CAPÍTULO L
El deseo natural de las substancias separadas no se aquieta con el conocimiento natural que ellas tienen de Dios
No es posible que con tal conocimiento de Dios se aquiete el deseo natural de las substancias separadas.
Todo lo que es imperfecto en una especie desea alcanzar la perfección de la misma; por ejemplo, quien tiene sólo opinión de una cosa, que es un conocimiento imperfecto de la misma, se ve incitado por esto mismo a desear la ciencia de dicha cosa. Ahora bien, el conocimiento mencionado que tienen las substancias separadas de Dios es una especie de conocimiento imperfecto, puesto que no conocen la substancia divina. Porque nosotros no consideramos que conocemos algo cuando desconocemos su propia substancia; por eso lo principal en el conocimiento de una cosa es saber cuál es su esencia. Luego el deseo natural de las substancias separadas no puede aquietarse con este conocimiento que tienen de Dios, sino más bien las incita a ver la substancia divina.
Por el conocimiento de los efectos se despierta el deseo de conocer la causa; por eso los hombres comenzaron a filosofar al indagar las causas de las cosas. Luego el deseo de saber, que está insertado naturalmente en todas las substancias intelectuales, no descansa si, conocidos los efectos, no se conocen también sus causas. Según esto, por el hecho de que las substancias separadas conozcan que Dios es la causa de todas las cosas cuyas substancias ven, no se aquieta en ellas el deseo natural si no ven también la substancia del mismo Dios.
Como la pregunta “a causa de qué” está en relación con la de “por qué”, así la pregunta “qué es” está relacionada con la de “si existe”; pues la pregunta “a causa de qué” busca el medio para demostrar “por qué” existe algo, por ejemplo, un eclipse de luna; y de igual modo, la pregunta “qué es” busca el medio para demostrar “si existe”; tal es la doctrina expuesta en el II de los “Posteriores”. Y notamos que los que ven que algo existe desean saber naturalmente por qué existe. Luego quienes conocen si algo existe desean naturalmente saber qué es ello, lo cual es entender su substancia. Por tanto, el deseo natural de saber no se aquieta con el conocimiento de Dios por el que sabemos solamente que existe.
Nada finito puede aquietar el deseo del entendimiento. Y se demuestra por el hecho de que el entendimiento, dada una cosa finita, se afana por buscar algo más allá; por es supuesta una línea finita, se esfuerza por aprehender otra mayor; y 1 mismo en los números. Esta es la razón de la adición infinita en los números y líneas matemáticos. Sin embargo, la altitud y el poder de cualquier substancia creada es finita. Luego el entendimiento de la substancia separada no se aquieta porque conozca las substancias creadas, por muy eminentes que sean, sino que todavía tiende con deseo natural a en tender la substancia que es de eminencia infinita, según se manifestó en el libro primero hablando de la substancia divina (c. 43).
Como todas las naturalezas intelectuales tienen el deseo natural de saber, así también tienen el deseo de rehuir la ignorancia o nesciencia. Ahora bien, las substancias separadas, según dijimos (c. prec.), conocen, según el modo mencionado, que la substancia divina está por encima de ellas y también de cuanto ellas entienden; y, en consecuencia, saben que dicha substancia les es desconocida. Por lo tanto, su deseo natural tiende a entender la substancia divina.
Cuanto más cerca del fin está una cosa, tanto más lo desea; por eso vemos que el movimiento natural de los cuerpos se intensifica al llegar al fin. Pero los entendimientos de las substancias separadas están más cerca del conocimiento divino que el nuestro. Luego desean el conocimiento de Dios con mayor intensidad que nosotros. Y nosotros, aunque sepamos que Dios existe y las otras cosas que ya se han dicho (ibíd.), no descansamos en el deseo, sino que deseamos todavía conocerle por esencia. Luego con mayor razón lo desearán las substancias separadas. Luego con el conocimiento mencionado no se aquieta su deseo.
De todo lo cual resulta que la felicidad última de la substancia separada no está en aquel conocimiento de Dios por el que le conocen en sus propias substancias, puesto que su deseo todavía las impulsa hacia la substancia divina.
Y esto demuestra también suficientemente que la felicidad última no se ha de buscar en otra cosa que en la operación del entendimiento, puesto que ningún deseo eleva tanto como el de entender la verdad. Porque todos nuestros deseos de placer o de otra cosa que el hombre pueda desear pueden aquietarse con algo; pero el deseo mencionado no se aquieta si no llega al vértice supremo y creador de todo, que es Dios. Por esto dice convenientemente la Sabiduría: “Yo habito en las alturas y mi trono es columna de nube”. Y en los Proverbios se dice que “la Sabiduría mandó sus doncellas a invitar desde lo más alto de la ciudad”. Avergüéncense, pues, quienes, estando tan alta la felicidad humana, la buscan en las cosas más bajas.
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