CAPÍTULO LXXV: Dios quiere a los otros seres queriéndose a sí mismo

CAPÍTULO LXXV

Dios quiere a los otros seres queriéndose a sí mismo

Podemos demostrar ahora que Dios, queriéndose a sí mismo, quiere a los otros seres. En efecto:

Es propio del ser que quiere primordialmente el fin querer también todo lo ordenado al fin en razón del fin. Pero el fin último de los seres es el mismo Dios, como en cierta manera queda manifiesto con lo dicho; pues por el hecho de querer ser Dios, quiere los otros seres, que se ordenan a Él como a su fin.

Cada cual desea la perfección de aquello que es querido y amado por sí mismo, pues lo que amamos por sí queremos que sea óptimo y, en cuanto sea posible, se perfeccione y se multiplique. Ahora bien, Dios quiere y ama su esencia por sí misma, la cual no es susceptible de aumento o multiplicación (c. 42), como queda claro con lo dicho, sino solamente en virtud de su semejanza, participada por muchos. Dios quiere, por tanto, la multitud de los seres por el hecho de querer y amar su esencia y perfección.

Cualquier ser que ama algo en sí y por sí mismo, quiere, consiguientemente, todas las cosas en que esto se encuentra. Como el que ama lo dulce por sí mismo, es natural que quiera todo lo que es dulce. Pero Dios quiere y ama su ser en sí mismo y por sí, como se ha demostrado antes; y todo otro ser es una cierta participación, por semejanza, de su ser, como hasta cierto punto se ve con lo dicho (c. 29). Queda, por lo tanto, que Dios, por el hecho de amarse y quererse a sí mismo, quiere y ama a los otros seres.

Dios, queriéndose a sí mismo, quiere todo lo que en Él hay. Pero todos los seres preexisten de alguna manera en Él por sus propias razones, como se ha demostrado (c. 54). Dios, pues, queriéndose a sí mismo, quiere también los otros seres.

Como se ha dicho anteriormente (c. 70), la causalidad de un ser se extiende a más y más remotamente cuanto más perfecto es su poder. Por lo que, consistiendo la causalidad del fin en que se quieren las otras cosas por él, cuanto más perfecto es el fin y más intensamente querido, tanto más se extiende en razón de este fin la voluntad del que lo quiere. Ahora bien, la esencia divina es perfectísima como bondad y fin. Difunde, por lo tanto, su causalidad a muchos seres, que son queridos en virtud de ella; y principalmente por Dios, que la conoce perfectamente en toda su potencialidad.

La voluntad sigue al entendimiento. Pero Dios, por su entendimiento, se conoce principalmente a sí mismo y conoce todos los otros seres en sí mismo. Por lo tanto, se quiere también principalmente a sí mismo, y, queriéndose, quiere a los otros seres.

Esta doctrina se ve confirmada por la autoridad de la Sagrada Escritura. Se dice en el libro de la Sabiduría: “Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho”.

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