CAPÍTULO XCIII: De la fatalidad: si existe y qué es

CAPÍTULO XCIII

De la fatalidad: si existe y qué es

Todo lo dicho anteriormente manifiesta qué debemos opinar sobre la fatalidad.

Viendo los hombres que en este mundo acontecen muchas cosas accidentalmente, si se consideran las causas particulares, opinaron algunos que no estaban regidas por algunas causas superiores. Y parecióles que en modo alguno existe la fatalidad.

Otros, sin embargo, se empeñaron en reducirlas a causas más elevadas, de las que procederían ordenadamente con cierta disposición. Y a esto llamaron “fatalidad”. Como si las cosas que parecen suceder casualmente fueran anunciadas por alguien, o predichas, y previamente ordenadas para existir.

En consecuencia, algunos de éstos se empeñaron en atribuir cuantos contingentes acaecen casualmente a los cuerpos celestes, como a sus causas, incluso las elecciones humanas; también a la fuerza de la disposición de los astros, a la que sometían todo con cierta necesidad, que llamaron “fatalidad”. En realidad, esta opinión es Imposible y contraria a la fe, como se ve por lo anterior (c. 84 ss.).

Otros, en cambio, atribuyeron todo cuanto parece suceder casualmente entre las cosas inferiores a la disposición de la divina providencia. De aquí que dijeran que todo se hace por fatalidad, llamando fatalidad a la ordenación que por la divina providencia existe en las cosas.

Por esto dice Boecio que “la fatalidad es una disposición inherente a las cosas mudables por la que la providencia enlaza todo por sus órdenes”. En cuya descripción de la fatalidad pónese, en lugar de “ordenación”, “disposición”. Dícese “inherente a las cosas”, para distinguir la fatalidad de la providencia, porque tal ordenación, mientras se halla en la mente divina y no impresa todavía en las cosas, es la providencia. Sin embargo, cuando ya ha sido realizada en las cosas se llama “fatalidad”. Y dice “mudables” para manifestar que el orden de la providencia no quita a las cosas ni la contingencia ni la movilidad, como algunos supusieron.

Según esta acepción, negar la fatalidad es negar la divina providencia. Mas, como con los infieles no debemos ni tener nombres comunes, para que la, coincidencia de nombres no sea ocasión de error, el nombre “fatalidad” ni siquiera debe ser usado por los fieles, porque no parezca que estamos de acuerdo con ellos, que interpretaron mal la fatalidad, sometiendo todo a la necesidad de los astros. Por eso dice San Agustín en el V de “La ciudad de Dios” (capítulo 1): “Si alguien designa con el nombre de fatalidad la voluntad o potestad divina, conserve el parecer, pero corrija la palabra”. Y San Gregorio, opinando igual, dice: “Apártese del pensamiento de los fieles el llamar a una cosa fatalidad”.

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