CAPÍTULO LII: Solución a las objeciones expuestas

CAPÍTULO LII

Solución a las objeciones expuestas

Para solucionar estas objeciones, hay que advertir previamente que en el género humano aparecen ciertos síntomas bastante probables del pecado original. Pues, como Dios vela con solicitud los actos humanos, dando, en consecuencia, el premio a las buenas obras y el castigo a las malas, como ya quedó demostrado (libro 3, c. 140), por la existencia del castigo podemos cerciorarnos de la culpa. Ahora bien, el género humano padece comúnmente diversas penas tanto corporales como espirituales. Entre las corporales, la primera es la muerte, con la cual se relacionan todas las demás, o sea, el hambre, la sed y otras semejantes. Entre las espirituales, sin embargo, la principal es la debilidad de la razón, por cuya causa sucede que el hombre llega con dificultad al conocimiento de la verdad y fácilmente cae en el error, y no puede superar totalmente los apetitos de los sentidos, siendo más bien ofuscado con frecuencia por

Pero alguien podría decir que tales deficiencias, tanto corporales como espirituales, no son penales, sino defectos naturales, que provienen necesariamente de la materia. Porque es necesario que el cuerpo humano, estando compuesto de contrarios, sea corruptible, y que el apetito sensitivo tienda a los deleites sensibles, que en ocasiones son contrarios a la razón; y como el entendimiento posible esté en potencia respecto de las cosas inteligibles, no teniendo ninguna de ellas en acto, ya que por naturaleza tiende a adquirirlas de las cosas sensibles, difícilmente puede llegar al conocimiento de la verdad, y con facilidad se desvía de ella a causa de las representaciones sensibles. Mas, considerando rectamente esto, cualquiera podrá juzgar con bastante probabilidad, supuesta la divina providencia, que ajustó a cada perfección sus correspondientes perfectibles, que Dios unió la naturaleza superior a la inferior para que la dominase; y que si tal dominio se ve impedido por deficiencia de la naturaleza, Él la quita con su gracia especial y sobrenatural; de modo que, como el alma racional es de una naturaleza superior al cuerpo, se la considere como unida al cuerpo en tales condiciones que no pueda haber nada en el cuerpo contrario al alma, que es la vida del mismo; e igualmente, si la razón humana se une al apetito sensitivo y a las potencias sensitivas, sea a condición de que la razón no esté impedida por las potencias sensitivas, sino más bien que las domine. Así, pues, según la doctrina de la fe, establecemos que el hombre fue creado en un principio de tal manera que, mientras la razón estuviese sujeta a Dios, las fuerzas inferiores le sirviesen sin obstáculo y el cuerpo no pudiese librarse de su sujeción por ningún impedimento corporal, supliendo Dios y su gracia lo que faltaba a la naturaleza para realizarlo; mas, cuando la razón se apartó de Dios, las fuerzas inferiores se volvieron contra ella, y el cuerpo sucumbió a las pasiones contrarias a la vida, que se debe al alma.

Luego tales deficiencias, si bien parezcan naturales al hombre, considerando en absoluto la naturaleza humana según lo que hay de inferior en ella, en cambio, teniendo en cuenta la divina providencia y la dignidad de la parte superior de la naturaleza humana, se puede demostrar con bastante probabilidad que tales deficiencias son penales. Y así puede colegirse que el género humano estuvo originariamente inficionado por algún pecado.

Vistas, pues, estas cosas, se ha de responder a lo que se objetó en contra.

Pues no hay inconveniente en decir que, pecando uno, se propagó e, pecado a todos por nacimiento, aunque cada cual sea alabado o vituperado por su propio acto, como indicaba la primera razón. Pues lo que ocurre en las cosas que son de un solo individuo no se da en las que pertenecen a la naturaleza de toda a especie, porque “por la participación de la naturaleza muchos hombres son como un solo hombre”, según dice Porfirio. Luego el pecado que pertenece a un solo individuo o a la persona de un hombre no se imputa como culpa a otro, sino a quien peca, pues ambos son personalmente distintos. Ahora bien, si hay algún pecado que se refiera a la naturaleza misma de la especie, no hay inconveniente en que de uno se propague a otros, así como la naturaleza de la especie se comunica a los otros por medio de uno. Mas, como el pecado es cierto mal de la naturaleza racional, y el mal es una privación de bien, en atención al bien que se priva hay que juzgar si un pecado pertenece a la naturaleza común o a alguna persona particular. Por lo tanto, los pecados actuales, que comúnmente hacen los hombres, privan de algún bien a la persona que peca, como la gracia y el debido orden de las partes del alma; por eso son personales y, pecando uno, no se imputan a otro. Sin embargo, el primer pecado del primer hombre no sólo privó a quien pecó de un bien propio y personal, esto es, la gracia y el orden debido del alma, sino también de un bien perteneciente a la naturaleza común. Porque, como antes se dijo, la naturaleza humana fue creada en su origen de modo que las potencias inferiores se sometiesen perfectamente a la razón, la razón a Dios y el cuerpo al alma, supliendo Dios con su gracia lo que faltaba para esto por naturaleza. Pero este beneficio, que algunos llaman “justicia original”, fue concedido al hombre con el fin de que se transmitiera juntamente con la naturaleza a sus descendientes. Mas, al romper la razón la sujeción divina por el pecado del primer hombre, se siguió que ni las potencias inferiores se sometiesen perfectamente a la razón ni el cuerpo al alma; y esto no ocurrió solamente en quien pecó primero, sino que pasó también, consiguientemente, a los descendientes, a quienes había de llegar también la justicia original. Así, pues, el pecado del primer hombre, de quien proceden todos los demás, según la doctrina de la fe, fue no solamente personal, en cuanto que privó a dicho primer hombre de un bien propio, sino también natural, en cuanto que perdió para sí y para sus descendientes la gracia concedida a toda la naturaleza humana. Luego dicha falta, que se propaga por el primer hombre a todos los demás, supone también en ellos la razón de culpa, en cuanto que todos los hombres se consideran como uno solo en la participación de la naturaleza común. Pues tal pecado es voluntario por la voluntad del primer padre, a la manera como la acción de la mano tiene razón de culpa por la voluntad de su primer motor, que es la razón; de modo que, con relación al pecado de naturaleza, se consideren los diversos hombres como partes de la naturaleza común, tal como las diversas partes de un hombre en relación con el pecado personal.

Luego, según esto, es verdad decir que, pecando uno, “todos pecaron en él”, como dice el Apóstol, y proponía la segunda razón. No porque en él estuviesen en acto todos los demás hombres, sino virtualmente, como en su principio original. Tampoco se dice que pecasen en él como si realizasen algún acto, sino en cuanto que pertenecen a su misma naturaleza, que se corrompió por el pecado.

Y si el pecado se propaga del primer padre a los descendientes, como el sujeto del pecado es el alma racional, no se sigue que el alma, racional se propague juntamente con el semen, según argüía la tercera razón. Porque la propagación de este pecado de naturaleza, que se llama original, es como la propagación de la naturaleza de la especie, la cual, aunque se realice por el alma racional, sin embargo, no se transmite con el semen, que sólo propaga el cuerpo, apto por naturaleza para recibir tal alma, como se demostró en el libro segundo (c. 86).

Y, aunque Cristo descendiese del primer padre según la carne, no incurrió, sin embargo, en la mancha del pecado original, como concluía da cuarta razón; porque del primer padre sólo recibió la materia corporal; pero la virtud generadora de su cuerpo no procedió del primer padre, sino que fue obra del Espíritu Santo, como antes se demostró (capítulo 46). Por eso no recibió la naturaleza humana de Adán como de un agente, aunque la recibiese de Adán como de un principio material.

También se ha de tener en cuenta que dichas deficiencias se transmiten por origen natural, puesto que la naturaleza está despojada del auxilio de la gracia, el cual se concedió al primer hombre para que lo transmitiera juntamente con la naturaleza. Y, como este despojo procedió de un pecado voluntario, la deficiencia consiguiente recibió la razón de culpa. Así, pues, tales deficiencias son no solamente culpables por comparación al primer principio, que es el pecado dé Adán, sino también naturales por comparación a la naturaleza ya despojada; por eso dice también el Apóstol: “Éramos por naturaleza hijos de ira”. Y con esto se soluciona la quinta dificultad.

Se ve, pues, por lo dicho, que el vicio de origen que produce el pecado original proviene de la deficiencia de algún principio es decir, del don gratuito que se dio a la naturaleza en su creación. El cual, en cierto sentido, fue natural, no como causado por los principios de la naturaleza, sino porque fue dado al hombre para que lo propagase juntamente con la naturaleza. Ahora bien, la sexta objeción partía de que se llama natural a lo que es causado por los principios de la naturaleza.

Y del mismo modo argüía la séptima objeción, hablando del defecto del principio natural perteneciente a la naturaleza de la especie, pues lo que proviene de la deficiencia de este principio natural sucede rara vez. Sin embargo, la falta del pecado original proviene de la deficiencia del principio sobreañadido a los principios de la especie, como queda dicho.

Se ha de saber también que en el acto de la virtud de engendrar no puede haber una deformidad idéntica a la del pecado actual, que depende de la voluntad de cada persona, porque el acto de la virtud de engendrar no obedece a la razón o a la voluntad, como deducía la razón octava. Mas nada impide que la deformidad de la culpa original, que pertenece a la naturaleza, se encuentre en el acto de la virtud de engendrar, pues los actos de esta potencia se llaman naturales.

Y lo que se objeta en el noveno argumento puede solucionarse fácilmente por lo ya dicho. Pues el pecado no implica la pérdida del bien natural que pertenece a la naturaleza especifica; sin embargo, el bien de naturaleza sobreañadido por la gracia se pudo quitar por haber pecado el primer padre, como antes se dijo (“Se ve, pues”, etc.).

Por todo lo dicho se ve también con facilidad la solución a la décima razón. Porque, como la privación y el defecto estén en mutua correspondencia, los hijos se asemejan a los padres en el pecado original por la misma razón por la que también el don, concedido desde un principio a la naturaleza, sería propagado de los padres a los descendientes; porque, a pesar de que no pertenecía a la razón de especie, sin embargo fue dado al primer hombre por la gracia divina para que se propagara de él a toda la especie.

Asimismo, se ha de tener presente que, aunque alguien quede limpio del pecado original por los sacramentos de la gracia, de tal manera que no se le impute como culpa, lo cual es librarse personalmente de dicho pecado original, en cambio, la naturaleza no queda totalmente reparada; y por esto, mediante el acto natural, el pecado original se transmite a los descendientes. Así, pues, considerado el hombre que engendra como una persona cualquiera, no hay en él pecado original, como tampoco se da en el acto de la generación ningún pecado actual, como indicaba la razón undécima; en cambio, considerado el hombre que engendra como principio natural de la generación, el contagio del pecado original, que dice relación a la naturaleza, está en él y también en su acto de engendrar.

Igualmente, se ha de observar que el pecado actual del primer hombre pasó a la naturaleza, porque la naturaleza aún se hallaba en él en estado perfecto por el beneficio concedido. Mas, despojada la naturaleza de este beneficio por su propio pecado, su acto fue absolutamente personal. Por eso no pudo satisfacer por toda la naturaleza ni reparar con su acto el bien de naturaleza, sino que sólo pudo satisfacer de algún modo por lo que pertenecía a su persona. Y esto evidencia la solución a la duodécima razón.

Y sirve también para solucionar la objeción decimotercera, porque los pecados de los padres posteriores encuentran la naturaleza despojada del beneficio concedido en un principio a la misma naturaleza. Por eso, de ellos no procede ningún defecto que se transmita a los descendientes, sino sólo el que inficiona a la persona del que peca.

Así, pues, ni es inconveniente ni contra razón que haya en los hombres pecado original, para vergüenza de la herejía pelagiana, que negó el pecado original.

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