CAPÍTULO LXXXV: Los cuerpos celestes no son causas de nuestras voliciones ni de nuestras elecciones

CAPÍTULO LXXXV

Los cuerpos celestes no son causas de nuestras voliciones ni de nuestras elecciones

Esto demuestra, al mismo tiempo, que los cuerpos celestes no son causa de nuestras voliciones ni de nuestras elecciones.

La voluntad está en la parte intelectiva del alma, según consta por el Filósofo en el III “Del alma”. Luego si los cuerpos celestes no pueden influir directamente en nuestro entendimiento, como se demostró (capítulo prec.), tampoco podrán influir directamente en nuestra voluntad.

En nosotros, toda elección y volición actual es causada inmediatamente por la aprehensión inteligible, porque el bien entendido es el objeto de la voluntad, como se ve en el libro III “Del alma”; y por esto no puede seguirse trastorno alguno al elegir, a no ser que el entendimiento falle en lo elegible particular, según manifiesta el Filósofo en el VII de los “Éticos”. Si, pues, los cuerpos celestes no son causa de nuestra inteligencia, tampoco lo serán de nuestra elección.

Todo cuanto ocurre en los cuerpos inferiores por influencia de los cuerpos celestes sucede naturalmente, puesto que están naturalmente colocados bajo ellos. Según esto, si nuestras elecciones ocurren por influencia de los cuerpos celestes, es necesario que sucedan naturalmente; quiere decir que el hombre elija realizar sus operaciones a la manera como obran los brutos por instinto natural y como se mueven naturalmente los cuerpos inanimados. Luego los principios agentes no serán dos, la intención y la naturaleza, sino uno solo, que es la naturaleza. Pero Aristóteles demostró lo contrario en el II de los “Físicos”. Por tanto, no es verdad que nuestras elecciones provengan de la influencia de los cuerpos celestes.

Las cosas que se hacen naturalmente son conducidas al fin por determinados medios; y por eso suceden siempre de igual modo, porque la naturaleza está invariablemente determinada. Es así que las elecciones humanas tienden al fin por diversas vías, tanto en las cosas morales como en las artísticas. Luego las elecciones humanas no se hacen instintivamente.

Las cosas que se hacen naturalmente se hacen casi siempre rectamente, porque la naturaleza sólo falla en contados casos. Ahora bien, si el hombre eligiera naturalmente, sus elecciones casi siempre serían rectas. Y esto es claramente falso. Luego el hombre no elige naturalmente. Lo cual tendría que ser así si eligiera bajo el influjo de los cuerpos celestes.

Las cosas que son de una misma especie no se diversifican en las operaciones naturales consiguientes a la naturaleza de la especie. Por eso, todas las golondrinas hacen el nido de la misma manera y todos los hombres entienden de igual modo los primeros principios, que son claros naturalmente. Pero la elección es una operación consiguiente a la especie humana. Por tanto, si el hombre eligiera naturalmente, todos los hombres tendrían que elegir del mismo modo. Lo cual es evidentemente falso, tanto en las cosas morales como en las artísticas.

Las virtudes y los vicios son los principios propios de las elecciones, porque el virtuoso se diferencia del vicioso en que ambos eligen cosas contrarias. Mas nosotros tenemos las virtudes políticas, como los vicios, no por naturaleza, sino por costumbre, como lo prueba el Filósofo en el II de los “Éticos” partiendo de que nos habituamos a aquellas operaciones a que, principalmente en la infancia, nos fuimos acostumbrando. Luego, nuestras elecciones no son por naturaleza. Por consiguiente, tampoco son causadas por la influencia de los cuerpos celestes, según la cual las cosas proceden naturalmente.

Los cuerpos celestes sólo influyen directamente en los cuerpos, según se ha demostrado (c. prec.). Si fueran, pues, causa de nuestras elecciones, o esto sería en cuanto que influyen en nuestros cuerpos o en cuanto que nos influyen desde fuera. Pero de ninguna de las dos maneras pueden ser suficientemente causa de nuestras elecciones. Pues no es causa suficiente de nuestra elección que se nos presenten exteriormente ciertas cosas; porque consta que, al encuentro de algo deleitable, a saber, un manjar o una mujer, si el inmoderado se mueve a elegirlo, el moderado no se mueve. De igual modo, tampoco basta para nuestra elección cualquier cambio que pueda ocurrir en nuestro cuerpo por influencia de un cuerpo celeste, porque lo único que ocasiona esto en nosotros son ciertas pasiones más o menos vehementes; pasiones que, aunque vehementes, no son causa suficiente de elección, ya que, si arrastran al incontinente, al continente, en cambio, no lo mueven. Luego no puede afirmarse que los cuerpos celestes son causa de nuestras elecciones.

A ninguna cosa se le da un poder en balde. Ahora bien, el hombre tiene el poder de juzgar y consultar sobre cuanto es capaz de hacer, se trate del uso de las cosas externas o de admitir o rechazar sus pasiones internas. Y esto fuera cosa vana si los cuerpos celestes causaran nuestra elección, al no estar ella en nuestro poder. Por tanto, los cuerpos celestes no son causa de nuestra elección.

El hombre es por naturaleza “animal político o social”. Evidéncialo el hecho de que un hombre no se basta si vive solo, puesto que la naturaleza en pocas cosas le proveyó suficientemente, dándole razón por la que pueda procurarse todo lo necesario para vivir, como son la comida, el vestido y cosas parecidas, para cuya producción no basta un solo hombre. Por eso el hombre vive en sociedad por imposición de la naturaleza. Mas el orden de la divina providencia no quita a una cosa lo que le es natural, antes bien provee a cada cual en conformidad con su naturaleza, según consta por lo dicho (c. 71). Luego por el orden de la providencia no está el hombre ordenado de modo que la vida social desaparezca. Desaparecería, en cambio, si nuestras elecciones, como los instintos naturales de los otros animales, provinieran de las influencias de los cuerpos celestes.

Si el hombre no fuera dueño de sus elecciones, en vano se darían leyes y normas para vivir. Igualmente, si no pudiéramos elegir entre esto o aquello, en vano se añadirían castigos y premios para los malos y los buenos. Y faltando estas cosas, la vida social inmediatamente se corrompe. Por tanto, según el orden de la divina providencia, el hombre no ha sido creado de modo que sus elecciones provengan de los movimientos de los cuerpos celestes.

Las elecciones humanas versan sobre cosas buenas y malas. Si, pues, nuestras elecciones provinieran de los movimientos de las estrellas, seguiríase que éstas serían la causa propia de las malas elecciones. Pero lo que es malo no tiene causa en la naturaleza, porque el mal acaece por defecto de alguna causa, según se demostró (c. 4 ss.). No es, pues, posible que nuestras elecciones provengan directa y propiamente, como de sus causas, de los cuerpos celestes.

Sin embargo, alguien puede objetar contra esto diciendo que toda mala acción proviene del apetito de algún bien, según se demostró (capítulos 5, 6); tal cual la elección del adúltero proviene del apetito del bien deleitable que hay en las cosas venéreas, a cuyo bien universal mueve en realidad una estrella determinada. Y esto es necesario para la realización de las generaciones de los animales; bien común que no se debía descuidar por el mal particular de aquel que, impulsado por tal instinto, eligió el mal.

Pero esta respuesta no es suficiente, si se supone que los cuerpos celestes son causa propia de nuestras elecciones, como si influyeran directamente en el entendimiento y en la voluntad. Porque el influjo de la causa universal lo recibe cada uno en conformidad con su modo de ser. Luego el efecto de la estrella que mueve al placer ocasionado por la unión destinada a la generación será recibido en cada cual según su propio modo de ser, como lo confirma el hecho de que diversos animales tienen diversos tiempos y maneras de unirse en conformidad con su naturaleza, según dice Aristóteles en su libro “Historias de los animales”. Según esto, el entendimiento y la voluntad recibirán el influjo de dicha estrella con arreglo a su naturaleza. Es así que, cuando se apetece algo en conformidad con el modo de ser del entendimiento y de la razón, no interviene pecado en la elección, que en realidad es mala siempre que contraría a la recta razón. Luego jamás sería mala nuestra elección si los cuerpos celestes fueran causa de nuestras elecciones.

Ninguna virtud activa sobrepasa la especie y naturaleza del agente, porque todo agente obra por su forma. Es así que tanto el querer como el entender trascienden toda especie corpórea; pues, como entendemos lo universal, así también nuestra voluntad es atraída por algo universal, por ejemplo, cuando “odiamos a los ladrones en general”, como dice el Filósofo en su “Retórica”. En consecuencia, nuestro querer no es causado por un cuerpo celeste.

Las cosas que son para un fin están proporcionadas al mismo. Ahora bien, las elecciones humanas están ordenadas, como a su último fin, a la felicidad. Felicidad que no consiste en algunos bienes corporales, sino en que el alma se una por el entendimiento con las cosas divinas, como antes se demostró (c. 25 ss.) según el testimonio de la fe y las opiniones de los filósofos. Por tanto, los cuerpos celestes no pueden ser causa de nuestras elecciones.

De ahí que se diga en Jeremías: “No temáis por los pronósticos celestes, que atemorizan a los gentiles, porque las leyes de los pueblos son vanas”.

Con esto se rechaza la opinión de los estoicos, quienes afirmaban que todos nuestros actos, como nuestras elecciones, se disponen de acuerdo con los cuerpos celestes (cf. c. prec., “De aquí también…”). -Y dícese también que ésta fue la antigua opinión de los fariseos en Judea. -Incluso los priscilianistas fueron víctimas de este error, según se dice en el libro “De los herejes”.

Esta fue también la opinión de los antiguos filósofos naturalistas, quienes afirmaban que el sentido no se diferencia del entendimiento. Por lo cual dijo Empédocles que “la voluntad es infundida en los hombres, como en los demás animales, al instante”, es decir, conforme al momento presente, por el movimiento celeste, que es causa del tiempo. Hácelo constar Aristóteles en el libro “Del alma”.

Sin embargo, se ha de saber que, aunque los cuerpos celestes no sean directamente causa de nuestras elecciones, como si influyeran directamente en nuestras voluntades, pueden ser, no obstante, causa ocasional indirectamente, en cuanto que tienen influencia sobre los cuerpos. Y esto de dos modos: primero, cuando la influencia de los cuerpos celestes en los cuerpos exteriores es para nosotros ocasión de alguna elección; por ejemplo, cuando por disposición de los cuerpos celestes se enfría el aire intensamente, elegimos calentarnos al fuego u otras cosas en consonancia con el tiempo. -Segundo, cuando ellos influyen en nuestros cuerpos; por cuyo cambio despiertan en nosotros algunos movimientos pasionales; o nos sentimos dispuestos por influencia para ciertas pasiones, como los coléricos se inclinan a la ira; o también cuando por su influencia se produce en nosotros cierta disposición corporal que es ocasión de alguna elección, como cuando, al enfermar, elegimos tornar medicina. -A veces, los cuerpos celestes son también causa del acto humano, en cuanto que algunos, por indisposición corporal, se vuelven locos, privados de razón. Pero en éstos no hay propiamente elección, pues se mueven por cierto instinto natural, como los brutos.

Pero es evidente, y experimentalmente conocido, que tales ocasiones, tanto externas como internas, no son causa necesaria de elección, porque el hombre puede por la razón resistirlas u obedecerlas. No obstante, son muchos los que siguen los impulsos naturales, y pocos, es decir, los sabios, quienes no siguen las ocasiones de obrar mal ni los impulsos naturales. Y por esto dice Tolomeo en el “Centiloquio” que “el alma sabia colabora con la obra de las estrellas”, y que “el astrólogo no puede juzgar de la influencia de los astros si no conoce bien la capacidad del alma y el temperamento natural”, y que “el astrólogo ha de pronosticar vagamente, sin detallar”. Es decir, porque la influencia de los astros surte su efecto en todos los que no resisten a su propia inclinación corporal; pero no se da en este o en aquel que, por ventura, resiste por la razón a la inclinación natural.

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