CAPÍTULO LXXIV: La divina providencia no excluye lo fortuito ni lo casual

CAPÍTULO LXXIV

La divina providencia no excluye lo fortuito ni lo casual

Cuanto hemos dicho demuestra también que la providencia divina no excluye de las cosas ni lo fortuito ni lo casual.

Se dice que hay fortuna o casualidad en aquellas cosas que suceden pocas veces. Pues de no haber cosas así, todo acontecería por necesidad, cuando la mayor parte de cosas contingentes sólo se diferencian de las necesarias en que en ocasiones pueden fallar. Además, si todo aconteciere necesariamente, se destruiría el concepto de providencia, según consta (c. 72). Por lo tanto, el suponer que no exista nada fortuito y casual es contra el concepto de providencia.

Lo mismo sucedería si las cosas sujetas a la providencia no obraran por un fin, porque a ella corresponde ordenarlo todo al fin. Además, sería contrario a la perfección del universo el que no existiera nada corruptible y que ninguna potencia pudiera fallar, como consta por lo dicho (c. 71). Mas la casualidad se da cuando algún agente falla en lo que intentó al obrar por un fin. Si no existieran, pues, cosas casuales, no habría providencia ni perfección del universo.

La multitud y diversidad de causas nace del orden y disposición de la divina providencia. Ahora bien, supuesta la diversidad de causas, es preciso que alguna vez se encuentre una con otra impidiéndola o ayudándola a producir su efecto. Pero por el encuentro de dos o más causas resulta a veces algo casual, apareciendo un fin no buscado por alguna causa concurrente, como en el caso de aquel que va a la plaza para comprar algo y se encuentra con el deudor, por a exclusiva razón de que éste también fue allí. Luego no es contrario a la divina providencia que existan algunas cosas casuales y fortuitas.

Lo que no tiene existencia no puede ser causa de algo. Por eso es preciso que una cosa cualquiera tal como tiene la existencia tenga la causalidad. Según esto, los diversos órdenes de causas corresponderán justamente a los diversos órdenes de existencia. Pero, en vistas a la perfección de las cosas, se requiere que haya seres substanciales y también seres accidentales; pues las cosas cuya substancia no tiene la última perfección, deben recibir alguna perfección por los accidentes, y tantas más recibirán cuanto más alejadas estén de la simplicidad divina. Ahora bien, por el hecho do que un sujeto tiene muchos accidentes síguese que sea una determinada entidad accidental; porque el sujeto y el accidente, e incluso dos accidentes de un sujeto, constituyen una sola entidad accidental; por ejemplo, hombre blanco y músico blanco. Por lo tanto, para perfección de las cosas es preciso que haya causas accidentales. Pero lo que procede de algunas causas accidentalmente, decimos que sucede casual o fortuitamente. Luego no es contra el concepto de providencia, la cual conserva la perfección de las cosas, que algunas sucedan casual o fortuitamente.

Corresponde a la ordenación de la providencia divina que haya orden y grados en las causas. Y cuanto más elevada es una causa, tanto mayor es su poder. Sin embargo, la intención de cualquier causa creada no puede rebasar los límites de su propia potencia, pues sería en vano. Según esto, es preciso que la intención de una causa particular no se extienda a todo cuanto puede acontecer. Ahora bien, lo casual y fortuito se da precisamente porque acontece al margen de la intención de los agentes. Por lo tanto, el orden de la divina providencia requiere que haya cesas casuales y fortuitas.

Por eso se dice en el Eclesiastés: “Vi… que no es de los ágiles el correr, etc., sino que el tiempo y el acaso en todo se entremezclan”, o sea, en las cosas inferiores.

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