CAPÍTULO XCII: Cómo hay en Dios virtudes

CAPÍTULO XCII

Cómo hay en Dios virtudes

Consecutivo a lo dicho es demostrar cómo puede haber virtudes en Dios. Pues es preciso que, como su ser es absolutamente perfecto, al abarcar en sí en cierto modo las perfecciones de todos los seres, así también su bondad abarque en sí de alguna manera la bondad de todos ellos. Mas la virtud es una cierta bondad para el virtuoso, pues por razón de ella se le llama bueno a él y a su obra. Luego es preciso que la bondad divina encierre a su modo todas las virtudes.

De donde ninguna de ellas se encuentra en Dios como hábito, cual ocurre en nosotros. Pues Dios no es bueno por algo añadido, sino por su esencia, debido a que es absolutamente simple. Y tampoco obra por algo añadido a su esencia, por ser su acción, como se ha probado (c. 45), su mismo ser. Luego su virtud no es hábito alguno, sino su esencia.

El hábito es un acto imperfecto, un cierto medio entre la potencia y el acto; de donde viene el comparar los que tienen hábitos a los que duermen. Pero en Dios hay el acto perfectísimo. Luego en El no se da el acto del hábito, como la ciencia; sino el acto último y perfecto, cual es el considerar.

El hábito siempre perfecciona la potencia. Mas en Dios no hay nada potencial. Luego en El no puede darse el hábito.

El hábito pertenece a la categoría de accidente, el cual es en absoluto ajeno a Dios, como ya se probó antes (c. 23). Luego tampoco se puede atribuir a Dios virtud alguna como hábito, sino sólo esencialmente.

Siendo las virtudes del hombre rectoras de la vida humana, y ésta doble, contemplativa y activa, las virtudes que pertenecen a la vida activa, en cuanto la perfeccionan, no pueden convenir a Dios.

Efectivamente: la vida activa del hombre consiste en el uso de los bienes corporales; de donde las virtudes por las que usamos rectamente de estos bienes rigen la vida activa. Mas tales no pueden convenir a Dios. Luego tampoco dichas virtudes, en cuanto rigen esta vida.

Estas virtudes perfeccionan las costumbres de los hombres en lo que se refieren al trato social; de donde parece que a los que no tienen trato con la sociedad, tales virtudes no les convengan del todo. Luego mucho menos le pueden convenir a Dios, cuyo trato y vida dista mucho de ser como la vida humana.

Algunas de estas virtudes que miran a la vida activa nos regulan las pasiones; las que no podemos admitir en Dios. Mas las virtudes que regulan las pasiones se especifican por las mismas pasiones como por sus objetos propios; por lo que la templanza difiere de la fortaleza en cuanto que ésta versa sobre concupiscencia, y aquélla sobre temor y audacia. Mas se ha demostrado que en Dios no hay pasiones (c. 89). Luego tampoco puede haber en Dios tales virtudes,

Tales virtudes no están en la parte intelectiva del alma, sino en la sensitiva, única que admite pasiones, como se prueba en el libro VII de los “Físicos”. Pero en Dios no hay parte sensitiva, sino sólo entendimiento. Resta, pues, que en Dios no pueden existir tales virtudes aun por lo que tienen de tales.

Algunas de las pasiones sobre las que versan las virtudes resultan de la inclinación del apetito a un bien corporal deleitable al sentido, como el alimento, la bebida y lo venéreo, sobre cuyas concupiscencias versan la sobriedad, la castidad y, en general, la templanza y la continencia. De aquí que, no habiendo en Dios en modo alguno delectaciones corporales, dichas virtudes ni convienen propiamente a Dios, pues respectan a las pasiones, ni tampoco se atribuye a Dios metafóricamente en las Escrituras, pues ni atendiendo a la semejanza de algún efecto se puede encontrar semejanza alguna de ellas en Dios.

Otras pasiones resultan de la inclinación del apetito a un bien espiritual, como es el honor, el dominio, el triunfo, la venganza, etc., sobre cuyos apetitos de esperanza, audacia y otros semejantes versan la fortaleza, la magnanimidad, la mansedumbre y otras virtudes parecidas. Tales virtudes no pueden existir en Dios en sentido propio, por versar sobre las pasiones; mas la Escritura las atribuye a Dios metafóricamente, por la semejanza de los efectos, como ocurre en el libro 1 de los Reyes: “No hay otro tan fuerte como el Dios nuestro”; y en Miqueas: “Buscad al manso, buscad al bueno”.

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