CAPÍTULO LXVI
Dios conoce lo que no existe
En segundo lugar hemos de demostrar que a Dios no le falta el conocimiento aun de lo que no existe. En efecto:
Según lo anteriormente dicho (c. 61), la ciencia divina es a las cosas conocidas como éstas son a nuestra ciencia. Ahora bien, la relación del objeto a nuestra ciencia es ésta: que el objeto puede existir, independientemente de la ciencia que tengamos de él; como, por ejemplo, la cuadratura del círculo, que indica el Filósofo (“Categorías”); pero no al contrario. Luego la relación de la ciencia divina a las otras cosas será tal, que sea también de las no existentes.
El conocimiento de la inteligencia divina es respecto de las criaturas lo que el conocimiento del artífice respecto de lo artificial, ya que su ciencia es causa de los seres. Ahora bien, el artífice conoce, en virtud del conocimiento que tiene de su arte, hasta las obras todavía no realizadas, porque las formas del arte fluyen de su ciencia hacia la materia exterior para la creación de lo artificial, y por esto nada impide que en la ciencia del artista existan formas aún no realizadas exteriormente. Por lo tanto, nada se opone tampoco a que Dios tenga igualmente conocimiento de lo que no existe.
Dios conoce los otros seres por su esencia, en cuanto es la semejanza de lo que procede de Él. Pero, como la esencia de Dios es de infinita perfección (c. 43), y las criaturas tienen ser y perfección limitados, es imposible que la universalidad de los seres creados iguale a la perfección de la esencia divina. Y, por lo tanto, la fuerza de su representación se extiende a muchos más seres que los que realmente existen. Si, pues, Dios conoce totalmente la virtud y perfección de su esencia, su conocimiento se extiende no sólo a lo que existe, sino también a lo que no existe.
Nuestro entendimiento, en virtud de la operación que le descubre la quididad, Puede conocer también lo que no existe actualmente, pues puede comprender, por ejemplo, la esencia del león o del caballo, muertos todos los animales de esta especie. Ahora bien, hemos demostrado ya (c. 59) que la inteligencia divina entiende a modo de quien conoce la quididad, no sólo las definiciones, sino también todo lo que puede enunciarse. Puede, por lo tanto, conocer también lo no existente.
Se puede conocer el efecto en su causa aun antes de existir realmente; por ejemplo, el astrólogo conoce de antemano un eclipse futuro observando los movimientos de los cuerpos celestes. Pero el conocimiento que Dios tiene de los seres es por causa; pues, entendiéndose a sí mismo, que es causa universal, conoce a los otros seres como efectos suyos (c. 49). Nada se opone, por lo tanto, a que conozca lo que todavía no existe.
En el entender de Dios no se da sucesión, como tampoco en su ser. Por lo tanto, permanece siempre todo a la vez, que es precisamente lo que envuelve el concepto de eternidad. En cambio, la duración del tiempo se prolonga por la sucesión del antes Y después. De donde la proporción de la eternidad a toda la duración del tiempo es como la proporción de lo indivisible a lo continuo. Pero no se trata ciertamente del indivisible que es término del continuo y no se encuentra en alguna de sus partes -tal como un solo momento de tiempo-, sino del indivisible que existe fuera del continuo y coexiste, sin embargo, con cada una de sus partes o con un punto determinado de él; porque, como el tiempo no se extiende más allá del movimiento, la eternidad, que está completamente fuera del movimiento, nada tiene de común con el tiempo. Además, como el ser de lo eterno no tiene fin, la eternidad está presente a cualquier tiempo o instante de tiempo. El círculo puede servir de ejemplo: un punto determinado de la circunferencia, aunque sea indivisible, no coexiste juntamente con otro cualquier punto por su posición, porque la continuidad de la circunferencia resulta del orden de las posiciones; en cambio, el centro situado fuera de la circunferencia es opuesto directamente a cualquier punto determinado de ella. Por lo tanto, todo lo que existe en cualquier parte de tiempo coexiste con lo eterno como presente al mismo, aunque respecto de otra parte de tiempo sea pasado o futuro. Nada puede ser presente a lo eterno si no es a todo él, porque no tiene duración sucesiva. En consecuencia, el entendimiento divino en su eternidad intuye como presente todo lo que se realiza en el decurso del tiempo. Ahora bien, lo que se realiza en una determinada parte de tiempo no siempre existió. Queda probado, por lo tanto, que Dios conoce lo que, según el decurso del tiempo, todavía no existe.
Es claro, pues, por estas razones que Dios conoce los no‑entes. Sin embargo, no todos los no‑entes tienen la misma relación con su ciencia. Los que no son, ni serán, ni fueron, Dios los conoce como posibles a su virtud; de manera que no los ve como existentes de algún modo en sí mismos, sino únicamente en la potencia divina. Y a esto llaman algunos conocer Dios por ciencia de simple inteligencia.
En cambio, los seres que son presentes, pasados o futuros para nosotros, Dios los ve en su potencia, en sus propias causas y en sí mismos. Y este conocimiento se llama ciencia de visión. Dios, en efecto, ve no solamente el ser que tienen en sus causas las cosas que todavía no nos son presentes, sino también el que tienen en sí mismas, porque su eternidad está presente a todo tiempo en virtud de su indivisibilidad. Y, sin embargo, Dios conoce por su esencia el ser de cualquier cosa. Pues su esencia puede ser representada por muchas cosas que no son, ni serán, ni fueron. Ella es también la semejanza de la virtud de cualquier causa, por la cual existen los efectos en sus causas. Finalmente, el ser que cada cosa tiene en sí misma proviene ejemplarmente de ella.
En consecuencia, Dios conoce los no‑entes en cuanto de algún modo tienen ser, ya en la potencia de Dios, ya en sus causas, ya en sí mismos. Y esto no se opone al concepto de ciencia.
La Sagrada Escritura da testimonio de lo que antecede. Se dice en el Eclesiástico: “Todas las cosas eran conocidas al Señor Dios nuestro antes que fueran creadas, y asimismo conoce todos las cosas después de acabadas”. Y en Jeremías: “Antes que te formara en las entrañas, te conocí”.
Es claro también, por lo que antecede, que nadie nos obliga a decir, como algunos afirmaron, que Dios conoce los singulares de manera universal porque los ve solamente en sus causas universales, como el que conoce un eclipse, no como tal eclipse determinado, sino como un fenómeno que proviene de la interposición de los astros, pues ya hemos demostrado (cc. 50, 65) que la ciencia divina se extiende a los seres singulares como existen en sí mismos.
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