CAPÍTULO LXXXIX: El movimiento de la voluntad es causado por Dios y no sólo por el poder de la voluntad

CAPÍTULO LXXXIX

El movimiento de la voluntad es causado por Dios y no sólo por el poder de la voluntad

Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades (c. prec., al final). Y así decían que “Dios causa en nosotros el querer y el obrar”, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes en el In del “Periarchon” (9, c. 1, 19) al defender el libre albedrío contra dichas autoridades.

De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los eventos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar. Y de este modo los eventos de nuestras acciones no están sujetos al libre albedrío, sino que son dispuestos por la providencia.

Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: “Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor”. Luego no sólo recibimos de Dios el poder de querer, sino también la operación.

Lo mismo que dice Salomón: “Lo dirige a donde le place” (cf. c. prec.), manifiesta que la causalidad divina se extiende no sólo al poder de la voluntad, sino también a su mismo acto.

Dios no sólo da el poder a las cosas, sino que incluso ninguna puede obrar por propia virtud si no obra en virtud de Dios, como demostramos anteriormente (cc. 67, 70). Luego el hombre no puede valerse del poder de la voluntad que se le ha conferido si no es en virtud de Dios. Pero aquello por cuyo poder obra un agente es causa no sólo del poder, sino también del acto. Como vemos en el artífice, por cuya virtud obra el instrumento, el cual tampoco recibe la propia forma del artífice, sino solamente la aplicación al acto. Por consiguiente, Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer.

El orden está de modo más perfecto en las cosas espirituales que en las corporales. Pero en las corporales todo movimiento es producido por el primer movimiento. Luego es preciso que también en las cosas espirituales todo movimiento de la voluntad sea causado por la primera voluntad, que es la divina.

Se demostró más arriba (l. c.) que Dios es causa de toda acción y que obra en todo agente. Es, pues, causa de los movimientos de la voluntad.

Aristóteles argumenta sobre esto -en el VIII de la “Ética” a Eudemo- de esta manera: Alguien ha de ser causa necesariamente de que uno entienda y se aconseje, elija o quiera; porque toda novedad ha de tener necesariamente alguna causa. Mas si su causa es otra voluntad y otro dictamen precedentes, como no es posible proceder indefinidamente, será necesario llegar a algo primero. Y tal primero tendrá que ser lo mejor del orden racional. Pero en el orden racional e intelectual, nada hay mejor que Dios. Dios es, pues, el primer principio de nuestros dictámenes y de nuestras voliciones.

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