CAPÍTULO LXX
Del sacramento de la penitencia, y en primer lugar la cuestión de que los hombres, después de recibir la gracia sacramental, pueden pecar
Aunque los hombres reciban la gracia por dichos sacramentos, sin embargo, no se hacen impecables por haberla recibido.
Pues los dones gratuitos se reciben en el alma como disposiciones habituales, mas el hombre no obra siempre según ellos. Porque nada impide que quien posee un hábito obre según el hábito o contra él; por ejemplo, el gramático puede hablar rectamente, según la gramática, y también hablar inconvenientemente, contra la gramática. Y así sucede también con los hábitos de las virtudes morales, pues quien tiene el hábito de la justicia puede obrar también contra ella. Y esto es así porque en nosotros el uso de los hábitos depende de la voluntad, y la voluntad se relaciona con ambos opuestos. Luego es claro que el hombre, recibiendo los dones gratuitos, puede pecar obrando contra la gracia.
Además, en el hombre no puede darse la impecabilidad si la voluntad no es inmutable. Pero la voluntad, humana sólo es impecable cuando alcanza el último fin. Porque la voluntad se vuelve inmutable cuando se llena totalmente, pues entonces ya no tiene por qué desviarse de aquello en que está cimentada. Mas la plenitud de la voluntad no le compete al hombre sino cuando alcanza su último fin, porque si le queda algo por desear, su voluntad no está llena. Así, pues, la impecabilidad no le compete al hombre antes de llegar a su último fin. El cual no se le da al hombre juntamente con la gracia sacramental, porque los sacramentos son para ayudar al hombre mientras camina hacia el fin. Luego por la gracia recibida mediante los sacramentos nadie se vuelve impecable.
Además, todo pecado ocurre por cierta ignorancia; por eso dice el Filósofo que “todo hombre malo es ignorante”; y en los Proverbios se dice: “¿No yerra el que maquina el mal?” Luego únicamente el hombre puede estar seguro de no pecar en cuanto a la voluntad cuando está seguro de no errar e ignorar en cuanto al entendimiento. Pero es evidente que el hombre no se inmuniza totalmente contra la ignorancia y el error por la gracia recibida mediante los sacramentos, porque esto es propio del hombre que ve intelectualmente aquella Verdad que es la certeza de todas las demás verdades, y esta visión, en realidad, es el último fin del hombre, como ya se demostró en el libro tercero (cc. 25, 27). Luego el hombre no se vuelve impecable por la gracia sacramental.
Además, para la alteración humana que obedece a la maldad o a la virtud contribuye en gran manera la alteración proveniente de las pasiones del alma; pues por el hecho de que las pasiones del alma se refrenan y ordenan por la razón, el hombre se hace virtuoso o se conserva en la virtud; mas si la razón obedece a las pasiones, el hombre se vuelve vicioso. Luego mientras el hombre pueda ser alterado por las pasiones del alma, lo será también por el vicio y la virtud. Pero la alteración proveniente de las pasiones del alma no desaparece por la gracia dada en los sacramentos, sino que permanece en el hombre mientras el alma está unida al cuerpo pasible. Luego es manifiesto que el hombre no se vuelve impecable por la gracia sacramental.
Por otra parte, parece inútil amonestar a quienes son impecables que no pequen. Mas por la doctrina evangélica y apostólica son amonestados los fieles que ya han alcanzado por los sacramentos la gracia del Espíritu Santo, pues se dice: “Mirando bien que ninguno sea privado de la gracia de Dios, que ninguna raíz amarga, brotando, la impida”; y también: “Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados”; y en la primera a los de Corinto: “Así, pues, el que cree estar en pie, mire no caiga”. También el Apóstol dice de sí mismo: “Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado”. Luego los hombres no se vuelven impecables por la gracia recibida en los sacramentos.
Con esto se rechaza el error de algunos herejes, que dicen que el hombre, después de recibir la gracia del Espíritu Santo, no puede pecar; y si peca, es que nunca tuvo la gracia del Espíritu Santo. Y toman como apoyo de su error lo que se dice en la primera a los de Corinto: “La caridad no pasa jamás”; y en la primera de San Juan: “Todo el que permanece en El no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido”; y otro testimonio más claro: “Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar porque ha nacido de Dios”.
Pero estas cosas no son eficaces para demostrar lo que ellos se proponen. Pues no se dice que “la caridad no pasa jamás” en el sentido de que quien tiene caridad no la pierda alguna vez, porque se dice en el Apocalipsis: “Pero tengo contra ti algunas cosas, que dejaste tu primera caridad”; sino que se dice que “la caridad nunca pasa”, porque como los demás dones del Espíritu Santo, que de sí son imperfectos, por ejemplo, el espíritu de profecía y otros semejantes, “desaparecerán cuando llegue lo que es perfecto”, la caridad, en cambio, permanecerá en su primitivo estado de perfección.
Además, los testimonios tomados de la epístola de San Juan se expresan así porque los dones del Espíritu Santo, mediante los cuales el hombre es adoptado o renace como hijo de Dios, tienen de sí tal virtud, que pueden conservar al hombre sin pecado, no pudiendo el hombre pecar si vive según ellos. Sin embargo, puede Obrar contra ellos y, apartándose de los mismos, pecar, pues se dijo: “Quien ha nacido de Dios no puede pecar”; como si se dijera: “Lo cálido no puede enfriar”; no obstante, lo cálido puede convertirse en frío, y así enfriará. O como si dijera: “El justo no hace cosas injustas”, o sea, en cuanto es justo.
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