CAPÍTULO LXXXI: Dios no quiere necesariamente lo distinto de sí

CAPÍTULO LXXXI

Dios no quiere necesariamente lo distinto de sí

Porque la voluntad de Dios quiere necesariamente su bondad divina y su ser divino, puede creer alguno que también querrá necesariamente a los otros seres, ya que los quiere queriendo su bondad, según se ha dicho (c. 75). Pero, pensando bien las cosas, se ve que no quiere necesariamente lo demás. En efecto:

Dios quiere las criaturas como a seres ordenados al fin de su bondad. Y la voluntad no se inclina necesariamente a lo ordenado al fin, si es posible conseguirlo sin ello. Un médico, por ejemplo, aun supuesta su voluntad de sanar, no tiene necesidad de administrar al enfermo los medicamentos sin los cuales puede sanar. Como quiera, pues, que la bondad divina puede existir sin las criaturas, es más, ningún acrecentamiento le viene de ellas, no tiene necesidad de quererlas por el hecho de querer su bondad.

Como el bien conocido es el objeto propio de la voluntad, ésta puede llegar a todo lo conocido por el entendimiento, en donde se salve la razón de bien. Por esto, aunque el ser de cada cosa, en cuanto tal, es bien, y el no ser, mal, éste puede caer bajo la voluntad por razón de algún bien adjunto que se salva, aunque no necesariamente; pues, de hecho, el mero existir es ya un bien, aun careciendo de otros. La voluntad, pues, en cuanto tal, únicamente no puede querer la desaparición de aquel bien que al no existir suprimiría totalmente la razón de bien. Y tal bien no puede ser más que Dios. La voluntad, por tanto, por sí misma, puede querer la no existencia de cualquier cosa que no sea Dios. Ahora bien, la voluntad está en Dios con todo su poder, pues todo en Él es absolutamente perfecto. Dios, pues, puede querer la no existencia de cualquier cosa que no sea Él. Por lo tanto, no quiere necesariamente los otros seres.

Dios, queriendo su bondad, quiere la existencia de los otros seres según que participan de su bondad. Y como es infinita la bondad divina, es participable de infinitas maneras y de otras muchas de las que participan actualmente las criaturas. Si, pues, por querer su bondad, quisiera necesariamente los seres que de ella participan, querría que existiesen infinitas criaturas que participaran de infinitos modos su bondad. Pero esto es evidentemente falso, porque existirían si quisiese, pues su voluntad es el principio de la existencia de los seres, como más adelante se dirá (l. 2, c. 23). No quiere, pues, necesariamente ni siquiera lo que actualmente existe.

La voluntad del sabio, por el hecho de querer una causa, quiere también el efecto que necesariamente se sigue de ella. Fuera necio, por ejemplo, querer que existiera el sol sobre la tierra y no la claridad del día. Pero no hay necesidad de querer el efecto, que no se sigue necesariamente de la causa por el hecho de querer la causa. Ahora bien, las criaturas no proceden de Dios necesariamente, comprobaremos más adelante (l. 2, c. 23). No es necesario, por lo tanto, que Dios quiera los otros seres por el hecho de quererse a sí mismo.

Las cosas proceden de Dios como lo artificial del artista, como más adelante se probará (l. 2, c. 24). Pero el artista, por más que quiera adquirir un arte, no quiere necesariamente producir obras de arte. Luego tampoco Dios quiere necesariamente los otros seres.

Como Dios, conociéndose y queriéndose a sí mismo, conoce y quiere a los otros seres, hay que examinar por qué los conoce necesariamente y, en cambio, no los quiere necesariamente. He aquí la razón: Si un sujeto conoce algo es porque de algún modo está en él; una cosa es actualmente conocida cuando existe su semejanza en el entendimiento. En cambio, quiere algo porque el objeto querido es modificado.

Ahora bien, la perfección divina exige necesariamente que todas las cosas existan en Dios, para que puedan ser entendidas en Él. En cambio, la bondad divina no requiere necesariamente otros seres que se ordenan a ella como a un fin. Y por esto es necesario que Dios conozca los otros seres y no es necesario que los quiera. De donde tampoco quiere cuanto pudiera estar ordenado a su bondad. En cambio, conoce cuanto tiene cualquier relación con su esencia, mediante la cual entiende.

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