CAPÍTULO X: Razones contra la generación y procesión divinas

CAPÍTULO X

Razones contra la generación y procesión divinas

Consideradas, pues, todas las cosas diligentemente, aparece claramente lo que en las Sagradas Escrituras se nos propone para creer acerca de la generación divina, a saber, que el Padre y el Hijo, aunque se distinguen en las personas, son  en cambio, un solo Dios y tienen una sola esencia o naturaleza. Mas, como esto de que dos supuestos determinados se distingan y, sin embargo, tengan una sola esencia, dista mucho de lo que acontece en la naturaleza creada, la razón humana, partiendo de las propiedades de las criaturas, sufre dificultades de todo género frente a este misterio de la divina generación.

Porque, como la generación que nosotros conocemos es cierta mutación y tiene por opuesto la corrupción, parece difícil suponer la generación en Dios, que es inmutable, incorruptible y eterno, como consta por lo dicho (l. 1, cc. 13, 15).

Además, si la generación es mutación, necesariamente lo que se engendra será mudable. Ahora bien, lo que se muda pasa de la potencia al acto, ya que “el movimiento es el acto de lo que está en potencia en cuanto tal”. Luego, si el Hijo de Dios es engendrado, parece que ni es eterno, al pasar de la potencia al acto; ni verdadero Dios, puesto que no es acto puro, y tiene algo de potencialidad.

El engendrado recibe la naturaleza del engendrante. Luego, si el Hijo es engendrado por Dios Padre es preciso que la naturaleza que tiene la haya recibido del Padre. Pero no es posible que haya recibido del Padre una naturaleza distinta en número de la que tiene el Padre y semejante en especie, como ocurre en las generaciones unívocas: como cuando el hombre engendra al hombre y el fuego al fuego; porque antes se demostró que es imposible que haya muchos dioses numéricamente. También parece imposible que haya recibido una naturaleza idéntica numéricamente a la que tiene el Padre. Puesto que, si recibiese parte de ella, se sigue que la naturaleza divina es divisible; y si la recibe toda, parece seguirse que la naturaleza divina, si se transmite totalmente al Hijo, deja de estar en el Padre; y así el Padre, al engendrar, se corrompe. En segundo lugar, tampoco se puede decir que la naturaleza divina fluya por una cierta exuberancia del Padre al Hijo, como el agua de la fuente fluye al río, sin que aquélla se vacíe, porque la naturaleza divina, así como no se puede dividir, tampoco se puede aumentar. Luego parece resultar que el Hijo no recibió del Padre una naturaleza idéntica en número y en especie a la que tiene él Padre, sino otra totalmente de otro género; como ocurre en la generación equívoca: que, cuando los animales nacidos de la putrefacción son engendrados por la virtud del sol, no alcanzan su especie. Síguese, pues, que el Hijo de Dios ni es verdadero Hijo, al no ser de la especie del Padre, ni es verdadero Dios, al no recibir la naturaleza divina.

Si el Hijo recibe la naturaleza de Dios Padre, es preciso que en Él se distingan el que recibe y la naturaleza recibida, pues nadie se recibe a sí mismo. Luego el Hijo no es su propia esencia o naturaleza. Luego no es verdadero Dios.

Si el Hijo no se distingue de la esencia divina, al ser subsistente la esencia divina, como se demostró en el libro 1 (c. 22) -y consta que también el Padre es la misma esencia divina-, parece resultar que el Padre y el Hijo convienen en una misma cosa subsistente. Ahora bien, “la cosa subsistente en las naturalezas intelectuales se llama persona”. Se sigue, pues, que, si el Hijo es la misma esencia divina, el Padre y el Hijo convienen en la persona. Mas, si el Hijo no es la misma esencia divina, no es verdadero Dios, como lo probamos hablando de Dios en el libro 1 (c. 21). Luego parece o que el Hijo no es verdadero Dios, como decía Arrio, o que no se distingue personalmente del Padre, como afirmaba Sabelio.

Lo que es para uno principio de individuación, es imposible hallarlo en otro que sea distinto de él por parte del supuesto, pues lo que está en muchos no es principio de individuación. Es así que Dios se individualiza por su propia esencia, porque su esencia no es una forma existente en la materia (l. 1, c. 27), para que por la materia se individualice. Por lo tanto, nada hay en Dios Padre por lo que se pueda individualizar más que su esencia. Luego su esencia no puede estar en ningún otro supuesto. En conclusión, o no está en el Hijo, y así el Hijo no es verdadero Dios, según Arrio; o el Hijo no se distingue del Padre por el supuesto, y así es la misma la persona de ambos, según Sabelio.

Si el Padre y el Hijo son dos supuestos o dos personas, y, sin embargo, son uno en la esencia, es preciso que en ellos haya algo, además de la esencia, por lo cual se distingan, ya que se supone que la esencia es común a ambos, y lo que es común no puede ser principio de individuación. Luego es preciso que aquello por lo que se distinguen el Padre y el Hijo sea distinto de la esencia divina. Por lo tanto, la persona del Hijo está compuesta de dos cosas, e igualmente la persona del Padre, a saber: de la esencia común y del principio de distinción. Luego ambos están compuestos, y ni uno ni otro son verdadero Dios.

Y si alguien dice que se distinguen por la sola relación, en cuanto que uno es el Padre y otro es el Hijo, se responde: Las cosas que se predican relativamente no parecen predicar “algo” en aquel de quien se dicen, sino más bien un orden “a algo”; y esto no da lugar a composición. Parece que esta respuesta no es suficiente para evitar dichos inconvenientes.

Pues la relación no puede darse sin algo absoluto; porque en toda cosa relativa hay que distinguir lo que se dice con relación a sí, además de lo que se dice con relación a otro; por ejemplo, el siervo es algo en absoluto, prescindiendo de lo que es con relación al señor. Por lo tanto, aquella relación por la cual se distinguen el Padre y el Hijo es preciso que tenga algo absoluto en que se funde. Según esto, o dicho absoluto es algo único, o hay dos absolutos. Si es uno solo, no puede fundarse en él una relación doble, como no sea una relación de identidad, que no da lugar a distinciones: como si una misma cosa se dice igual a sí misma. Luego, si es una relación tal que requiera distinción, conviene que se sobrentienda la distinción de dichos absolutos. No parece, pues, posible que las personas del Padre y del Hijo se distingan por las solas relaciones.

Hay que decir que la relación que distingue al Hijo del Padre, o es algo real, o existe sólo en el entendimiento. Ahora bien, si es algo real, parece que no será aquella realidad que es la divina esencia, porque ésta es común al Padre y al Hijo. Habrá, pues, en el Hijo algo que no es su propia esencia. Y así no es verdadero Dios, pues en el libro 1 (c. 23) se demostró que en Dios nada hay que no sea su propia esencia. Pero, si aquella relación existe sólo en el entendimiento, el Hijo no se podrá distinguir personalmente del Padre, porque lo que se distingue personalmente ha de distinguirse realmente.

Todo relativo depende de su correlativo. Pero lo que depende de otro no puede ser verdadero Dios. Luego, si la persona del Padre y la del Hijo se distinguen por las relaciones, ni uno ni otro serán verdadero Dios.

Si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, es preciso que el nombre “Dios” se predique substancialmente del Padre y del Hijo, pues la divinidad no puede ser un accidente (l. 1, c. 23). Pero un predicado substancial se identifica con aquello de que se predica; porque, al decir “el hombre es animal”, lo que es verdaderamente hombre es animal; e igualmente, al decir “Sócrates es hombre”, lo que es Sócrates en verdad, es hombre. Y de esto parece seguirse que es imposible hallar pluralidad por parte de los sujetos habiendo unidad por parte del predicado substancial; por ejemplo, Sócrates y Platón no son un hombre, aun cuando sean uno en la humanidad; ni el hombre y el asno son un animal, aunque sean uno en lo animal. Luego, si el Padre y el Hijo son dos personas, parece imposible que sean un solo Dios.

Los predicados opuestos demuestran pluralidad en aquel de quien se predican. De Dios Padre y de Dios Hijo se predican cosas opuestas, porque el Padre es Dios ingénito y generador, y el Hijo es Dios engendrado. Luego no parece posible que el Padre y el Hijo sean un solo Dios.

En suma, estos y otros semejantes son los argumentos con que algunos, queriendo medir con su propia razón los misterios de lo divino, intentaron impugnar la generación divina. Mas como la verdad es de sí poderosa y resiste a todo ataque, es preciso disponerse para demostrar que la verdad de la fe no puede ser superada por la razón.

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