CAPÍTULO LXXXII: Los hombres resucitarán inmortales

CAPÍTULO LXXXII

Los hombres resucitarán inmortales

Lo anterior demuestra que en la futura resurrección resucitarán los hombres de modo que no volverán a morir.

La necesidad de morir es un defecto de la naturaleza humana derivado del pecado. Pero Cristo reparó por el mérito de su pasión los defectos que sobrevinieron a la naturaleza a causa del pecado. Porque, como dice el Apóstol, “no es el don como la transgresión. Pues si por la transgresión de uno solo mueren muchos, mucho más la gracia de Dios y el don gratuito de uno solo, Jesucristo, se difundirá copiosamente sobre muchos”. De lo cual resulta que el mérito de Cristo es más eficaz para quitar la muerte que el pecado de Adán para inducirnos a ella. Luego quienes resuciten liberados de la muerte por el mérito de Cristo, jamás sufrirán la muerte.

Lo que ha de durar perpetuamente no está destruido. Si, pues, los hombres resucitados vuelven a morir, la muerte no fue destruida totalmente por la muerte de Cristo. Es así que está destruida: actualmente en la causa, como predijo el Señor por Oseas, al decir: “¡Oh muerte!, yo seré tu muerte”; y últimamente en acto, según el dicho: “El último enemigo destruido será la muerte”. Luego, según la fe de la Iglesia, se ha de creer que los resucitados no morirán jamás.

El efecto se asemeja a su causa. Mas la resurrección de Cristo es causa de la futura resurrección, como se dijo (c. 79). Y Cristo resucitó para no volver a morir, según el dicho: “Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere”. Par lo tanto, los hombres resucitarán de manera que no vuelvan a morir.

Si los hombres resucitados vuelven a morir, volverán a resucitar de dicha muerte o no. Si ano resucitan, las almas permanecerán perpetuamente separadas, cosa que no conviene -como dijimos-, y para evitarla se afirma que resucitarán; o, si no resucitan después de una segunda muerte, no hay razón para que resuciten después de la primera. Ahora bien, si después de una segunda muerte vuelven a resucitar, o resucitan para volver a morir o no. Si no han de volver a morir, tal afirmación valdrá lo mismo para la primera resurrección. Si han de volver a morir, habrá un proceso infinito en que alternarán la muerte y la vida en un mismo sujeto. Lo cual, como se ve, no conviene. Porque es preciso que la intención de Dios se dirija a algo determinado; y la alternación sucesiva de vida y muerte es como una transmutación, que no puede ser un fin, ya que el fin es contrario a la esencia del movimiento, porque todo movimiento tiende hacia alguna cosa.

La intención de la naturaleza inferior al obrar persigue perpetuarse. Pues toda acción de la naturaleza inferior se ordena a la generación, cuyo fin es conservar perpetuamente el ser de la especie; por eso la naturaleza no intenta este individuo como último fin, sino conservar la especie en él. Y esto es propio de la naturaleza cuando obra por virtud de Dios, que es la primera raíz de la perpetuidad. De ahí que el Filósofo afirme que el fin de la generación es que los engendrados participen el ser divino en cuanto a la perpetuidad. Luego con mayor razón tenderá la propia acción de Dios a algo perpetuo. Ahora bien, la resurrección no está destinada a perpetuar la especie, que podría conservarse por la generación. Luego es preciso que se ordene a perpetuar al individuo. No sólo en cuanto al alma, porque ésta ya lo tenía antes de resucitar. Luego según el compuesto. Por lo tanto, el hombre resucitado vivirá perpetuamente.

El alma y el cuerpo parecen relacionarse en diverso orden según la primera generación del hombre y según la resurrección del mismo. Porque, según la primera generación, la creación del alma sigue a la generación del cuerpo: preparada la materia corporal por virtud del semen segregado. Dios infunde el alma creándola. Mas en la resurrección el cuerpo se adapta al alma preexistente. Y la primera vida que alcanza el hombre por la generación se atiene a la condición del cuerpo corruptible, cesando con la muerte. Luego la vida que el hombre alcanza resucitando será perpetua, ateniéndose a la condición del alma incorruptible.

Si la vida y la muerte se suceden en un mismo ser infinitamente, la alternativa de muerte y vida será una especie de circulación. Pero, en las cosas generables y corruptibles, toda circulación es producida por a primera circulación de los cuerpos incorruptibles; pues la primera circulación se da en el movimiento local y por semejanza con éste se transmite a todos los demás movimientos. Según esto, la alternativa de vida y muerte será producida por el cuerpo celeste. Cosa que no es posible, porque el volver un cuerpo muerto a la 1 vida excede el poder de la operación natural. Luego no se ha de suponer tal alternativa de vida y muerte y, en consecuencia, que los cuerpos resucitados mueran.

Cuantas cosas se suceden en un mismo sujeto tienen una determinada medida de duración en cuanto al tiempo. Y tales cosas están sujetas todas al movimiento celeste, del cual resulta el tiempo. Pero el alma separada no está sujeta al movimiento celeste, pues es superior a toda la naturaleza corporal. Por lo tanto, su alternativa de separarse y unirse al cuerpo no está sujeta al movimiento celeste. Luego no hay tal circulación de muerte y vida, cual es la que resulta si los resucitados vuelven a morir. Resucitarán, pues, para nunca más morir.

Por eso se dice en Isaías: “El Señor destruirá a la muerte para siempre”; y en el Apocalipsis: “La muerte ya no existirá”.

Y con esto se excluye el error de ciertos gentiles de la antigüedad, que creían que se repetían los mismos ciclos de tiempos y de cosas temporales; por ejemplo: así como en este siglo enseñó el filósofo Platón a sus discípulos en la ciudad de Atenas, en esta escuela que se llamó Academia, así también durante innumerables siglos hacia atrás, con muchos y prolongados intervalos, pero, no obstante, ciertos, repetidos, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos se repetirán innumerablemente por siglos indefinidos”, como cita San Agustín en el XII de “La ciudad de Dios”. Para cuya confirmación quieren aplicar, como dice él mismo, aquello que se dice en el Eclesiastés: ¿Qué es lo que fue? Lo que será. ¿Qué es lo que fue hecho? Lo que está por hacer. Nada hay nuevo bajo el sol, y nadie puede decir: mira, esto es nuevo; pues eso mismo fue ya en los siglos que nos precedieron”. Pero esto no se ha de entender como si las mismas cosas se repitieran numéricamente durante varias generaciones, sino semejantes en especie, como allí mismo explica San Agustín. Esto mismo también enseñó Aristóteles al final de “De generatione”, hablando contra dicha secta.

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