CAPÍTULO LXXII
De la necesidad de la penitencia y de sus partes
Luego todo lo dicho manifiesta que, si alguno peca después del bautismo, no puede por el bautismo recibir el remedio de su pecado. Y como la abundancia de la misericordia divina y la eficacia de la gracia de Cristo no toleran que falte el remedio, fue instituido otro remedio sacramental que sirviese para limpiar los pecados. Y éste es el sacramento de la penitencia, que es como cierta curación espiritual. Porque, así como los que han recibido la vida natural por la generación, si incurren en alguna enfermedad contraria a la perfección de la vida, se pueden curar de la enfermedad, sin que ello suponga un nuevo nacimiento, sino un simple cambio saludable, así también el bautismo, que es una regeneración espiritual, no se repite como remedio contra los pecados cometidos después, porque éstos son curados por la penitencia, que es como un cambio espiritual.
Además, se ha de tener en cuenta que la curación corporal es algunas veces totalmente intrínseca; por ejemplo, cuando alguno se cura con el solo poder de la naturaleza. Y otras veces es simultáneamente intrínseca y extrínseca, a saber, cuando la obra de la naturaleza es ayudada por el beneficio exterior de la medicina. Pero la curación totalmente extrínseca no se da, puesto que el sujeto conserva todavía los principios de la vida, que producen de alguna manera la salud en dicho sujeto. Mas la curación espiritual no puede ser totalmente intrínseca, pues ya dijimos en el libro tercero (c. 157) que el hombre no puede ser librado de la culpa si no es con el auxilio de la gracia. Igualmente, la curación espiritual tampoco puede ser totalmente extrínseca, pues no se le devolvería la salud al alma de no producirse movimientos ordenados en su voluntad. Luego es preciso que en el sacramento de la penitencia proceda la salud espiritual del interior y del exterior.
Y esto sucede así, porque, para que alguien se cure perfectamente de una enfermedad corporal, es necesario que se libre de todas las incomodidades en que incurrió a causa de ella; así, pues, la curación espiritual de la penitencia no sería perfecta si el hombre no se aliviara de todos los daños a que le indujo el pecado. El primer daño que el hombre padece por el pecado es el desorden del entendimiento, por el que la razón se aparta del bien inmutable, es decir, de Dios, y se convierte al pecado. El segundo es el incurrir en el débito de la pena; pues, como se demostró en el libro tercero (c. 140), por disposición de Dios, justísimo ordenador, cada culpa implica un castigo. El tercero es cierta debilitación del bien de naturaleza, ya que el hombre se hace pronto para pecar y lento para obrar bien.
Por lo tanto, lo primero que se requiere en la penitencia es la ordenación de la mente, es decir, que la mente se vuelva a Dios y se aleje del pecado, doliéndose de lo cometido y proponiendo que no lo cometerá; lo cual pertenece a la esencia de la “contrición”.
Y esta nueva ordenación de la mente no puede existir sin la gracia, porque nuestra mente no puede convertirse debidamente a Dios sin la caridad, y no hay caridad sin gracia, como consta por lo dicho en el libro tercero (c. 151). Asá, pues, por la contrición desaparece la ofensa de Dios y se quita el reato de la pena eterna, el cual no puede coexistir con la gracia y la caridad, pues no hay pena eterna sin previa separación de Dios, al cual se une el hombre por la gracia y la caridad. Luego esta nueva ordenación de la mente, que consiste en la contrición, procede del interior, o sea, del libre albedrío, con ayuda de la gracia divina:
Pero como antes (c. 55) se demostró que el mérito de Cristo, que padece por el género humano, obra para la expiación de todos los pecados, es necesario para sanar al hombre del pecado no sólo que se adhiera a Dios con la mente, sino también a Jesucristo, mediador entre Dios y los hombres, por el cual se concede la remisión de los pecados; porque en la conversión de la mente a Dios consiste la salud espiritual, que ciertamente no podemos conseguir sino por el médico de nuestras almas, Jesucristo, “que salva a su pueblo de sus pecados”. Cuyo mérito, en verdad, es suficiente para borrar totalmente todos los pecados, pues Él es “el que quita los pecados del mundo”, como dice San Juan; pero no todos consiguen perfectamente el efecto de la remisión, ya que cada uno en tanto lo consigue en cuanto está unido a Cristo paciente por los pecados.
Luego como en el bautismo nuestra unión con Cristo no es una operación nuestro interior, porque nadie se da el ser a sí mismo, sino que es de Cristo, “que nos engendró a una nueva esperanza”, la remisión de los pecados se hace en el bautismo según el poder de Cristo, que nos une a sí perfecta e íntegramente no sólo para que desaparezca la impureza del pecado, sino también para saldar totalmente el reato de toda pena, hecha excepción de quienes accidentalmente no alcanzan el efecto del sacramento por recibirlo ficticiamente.
Mas en esta curación espiritual nos unimos a Cristo mediante nuestra operación informada por la gracia divina. De donde no siempre, ni totalmente, ni de igual manera, conseguimos todos por esta unión el efecto de la remisión. Porque esta conversión de la mente a Dios y al mérito de Cristo y a la detestación del pecado puede ser tan vehemente, que el hombre consiga la perfecta remisión del pecado no sólo en cuanto a la expiación de la culpa, sino incluso en cuanto a la remisión total de la pena. Pero esto no acontece siempre. Pues algunas veces, borrada la culpa por la contrición y pagado el débito de la pena eterna, como se ha dicho, queda la obligación de cumplir alguna pena temporal, con efecto de salvar la justicia divina, según la cual la culpa se satisface con la pena.
Mas como para sufrir una pena por la culpa se requiere cierto juicio, es preciso que el penitente, que se confió a Cristo para que le sanara, espere el juicio de Cristo en la medida de la pena; cosa que Cristo realiza mediante sus ministros, como en los demás sacramentos. Pero nadie puede juzgar las culpas que ignora. Luego fue necesario instituir a “confesión”, como una “segunda” parte de este sacramento, para revelar al ministro de Cristo la culpa del penitente.
Por lo tanto, es necesario que el ministro a quien se hace la confesión tenga poder judicial como vicario de Cristo, “que ha sido constituido juez de vivos y muertos”. Ahora bien, para la potestad judicial se requieren dos cosas, a saber: la autoridad para conocer la culpa y la potestad de absolver o de condenar. Y estas dos cosas se llaman las “dos llaves de la Iglesia”, es decir, la ciencia de discernir y el poder de atar y desatar, las cuales confió el Señor a San Pedro, según aquello de San Mateo: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos”. Mas no hay que entender tal encomienda como si sólo San Pedro las tuviera, sino como que por él llegarían a los demás; de otro modo no se hubiera atendido suficientemente a la salvación de los fieles.
Y estas llaves tienen eficacia por la pasión de Cristo, con la que Él nos abrió las puertas del reino celestial. Y, por lo tanto, así como sin bautismo, en el cual obra la pasión de Cristo -recibido realmente o deseado en voto, “cuando la necesidad y no el desprecio impide el sacramento”-, no puede haber salvación para los hombres, del mismo modo no puede haber salvación para quienes pecan después del bautismo, si no se someten a las llaves de la Iglesia, ya actualmente, confesando y sufriendo el juicio de los ministros de la Iglesia; ya teniendo al menos el propósito de cumplir esto en el tiempo oportuno; porque, como dice San Pedro, “ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos, a no ser en el nombre de nuestro Señor Jesucristo”.
Con esto, pues, se rechaza el error de algunos, que dijeron que el hombre puede conseguir el perdón de los pecados sin confesión ni propósito de confesarse, o que los prelados de la Iglesia pueden dispensar a alguno de la obligación de confesarse. Pero dichos prelados no pueden, porque, de hacerlo, “se inutilizarían las llaves de la Iglesia”, en las cuales se funda todo su poder. Ni tampoco puede decirse que alguien consiga la remisión de los pecados sin el sacramento, que tiene virtud por la pasión de Cristo; porque esto sólo puede hacerlo Cristo, que es el fundador y autor de los sacramentos. Luego, así como no puede ser dispensado por los prelados de la Iglesia que alguien se salve sin el bautismo, así tampoco que alguien consiga la remisión sin confesión y absolución.
Por otra parte, se ha de tener en cuenta que, así como el bautismo tiene cierta eficacia para el perdón del pecado, incluso antes de ser recibido actualmente, mientras permanece el propósito de recibirlo -aunque, cuando se recibe, actualmente confiera un efecto más abundante en la adquisición de la gracia y la remisión de la culpa, y, lo que a veces sucede, se confiera la gracia y se perdone la culpa a quien no la tena perdonada-, del mismo modo, las llaves de la Iglesia tienen eficacia en uno antes de que se someta a ellas, aunque reciba mayor plenitud de gracia y de remisión cuando actualmente se somete confesando y recibiendo la absolución; no habiendo inconveniente, además, para que alguna vez se le confiera al confesado, por virtud de las llaves, en la misma absolución, una gracia por la que se le perdone la culpa.
Luego, como incluso en la misma confesión y absolución se otorga un efecto mayor de gracia y de perdón a quien por su buen propósito obtuvo antes ambas cosas, es manifiesto que el ministro de la Iglesia, absolviendo por virtud de las llaves, condona algo de la pena temporal al deudor que permaneció arrepentido después de la contrición. Sin embargo, con su mandato obliga al penitente a cumplir lo restante; y este cumplimiento de la obligación se llama “satisfacción”, que es la “tercera” parte del sacramento de la penitencia, por la que el hombre se libra totalmente del reato de la pena cuando cumple el castigo que debía; y después se cura de la debilitación del bien de naturaleza cuando se abstiene de lo malo y se acostumbra a lo bueno, sometiendo a Dios el espíritu por la oración, domando la carne por el ayuno, para que se sujete al espíritu, y mediante obras externas, como el dar limosna, uniéndose a sus prójimos, de quienes se separó por la culpa.
Esto, pues, evidencia que el ministro de la Iglesia ejerce un cierto juicio en el uso de las llaves. Mas el poder de juzgar sólo se confía a quien tiene súbditos. Por lo tanto, es manifiesto que cualquier sacerdote no puede absolver de los pecados a cualquiera, como dicen algunos equivocadamente, sino sólo a quien está bajo su poder.
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