CAPÍTULO XI: Refutación de esta opinión y solución de las razones dadas

CAPÍTULO XI

Refutación de esta opinión y solución de las razones dadas

Esta opinión proviene en parte por la costumbre de oír e invocar el nombre de Dios desde el principio. La costumbre, y sobre todo la que arranca de la niñez, adquiere fuerza de naturaleza; por esto sucede que admitimos como connaturales y evidentes las ideas de que estamos imbuidos desde la infancia. Procede también de que no se distingue entre lo que es evidente en sí y absolutamente y lo que es evidente en sí con respecto a nosotros. La existencia de Dios es ciertamente evidente en absoluto, porque Él es su mismo ser. Pero con respecto a nosotros, que no podemos concebir lo que es, no es evidente. Por ejemplo, que el todo sea mayor que su parte es en absoluto evidente. Pero para el que no concibe qué es el todo, no es evidente. Y así sucede que nuestro entendimiento se halla, respecto a lo más evidente, como el ojo de la lechuza respecto del sol, como se dice en el II de los “Metafísicos”.

No es necesario que, conocido el significado del término “Dios”, sea evidente inmediatamente su existencia, como afirmaba la “primera” razón. En primer lugar, porque no es para todos evidente, ni aun para los que conceden la existencia de Dios, que sea la cosa más alta que se puede pensar, pues muchos de los antiguos hasta afirmaron que este mundo es Dios. Ni siquiera las diversas interpretaciones que San Juan Damasceno da al término “Dios” nos autorizan para afirmar esto. Además, supuesto que todos entiendan que es un ser superior a cuanto se puede pensar, no se sigue necesariamente que exista en la realidad. Debe haber conformidad con el nombre de la cosa y la cosa nombrada. Y de que concibamos intelectualmente el significado del término “Dios” no se sigue que Dios exista sino en el entendimiento. Y, en consecuencia, lo superior a cuanto se puede pensar no es necesario que existiese fuera del entendimiento. Y de esto no se sigue que exista en la realidad lo más alto que se puede pensar, y así tampoco hay inconveniente para los que niegan la existencia de Dios; porque no hay inconveniente en pensar un ser superior a cualquier otro existente en realidad o en el entendimiento sino para aquel que concede la existencia en la realidad de un ser superior a cuanto se puede pensar.

Tampoco es necesario afirmar, como decía la “segunda” razón, que se concebiría un ser mayor que Dios si se puede pensar que no existe. Pues el que se pueda pensar que no existe no es por imperfección de su ser o por incertidumbre, ya que es absolutamente evidentísimo, sino por la debilidad de nuestro entendimiento, que no puede verlo en sí mismo, sino sólo por sus efectos, mediante los cuales, razonando, llega al conocimiento de su existencia.

Este mismo argumento resuelve la “tercera” razón. Así como para nosotros es evidente en sí que el todo es mayor que cualquiera de sus partes, así la existencia de Dios es evidentísima en sí para los que ven la esencia divina, por ser ésta idéntica a su existencia. Mas, como no podemos ver su esencia, llegamos a conocer su existencia no en sí misma, sino por sus efectos.

Es evidente la solución de la “cuarta” razón. El hombre conoce naturalmente a Dios como naturalmente le desea.

Y le desea naturalmente en cuanto naturalmente desea la bienaventuranza, que es cierta semejanza de la bondad divina. Por esto no es necesario que Dios sea en sí mismo naturalmente conocido, sino en su semejanza. Y, en consecuencia, es necesario que el hombre vaya al conocimiento de Dios raciocinando por las semejanzas que encuentra en sus efectos.

Es fácil también la solución de la “quinta” razón. Por Dios, ciertamente, se llega al conocimiento de todas las cosas; no precisamente porque no se conozcan si no se conoce Él, como sucede con los principios evidentes en sí mismos, sino porque todos nuestros conocimientos son causados por su influencia.

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