CAPÍTULO LXXXVII
Del lugar de los cuerpos glorificados
Como el lugar debe ser proporcionado a lo que se coloca en él, síguese que los cuerpos de los resucitados, al conseguir la propiedad de los cuerpos celestes, ocupen un lugar en el cielo, o mejor, “sobre todos los cielos”, para que estén juntamente con Cristo -en virtud del cual alcanzaron esta gloria-, de quien dice el Apóstol a los de Éfeso: “Quien subió sobre todos los cielos para llenarlo todo”.
Y parece vano argüir contra esta promesa divina fundándose en la natural posición de los elementos, como si fuera imposible que el cuerpo humano, que es terreno y que por naturaleza ocupa el último lugar, sea elevado por encima de los elementos ingrávidos. Pues consta que, si el cuerpo perfeccionado por el alma no sigue las inclinaciones de los elementos, débelo a la virtud del alma. Porque es el alma misma quien con su virtud conserva ahora al cuerpo, mientras vivimos, para que no se disuelva por a contrariedad de sus elementos; y también por virtud del alma, que mueve, se eleva el cuerpo, tanto más cuanto mayor poder tenga virtud. También es evidente que el alma, cuando se una a Dios por la visión, tendrá perfecta su virtud. Por consiguiente, no debe parecer difícil si entonces el cuerpo, por virtud del alma, no sólo se conserva inmune de toda corrupción, sino que se eleva por encima de cualquier otro cuerpo.
Ni tampoco ofrece imposibilidad alguna en relación con la divina promesa que los cuerpos celestes no puedan partirse para que se eleven sobre ellos los cuerpos gloriosos, porque esto se realiza por virtud divina, para que los cuerpos gloriosos puedan estar juntamente con los otros cuerpos, cuyo indicio anticipado fue el cuerpo de Cristo cuando “entró, estando las puertas cerradas”, donde se encontraban los discípulos.
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