CAPÍTULO XCIX
La vida de Dios es sempiterna
Con esto se ve que su vida es sempiterna. En efecto:
Nada cesa de vivir sino por separación de la vida. Mas nadie se puede separar de sí mismo, pues toda separación se verifica dividiendo una cosa de otra. Por consiguiente, es imposible que Dios deje de vivir, al ser Él su misma vida, como ya se demostró (c. 98).
Todo lo que alguna vez es y alguna vez no es, tiene alguna causa, pues nada pasa por sí mismo del no ser al ser, porque lo que aun no es no obra. Mas la vida divina, lo mismo que el ser divino, no tiene causa alguna. Luego no es alguna vez viviente y alguna vez no viviente, sino que siempre vive. Luego su vida es sempiterna.
En toda operación, el que obra permanece, aunque tal vez la operación pase sucesivamente; de donde, en el movimiento, el móvil permanece el mismo sujeto en todo el movimiento, aunque no según la forma. Por tanto, donde la acción es el mismo agente, nada puede pasar allí sucesivamente, sino que todo permanece a la vez. Ahora bien, el entender y el vivir de Dios son el mismo Dios, como ya se demostró (cc. 45‑98).
Luego su vida no tiene sucesión, sino que es toda a la vez, y, por lo tanto, sempiterna.
Se ha demostrado que Dios es absolutamente inmóvil (c. 13). Pero lo que comienza a vivir y deja de vivir o viviendo sufre sucesión, es mudable; porque la vida de alguien comienza por generación y cesa por corrupción, y la sucesión implica algún movimiento. Por consiguiente, Dios no comenzó a vivir, ni dejará de vivir, ni sufre sucesión mientras vive; y, por consiguiente, su vida es sempiterna.
De aquí lo que se dice en el Deuteronomio: “Vivo yo por siempre”; y al final de la I Epístola de San Juan: “Este es el verdadero Dios y la vida eterna”.
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