CAPÍTULO XCII: Las almas de los santos, después de la muerte, tienen la voluntad inmutable en el bien

CAPÍTULO XCII

Las almas de los santos, después de la muerte, tienen la voluntad inmutable en el bien

Por lo dicho se ve que las almas, inmediatamente después de separarse del cuerpo, se vuelven inmutables respecto a la voluntad, es decir, que a partir de entonces la voluntad del hombre no puede cambiarse, yendo del bien al mal o del mal al bien.

Pues, mientras el alma puede moverse del bien al mal o del mal al bien, se halla en estado de guerra y de lucha (cf. c. prec.), y es preciso que resista con solicitud al mal, para no ser vencida por él, o que luche para librarse del mismo. Pero inmediatamente después que el alma se separe del cuerpo, no se encontrará en estado de guerra o de lucha, sino en el de recibir el premio o el castigo por lo que “combatió legítima o ilegítimamente”, pues se ha demostrado (c. prec.) que alcanza inmediatamente el premio o el castigo. Por lo tanto, el alma, respecto a la voluntad, no puede en adelante cambiarse del bien al mal o del mal al bien.

Se demostró en el libro tercero (capítulo 61) que la bienaventuranza, que consiste en la visión de Dios, es perpetua; y también (c. 144) que el pecado mortal merece pena eterna. Ahora bien, el alma no puede ser bienaventurada si no tuvo rectitud de voluntad, la cual deja de ser recta cuando se aparta del fin; y no cabe que simultáneamente se aparte del fin y goce del mismo. Luego es necesario que la rectitud de voluntad sea perpetua en el alma bienaventurada, para que no pueda cambiarse del bien al mal.

La criatura racional desea naturalmente ser bienaventurada, y este deseo no puede desarraigarse. Sin embargo, su voluntad puede apartarse de lo que constituye la verdadera bienaventuranza, pervirtiéndose dicha voluntad. Y esto sucede, efectivamente, porque no se toma como bienaventuranza lo que verdaderamente la constituye, sino otra cosa hacia la cual se dirige la voluntad desordenada como a un fin; por ejemplo, quien pone su fin en los deleites corporales los concibe como lo mejor, o sea, bajo la razón de bienaventuranza. Es así que quienes ya son bienaventurados desean aquello en que se encuentra la bienaventuranza como bienaventuranza y fin último; de lo contrario, no se saciaría el apetito y no serían bienaventurados. Por lo tanto, quienes son bienaventurados no pueden apartar a voluntad de aquello que constituye la bienaventuranza verdadera. Luego no pueden tener voluntad perversa.

Quien está abastado con lo que tiene, no busca cosa alguna fuera de sí. Ahora bien, a quien es bienaventurado le basta con aquello que constituye la verdadera bienaventuranza; de lo contrario, no se colmaría su deseo. Según esto, quien es bienaventurado sólo busca lo perteneciente a aquello que constituye la bienaventuranza verdadera. Mas nadie tiene voluntad perversa sino cuando quiere algo contrario a lo que constituye la verdadera bienaventuranza. Luego la voluntad de cualquier bienaventurado no puede moverse hacia el mal.

No hay pecado en la voluntad de no mediar alguna ignorancia del entendimiento, pues queremos únicamente el bien verdadero o el aparente; por eso se dice: “Yerran quienes maquinan el mal”; y el Filósofo en el III de los “Éticos”: “Todo malo es ignorante”. Pero el alma que es bienaventurada en modo alguno puede ser ignorante, puesto que ve en Dios todo lo que pertenece a su propia perfección. Luego de ninguna manera puede tener mala voluntad, máxime siendo siempre actual dicha visión de Dios, según se demostró en el libro tercero (c. 62).

Nuestro entendimiento puede errar acerca de algunas conclusiones antes de reducirlas a los primeros principios en los que, una vez hecha la reducción, se tiene la ciencia de las conclusiones, que no puede ser falsa. “Pues tal como se encuentra el principio de demostración con relación a lo especulativo, así se encuentra Cambien el fin con relación a lo apetitivo”. Así que, mientras no conseguimos el último fin, nuestra voluntad puede desviarse; pero no cuando ha llegado al gozo del último fin, que es por sí mismo deseable, al modo que los primeros principios de las demostraciones son por sí mismos conocidos.

El bien, en cuanto tal, es amable. Por tanto, lo concebido como óptimo es amable sobremanera. Ahora bien, la substancia racional bienaventurada, al ver a Dios, le concibe como óptimo y por eso le ama sobre todo. Mas lo esencial del amor es a conformidad de voluntades de quienes se aman. En consecuencia, las voluntades de los bienaventurados están en la máxima conformidad con Dios, lo cual proporciona la rectitud de voluntad, ya que la voluntad divina es la regla suprema de todas las voluntades. En conclusión, as voluntades de quienes ven a Dios no pueden pervertirse.

Además, mientras una cosa se mueve naturalmente hacia otra, aún no posee el último fin. Por consiguiente, si el alma bienaventurada pudiese aún convertirse del bien al mal, todavía no poseería el último fin, lo cual es contra la noción de bienaventuranza. Luego es evidente que las almas que inmediatamente después de a muerte son bienaventuradas, se vuelven inmutables respecto a su voluntad.

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