CAPITULO LXXIII
La divina providencia no quita la libertad de albedrío
Y esto demuestra que la divina providencia no se opone a la libertad de la voluntad.
El gobierno de cualquier ser providente se ordena, o a conseguir la perfección de las cosas, o a aumentarla, o a conservarla. Luego lo que atañe a la perfección ha de ser conservado por la providencia mucho más que lo imperfecto y defectuoso. Ahora bien, en las cosas inanimadas, la contingencia de las causas nace de sus imperfecciones y defectos, pues están determinadas por naturaleza a un efecto, que siempre alcanzan de no ser impedidas o por debilidad de su potencia, o por algún agente externo, o por indisposición de la materia; y por esto las causas naturales no están determinadas a una y otra cosa, sino que frecuentemente producen su efecto de la misma manera y rara vez fallan. Mas el que la voluntad sea contingente nace de su propia perfección, porque no está limitada en su potencia a una sola cosa, pudiendo producir este o aquel efecto; y por esto es contingente respecto de los dos. Luego a la divina providencia corresponde mucho más conservar la libertad de la voluntad que la contingencia de las cosas naturales.
Es propio de la providencia divina servirse de las cosas conforme al modo de ser de las mismas. Y el modo de ser de cualquier cosa obedece a su forma, la cual es principio de acción. Sin embargo, la forma mediante la cual obra voluntariamente un agente no está determinada, pues la voluntad obra en atención a una forma aprehendida por el entendimiento, porque el bien aprehendido mueve como objeto a la voluntad; y el entendimiento no tiene una sola forma determinada del efecto, puesto que por naturaleza abarca multitud de formas. Y, según esto, la voluntad puede producir los más variados efectos. Luego no corresponde a la razón de providencia el excluir la libertad de la voluntad.
Las cosas gobernadas son conducidas al fin conveniente por el gobierno del providente; por eso Gregorio Niseno dice de la providencia divina que es “la voluntad de Dios, mediante la cual todo cuanto existe alcanza una dirección conveniente”. Es así que el fin último de cualquier criatura es alcanzar la divina semejanza, según se demostró (c. 19). Según esto, se opondría a la providencia divina el que una cosa se viera privada de aquello por lo que consigue la divina semejanza. Mas el agente voluntario la alcanza por el hecho de obrar libremente, pues, según demostramos en el libro primero (c. 88), Dios tiene libre albedrío. Por lo tanto, la providencia divina no quita la libertad de la voluntad.
A la providencia pertenece el multiplicar los bienes en las cosas gobernadas. Luego no puede pertenecer a ella aquello por lo cual desaparecerían muchos bienes de las cosas. Mas, si se quitara la libertad de la voluntad, muchos bienes desaparecerían. Pues desaparecería la alabanza de la virtud, que no existiría si el hombre no obrara libremente; quedaría suprimida también la justicia de quien premia y castiga, si el hombre no pudiera hacer libremente el bien o el mal; cesaría incluso la circunspección al aconsejar, pues los consejos están de sobra si las cosas se han de hacer necesariamente. Luego sería contrario al concepto de providencia el suprimir la libertad de la voluntad.
Por esto se dice en el Eclesiástico: “Dios creó al hombre en un principio y le dejó al arbitrio de su propio consejo”. Y nuevamente: “Ante el hombre la vida y la muerte, el bien y el mal; lo que a él le agradare, eso se le dará”.
Y con esto se rechaza la opinión de los estoicos, quienes, “según cierto orden inalterable de causas, que los griegos llamaban Ymarmenen”, decían que todo acontece necesariamente.
Si encuentras un error, por favor selecciona el texto y pulsa Shift + Enter o haz click aquí para informarnos.