CAPÍTULO LXXVI: De la potestad episcopal y del jefe único que ha de tener

CAPÍTULO LXXVI

De la potestad episcopal y del jefe único que ha de tener

Como la colación de todas estas órdenes se realiza con cierto sacramento, según se dijo (c. 74), y los sacramentos de la Iglesia han de ser dispensados por algunos ministros, será necesario que en la Iglesia haya un poder supremo de más alto ministerio que confiera el sacramento del orden. Y tal es el episcopal, el cual, si en cuanto a la consagración del cuerpo de Cristo se equipara al sacerdotal, no obstante, es superior a éste en orden a las necesidades de los fieles. Porque incluso el poder sacerdotal se deriva del episcopal; y cuanto hay de arduo en lo concerniente al pueblo fiel es un quehacer reservado a los obispos, los cuales pueden comisionar a los sacerdotes para que también intervengan en ello. De aquí que los sacerdotes, en el desempeño de su oficio, se sirven de las cosas consagradas por el obispo, como son el cáliz, el altar y los ornamentos consagrados por el obispo para la consagración de la eucaristía. Y esto demuestra que el supremo gobierno del pueblo fiel pertenece a la dignidad episcopal.

Y es cosa clara que, aunque los pueblos se diferencien por las diversas diócesis y ciudades, no obstante es preciso que, así como sólo hay una Iglesia, haya también un solo pueblo cristiano. Luego así como para la iglesia particular de un pueblo determinado se requiere un obispo, que es la cabeza de todo ese pueblo, igualmente se requiere que para todo el pueblo cristiano haya un jefe que sea cabeza de la Iglesia universal.

La unidad de la Iglesia requiere la unidad de todos los fieles en la fe. Pero en torno a las cosas de fe suelen suscitarse problemas. Y la Iglesia se dividiría por la diversidad de opiniones de no existir uno que con su dictamen la conservara en la unidad. Luego para conservar la unidad de la Iglesia es preciso que haya un jefe universal que la presida. Ahora bien, nos consta que Cristo no desampara en sus necesidades a la Iglesia, a quien amó y por la que derramó su sangre; pues incluso de la sinagoga dijo: “¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no lo hiciera?” Luego, indudablemente, ha de haber un solo jefe para toda la Iglesia por disposición de Cristo.

Y no cabe duda de que en el régimen eclesiástico debe haber un orden excelente, por haber sido dispuesto por aquel por quien los reyes reinan y los jueces administran la justicia”. Pero el mejor régimen de la muchedumbre es el monárquico, como se ve si consideramos el fin, que es la paz; pues la paz y la unidad de los súbditos es el fin del gobernante, y más fácilmente logra la paz uno que muchos. Luego se ve que el gobierno de la Iglesia está dispuesto de manera que haya un solo jefe para toda ella.

La Iglesia militante es como una prolongación de la triunfante; por eso San Juan, en el Apocalipsis, “vio a Jerusalén que descendía del cielo”; y a Moisés se le indicó “que hiciera todo conforme al modelo que en la montaña se le había mostrado”. Mas en la Iglesia triunfante hay un solo jefe, es decir, Dios, que lo es también del universo entero, pues se dice: “Ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos”. Luego también es uno el jefe universal de la Iglesia militante.

Por esto dice Oseas: “Los hijos de Judá y los hijos de Israel se juntarán en uno y se elegirán un jefe único”. Y el Señor dice: “Habrá un solo rebaño y un solo pastor”.

Y si alguien afirma que Cristo, que es el único esposo de la única Iglesia, es la única cabeza y el único pastor, no se expresa suficientemente, pues consta que Cristo realiza todos los sacramentos de la Iglesia, siendo Él quien bautiza, perdona los pecados, y, además, el verdadero sacerdote que se ofreció en el ara de la cruz y por cuyo poder se consagra diaria, mente su cuerpo en el altar. Pero, como en el futuro no iba a estar presente corporalmente entre los fieles, eligió a los ministros, quienes dispensarían a los fieles cuanto hemos dicho (c. 74). Luego por esta razón, porque había de substraer su presencia corporal de la Iglesia, fue menes ter que comisionara a otro para que, haciendo sus veces, rigiera toda la Iglesia. Por esto, antes de la ascensión, dijo a Pedro: “Apacienta mis ovejas”; y antes de la pasión: “Tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”; y sólo a él prometió: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos”, manifestando que la potestad de las llaves debía transmitirla él a los otros, para conservar la unidad de la Iglesia.

Lo que no puede decirse es que, aunque confirió a San Pedro esta dignidad, no pueda transmitirse a los demás. Porque nos consta que Cristo instituyó la Iglesia de modo que permaneciese hasta el fin de los siglos, según aquello de Isaías: “Sobre el trono de David y sobre su reino se sentará, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y la justicia, desde ahora para siempre jamás”. Y consta también que a los ministros que entonces vivían los constituyó de tal manera que su potestad se transmitiera a los sucesores hasta el fin de los tiempos, para utilidad de la Iglesia; tanto más cuanto El mismo dijo: “Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los tiempos”.

Con esto se rechaza el jactancioso error de algunos, que se empeñan en substraerse a la obediencia y sumisión de Pedro, no reconociendo a su sucesor, el Romano Pontífice, como pastor de la Iglesia universal.

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