CAPÍTULO LXXIX: La resurrección de los cuerpos será realizada por Cristo

CAPÍTULO LXXIX

La resurrección de los cuerpos será realizada por Cristo

Como ya demostramos antes (capítulos 54, 50) que fuimos libertados por Cristo de cuanto incurrimos por el pecado del primer hombre, y, cuando éste pecó, nos transmitió no sólo el pecado, sino también la muerte, que es su castigo, según el dicho del Apóstol: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte”, es necesario que por Cristo seamos librados de ambas cosas, es decir, del pecado y de la muerte, en conformidad con lo que dice el Apóstol: “Si por la transgresión de uno, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo”.

Y para mostrarnos en sí mismo ambas cosas, no sólo quiso morir, sino también resucitar; y quiso morir para purificarnos del pecado, según dice el Apóstol: “Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, así también Cristo se ofreció una vez para cargar con los pecados de todos”; y quiso resucitar para librarnos de la muerte, según el texto: “Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren. Porque, como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos”.

Luego en los sacramentos conseguimos el efecto de la muerte de Cristo en cuanto a la remisión de la culpa, pues ya se dijo (cc. 56, 57, al princ.) que los sacramentos obran en virtud de la pasión de Cristo.

Pero el efecto de la resurrección de Cristo en cuanto a la liberación de la muerte lo conseguiremos al final de los siglos, cuando todos resucitemos por virtud de Cristo. Por eso dice el Apóstol: “Si de Cristo se predica que ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay tal resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe”. Por consiguiente, es de necesidad de fe el creer en la futura resurrección de los muertos.

Algunos, sin embargo, entendiendo torcidamente esto, no creen en la futura resurrección de los muertos; y todo cuanto leemos en la Escritura concerniente a la resurrección se empeñan en atribuirlo a la resurrección espiritual, en el sentido de que algunos resucitan de la muerte del pecado por la gracia.

Error que condena el mismo Apóstol, pues dice: “Evita las profanas y vanas pañerías, que fácilmente llevan a la impiedad, y su palabra cunde como gangrena. De ellos son Himeneo y Fileto, que, extraviándose de la verdad, dicen que la resurrección se ha realizado ya”; lo cual no podía referirse sino a la resurrección espiritual. Luego admitir la resurrección espiritual, negando la corporal, es contra la verdad de la fe.

Además, por lo que dice el Apóstol a los de Corinto, se ve que las palabras citadas han de entenderse de la resurrección corporal, ya que poco antes añade: “Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual”; donde claramente trata de la resurrección del cuerpo; y luego dice: “Es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad”. Mas lo corruptible y mortal es el cuerpo. En consecuencia, lo que resucitará es el cuerpo.

El Señor promete ambas resurrecciones, pues dice: “En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que escucharen vivirán”; lo cual parece referirse a la resurrección espiritual de las almas, que entonces ya comenzaba a realizarse por la unión de algunos con Cristo mediante la fe.

Pero después expresa la resurrección corporal, diciendo: “Llega la hora en la cual quienes están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios”. Y es evidente que en los sepulcros no están las almas, sino los cuerpos. Según esto, en esta ocasión fue anunciada anticipadamente la resurrección de los cuerpos.

También Job anuncia expresamente la resurrección de los cuerpos cuan do dice: “Porque lo sé: mi Redentor vive, y al fin servirá como fiador sobre el polvo, y después que mi piel se desprenda de mi carne, en mi carne contemplaré a Dios”.

Además, supuesto lo que anteriormente se demostró, puede servir para demostrar la futura resurrección de la carne una razón evidente. Se probó ya en el libro segundo (c. 79) que las almas humanas son inmortales, pues permanecen después de los cuerpos y desligadas de los mismos. Y consta, además, por lo que se dijo en el mismo libro (cc. 83, 68), que el alma se une naturalmente al cuerpo, porque es esencialmente su forma. Por lo tanto, el estar sin el cuerpo es contra la naturaleza del alma. Y nada “contra naturam” puede ser perpetuo. Luego el alma no estará separada del cuerpo perpetuamente. Por otra parte, como ella permanece perpetuamente, es preciso que de nuevo se una al cuerpo, que es resucitar. Luego la inmortalidad de las almas exige, al parecer, la futura resurrección de los cuerpos.

Se demostró antes, en el libro tercero (cc. 25, 2), que el deseo natural del hombre tiende hacia la felicidad. Pero la felicidad última es la perfección de lo feliz. Según esto, quien carezca de algo para su perfección todavía no tiene la felicidad perfecta, porque su deseo aún no está totalmente aquietado; pues todo lo imperfecto desea naturalmente alcanzar la perfección. Ahora bien, el alma separada del cuerpo es en cierto modo como toda parte que no existe con su todo, pues el alma es por naturaleza una parte de la naturaleza humana. Por lo tanto, el hombre no puede conseguir la última felicidad si el alma no vuelve a unirse al cuerpo, máxime habiendo demostrado (l. 3, c. 48) que el hombre no puede llegar a la felicidad última en esta vida.

Como se demostró en el libro tercero (c. 140), según lo dispuesto por la divina Providencia, se debe dar castigo a los que pecan y premio a quienes obran bien. Pero en esta vida los hombres, compuestos de alma y cuerpo, pecan u obran rectamente. En consecuencia, se debe dar a los hombres premio o castigo, tanto en cuanto al alma como en cuanto al cuerpo. Y consta también que el premio de la felicidad última no pueden conseguirlo en esta vida, según se manifestó en el libro tercero (c. 48). Además, en esta vida quedan los pecados frecuentemente sin castigar; más bien, como se dice en Job: “He aquí que los impíos viven y son levantados y confortados con riquezas”. Por consiguiente, es necesario afirmar que el alma y el cuerpo volverán a unirse para que el hombre pueda ser premiado y castigado en su alma y en su cuerpo.

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