CAPÍTULO LXV: Dios conoce los singulares

CAPÍTULO LXV

Dios conoce los singulares

Vamos a probar, pues, en primer lugar, que a Dios no le puede faltar el conocimiento de los singulares. En efecto:

Se ha demostrado más arriba (c. 49) que Dios conoce las cosas en cuanto es causa de ellas. Y las cosa, singulares son efectos de Dios, pues Dios causa las cosas en cuanto las hace ser en acto. Ahora bien, los universales no son subsistentes, sino que tienen el ser en los singulares (“Metal.”, VII). Dios, por lo tanto, conoce los otros seres no sólo en lo universal, sino también en lo singular.

Se conoce necesariamente una cosa conocidos los principios que constituyen su esencia; por ejemplo, conocida el alma racional y tal cuerpo, se conoce al hombre. Ahora bien, la esencia singular la constituye una materia determinada y una forma individualizada; por ejemplo, la esencia de Sócrates se constituye de tal cuerpo y de tal alma, y la esencia del hombre universal, de cuerpo y de alma (“Metal.”, VII). Y así como estos elementos entran en la definición de hombre universal, así también entrarían en la definición de Sócrates, si pudiera definirse. Por lo tanto, a quien tiene conocimiento de la materia y de lo que la determina, así como de la forma individualizada en la materia, no le puede faltar el conocimiento de lo singular. Ahora bien, el conocimiento de Dios llega hasta la materia y accidentes que la individualizan y hasta las formas. En efecto, como su entender es su esencia, necesariamente ha de conocer todo lo que de cualquier modo está en su esencia, en cuya virtud preexiste, como en la primera fuente, todo lo que de cualquier modo tiene ser, por ser el principio primero y universal del ser. Ahora bien, la materia y el accidente no son ajenos de este principio primero y universal del ser, pues la materia es ente en potencia, y el accidente ente en otro. A Dios, por lo tanto, no le falta el conocimiento de los singulares.

No se puede conocer perfectamente la naturaleza del género si no se conocen sus diferencias primeras y sus propiedades; por ejemplo, no se sabe perfectamente la naturaleza del número si se ignora lo que es par o impar. Pero lo universal y lo singular son diferencias o propiedades del ente. Si, pues, Dios, viendo su esencia, conoce perfectamente la naturaleza común del ente, ha de conocer también perfectamente lo universal y lo singular. Porque así como no tendría una ciencia perfecta de lo universal si comprendiera la intención universal sin conocer también el ser universal, tal como el hombre o el animal, tampoco tendría una ciencia perfecta de lo singular si conociese la razón de la singularidad y no este o aquel singular. Es necesario, por lo tanto, que Dios conozca los seres singulares.

Dios es su conocer como es su propio ser (c. 46). En cuanto es su propio ser, conviene que se encuentren en Él, como en su primera fuente, todas las perfecciones del ser (c. 28). Luego en su conocimiento ha de hallarse, como en la primera fuente del conocer, la perfección de todo conocimiento. Y esto no sería así si le faltara el conocimiento de los singulares, ya que en esto consiste la perfección de ciertos seres cognoscentes. Es imposible, por lo tanto, que Dios no tenga conocimiento de los singulares.

En todas las potencias ordenadas sucede ordinariamente que la potencia superior se extiende a más objetos y, sin embargo, es única; en cambio, la potencia inferior abarca menos objetos y se multiplica con relación a ellos. Tenemos, por ejemplo, la imaginación y los otros sentidos; la sola imaginación se extiende a todos los objetos que captan los cinco sentidos y todavía más. Pero la facultad cognoscitiva es más potente en Dios que en el hombre. Por lo tanto, todo lo que el hombre conoce mediante diversas facultades, como el entendimiento, la imaginación y los sentidos, Dios lo conoce con su inteligencia una y simple. Por consiguiente, es conocedor de los singulares que nosotros aprehendemos por el sentido y la imaginación.

El entendimiento divino no recibe el conocimiento de las cosas, como ocurre con nuestro entendimiento, sino que su conocimiento divino causa las cosas, según más adelante probaremos (l. 2, c. 24). Por consiguiente, el conocimiento que tiene de los otros seres es a modo de un conocimiento práctico. Ahora bien, el conocimiento práctico no es perfecto sino cuando llega a los singulares, porque su fin es la operación, que se halla en los singulares. Por lo tanto, el conocimiento divino que versa sobre los otros seres se extiende a los singulares.

Se ha demostrado ya que el primer móvil recibe el movimiento de un motor que mueve por entendimiento y apetito (c. 44). Ahora bien, ningún motor puede causar el movimiento si no conoce al móvil como susceptible de ser movido localmente. Y esto es en cuanto está en tal lugar y momento y, por consiguiente, en cuanto es singular. Por lo tonto, el entendimiento motor del primer móvil lo conoce en cuanto es singular. Y este motor, o es Dios, y entonces tenemos lo propuesto; o es algo inferior a Dios. Y si un entendimiento tal puede conocer por su propia virtud lo singular -cosa imposible a nuestro entendimiento-, mucho mejor podrá conocerlo el entendimiento de Dios.

El agente es más noble que el paciente y que el acto, como el acto es más noble que la potencia. Por lo tanto, la forma de un grado inferior cuando obra no puede elevar su semejanza a un grado más alto; en cambio, la forma superior puede reducirla a un grado inferior; por ejemplo, las formas corruptibles de los seres inferiores son producidas por las virtudes incorruptibles de los actos; pero una virtud corruptible no puede producir una forma incorruptible. Ahora bien, todo conocimiento se realiza por la asimilación del que conoce y de lo conocido. Hay que hacer, sin embargo, esta distinción: la asimilación en el conocimiento humano proviene de la acción de los objetos sensibles en las facultades cognoscitivas humanas; pero en el conocimiento divino sucede contrariamente, por la acción de la forma del entendimiento divino en los objetos conocidos. La forma, pues, del objeto sensible, por ser individualizada por su materialidad, no puede elevar la semejanza de su singularidad hasta el punto que sea completamente inmaterial, sino solamente hasta las facultades que usan de órganos materiales. Al entendimiento es elevada por virtud del entendimiento agente, en cuanto es despojada totalmente de las condiciones materiales. Y, por consiguiente, la semejanza de la singularidad de la forma sensible no puede llegar hasta el entendimiento humano. Por el contrario, la semejanza de la forma del entendimiento divino, por extenderse -lo mismo que su causalidad- hasta lo más mínimo de los seres, llega hasta la singularidad de la forma sensible y material. Por lo tanto, el entendimiento divino puede conocer los singulares, cosa que no puede hacer el entendimiento humano.

De la negación de esta verdad se seguiría la inconveniencia que el Filósofo saca contra Empédocles (“Del alma”, I), a saber, que “Dios seria el más ignorante de los seres” si no conociera los singulares, que hasta los hombres conocen.

Esta verdad que nosotros hemos probado la confirma la Sagrada Escritura. Se dice, pues, en la Epístola a los Hebreos: “No hay cosa creada invisible en su presencia”. Y el error contrario lo refuta el Eclesiástico: “No digas: Me esconderé de Dios, y desde las alturas, )quién se acordará de mí?”

Por las razones dichas queda en claro que la objeción no concluye rectamente. Porque, aunque lo que el entendimiento divino conoce sea inmaterial, es, sin embargo, la semejanza de la materia y de la forma, como el primer principio productor de ambos.

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