CAPÍTULO LXXII: Dios quiere

CAPÍTULO LXXII

Dios quiere

Tratadas ya las diferentes cuestiones relativas al conocimiento del entendimiento divino, ahora nos ocuparemos de la voluntad de Dios.

Por gel hecho de ser Dios inteligente, se puede concluir que quiere. En efecto, es necesario que el bien entendido, en cuanto tal, sea querido, por ser objeto propio de la voluntad el bien entendido. Se dice entendido con relación al inteligente. Por lo tanto, es necesario que el que conoce el bien, como tal, quiera. Ahora bien, Dios conoce el bien, pues, por ser perfectamente inteligente (capítulo 44), conoce el ser juntamente con la razón de bien. Y, por lo tanto, quiere.

Todo lo que posee una forma tiene por ella una relación con lo que existe en la naturaleza de las cosas; así, por ejemplo, un leño blanco, por su blancura es semejante a unos seres y diferente de otros. Ahora bien, en el sujeto que entiende y siente está la forma de la cosa entendida y sentida, ya que todo conocimiento es por alguna semejanza. Es necesario, por lo tanto, que exista una relación del que entiende y siente a los objetos entendidos y sentidos como están en la naturaleza de las cosas. Y esto no es porque entienden y sienten, pues por esto más bien resulta la relación de los objetos al sujeto, porque el acto de entender y sentir se realiza en cuanto los objetos están en el entendimiento y en el sentido, según el modo propio de cada uno. Ahora bien, el que siente y entiende se relaciona con los objetos exteriores por la voluntad y el apetito. De donde todo ser inteligente y sensitivo apetece y quiere; pero la voluntad está propiamente en el entendimiento. Dios, por lo tanto, necesariamente ha de querer por ser inteligente.

Lo que sigue a todo ser conviene al ser en cuanto tal. Y esto debe hallarse mayormente en el primer ser. Ahora bien, es propio de todo ente apetecer su perfección y la conservación de su ser; cada uno, sin embargo, según su modo propio: los intelectuales, por la voluntad; los animales, por el apetito sensitivo, y los que carecen de sentidos, por el apetito natural. Es también diferente la manera de los que poseen la perfección y la de los que no la poseen: los que no la poseen tienden a adquirir lo que les falta por el deseo de la virtud apetitiva de su propio género; y los que no la tienen descansan en ella. Esto no puede faltar al primer ser, que es Dios. Luego, siendo El ser inteligente, hay en Él voluntad, con la cual se complace en su ser y en su bondad.

El entender, cuanto más perfecto, tanto más deleita al sujeto que entiende. Pero Dios entiende, y su entender es perfectísimo (c. 44). Luego el acto de entender le es muy deleitable. Ahora bien, la delectación intelectual es por la voluntad como la sensitiva es por el apetito concupiscible. Hay, pues, voluntad en Dios.

La forma, considerada por el entendimiento, no mueve ni causa sino mediante la voluntad, cuyo objeto es el fin y el bien que nos impulsa a obrar. El entendimiento especulativo, por consiguiente, no mueve, ni tampoco la imaginación pura sin la estimación. Pero la forma del entendimiento divino es causa del movimiento y del ser de las criaturas, pues produce las cosas, como se ha dicho, por entendimiento. Ha de querer, por, lo tanto.

La voluntad es la primera entre las fuerzas motrices de los seres que tienen entendimiento: ella aplica todas las potencias al acto, pues entendemos porque queremos, imaginamos porque queremos, y así en las otras facultades. Tiene esta propiedad porque su objeto es el fin, aunque el entendimiento mueva a la voluntad, no a modo de causa eficiente y motriz, sino como causa final, proponiéndole su objeto propio, que es el fin. Por lo tanto, al primer motor le pertenece, mejor que a ningún otro, tener voluntad.

Es libre lo que es causa de sí mismo, y, por consiguiente, lo libre participa de la razón de lo que es por sí mismo. Ahora bien, la voluntad es la que principalmente tiene libertad al obrar; se dice que uno ejecuta una acción libremente en cuanto la realiza voluntariamente. Por lo tanto, es propio del primer agente obrar por la voluntad, por pertenecerle más que a ningún otro obrar por sí mismo.

El fin y el agente que obra por el fin se encuentran siempre en un mismo orden de cosas; por esto el fin próximo, que es proporcionado al agente, pertenece a su misma especie, lo mismo en las cosas naturales que en las artificiales. La forma del arte, por ejemplo, que impulsa la labor del artista, es especie de la forma que hay en la materia, y que es el fin del artista; y la forma de fuego, por la que el fuego generador obra, es de la misma especie que la forma de fuego engendrado, fin de la generación. Ahora bien, nada se puede encontrar coordinado con Dios, como perteneciente al mismo orden, si no es El mismo; de otra manera, habría varios primeros seres, contra lo ya probado (c. 42). Él es, por lo tanto, el primer ser que obra por un fin, que es El mismo. Es, pues, no sólo fin apetecible, sino apetecedor de sí mismo como fin, por decirlo así, y con apetito intelectual -puesto que es inteligente-, que es la voluntad. Hay, pues, en Dios voluntad.

Y esta voluntad divina confiésanla los testimonios de la Sagrada Escritura. Porque se dice en el Salmo: “Hizo el Señor todo cuanto quiso”; y en los Romanos: “¿Quién resiste a su voluntad?”

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