios: Haya luz; y hubo luz. Dijo Dios: Haya firmamento”, etc. Todo lo cual compéndialo el Salmista al afirmar: “Díjolo, y fueron hechas las cosas”. Pues decir es expresar una idea. Así, pues, ha de entenderse la frase “Dios dijo, y fueron hechas las cosas”, porque produjo el Verbo, por quien, como prototipo perfecto, son hechas las demás cosas.

Y siendo las cosas hechas y conservadas por su misma causa, así como todo ha sido hecho por el Verbo, así también todo se conserva en el ser por el Verbo de Dios. Por eso dice el Salmista: “Los cielos han sido consolidados por el Verbo de Dios”. Y el Apóstol dice: “Quien -el Hijo- con su poderoso verbo sustenta todas las cosas”. Y ya dijimos cómo ha de entenderse esto (cf. supra).

Con todo, hay que tener presente que la Idea de Dios se diferencia de la idea que está en la mente del artífice en que la Idea de Dios es Dios subsistente; en cambio, la idea de la obra que está en la mente del artífice no es una cosa subsistente, sino sólo una forma inteligible. Ahora bien, una forma no subsistente no puede propiamente obrar, pues el obrar es exclusivo de una cosa perfecta y subsistente; lo característico de la misma es que se obre por ella, pues la forma es principio de acción del que obra. Por consiguiente, la idea de casa existente en la mente del artífice no hace la casa; al contrario, el artífice hace la casa por la idea. Mas la Idea de Dios, que es el prototipo de las cosas hechas por Él, como es subsistente, obra, y no sólo se hacen las cosas por ella. Por eso dice la Sabiduría de Dios: “Estaba yo con Él como arquitecto”; y dice el Señor: “Mi Padre obra y yo obro también”.

Se ha de tener también en cuenta que una cosa producida por el entendimiento preexiste en la idea concebida aun antes de que exista en sí misma. Por ejemplo, la casa, antes de ser realizada, está en la mente del artífice. Mas la Idea de Dios es el arquetipo de todo lo que Dios ha hecho, según se demostró. En conclusión, todo lo que Dios ha hecho es necesario que prexistiera en la Idea de Dios antes de existir en su propia naturaleza. Sin embargo, lo que está en otro se adapta al modo de ser de éste y no al suyo propio. Por ejemplo, la casa existe inteligible e inmaterialmente en la mente del artífice. Por lo tanto, las cosas que han prexistido en la Idea de Dios se han adaptado al modo de ser de ella. Y el modo de ser de la Idea de Dios es uno, simple, inmaterial, y no sólo Viviente, sino la vida misma, pues es su mismo ser. Según esto, es preciso que las cosas que Dios hizo hayan prexistido en su Idea desde la eternidad, inmaterialmente y sin composición alguna, e identificadas con Él, que es la vida. Por eso dice San Juan: “Cuanto ha sido hecho era vida en Él”, esto es, en su Idea.

Mas, así como el que obra intelectualmente da el ser a las cosas a través de la idea que en sí tiene, así también quien enseña a otro causa en éste la ciencia a través de la idea que tiene en sí; siendo la ciencia del discípulo una derivación de la ciencia del maestro, como cierta imagen de la misma. Pero Dios no sólo os causa por su entendimiento de todo lo que subsiste naturalmente, sino que también todo conocimiento intelectual se deriva del entendimiento divino, como consta por lo dicho (l. 3, cc. 67, 75). Es preciso, pues, que todo conocimiento intelectual sea causado por el Verbo de Dios, que es la Idea del entendimiento divino. Por lo cual dice San Juan: “La vida era la luz de los hombres”. Porque, efectivamente, el mismo Verbo, que es la vida y en quien todas las cosas son vida, manifiesta la verdad a las mentes de los hombres a manera de luz. Y no es defecto del Verbo el que no todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad, permaneciendo algunos en las tinieblas; al contrario, esto acontece por defecto de los hombres, que no se convierten al Verbo y que no pueden recibirlo plenamente. De aquí que todavía quedan entre los hombres tinieblas mayores o menores, según que más o menos se conviertan al Verbo y lo reciben. Por eso San Juan, para excluir toda imperfección de la virtud ostensiva del Verbo, habiendo dicho que “la vida es la luz de los hombres”, añade que “la luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron”. Por tanto, no hay tinieblas porque el Verbo no alumbre, sino porque algunos no abrazan la luz del Verbo. Así como, estando derramada por el orbe la luz del sol corpóreo, hay tinieblas para quien tiene los ojos cerrados o enfermos. Esto es, por consiguiente, lo que, instruidos por las Sagradas Escrituras, podemos concebir de la generación divina y de la virtud del Hijo unigénito de Dios.

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