CAPÍTULO L: Dios tiene conocimiento propio de todas las cosas

CAPÍTULO L

Dios tiene conocimiento propio de todas las cosas

Algunos han afirmado que Dios no conoce a las criaturas más que de una manera universal, es decir, en cuanto son entes, por conocer la naturaleza de la entidad en el conocimiento de sí mismo. Por esto, queda por demostrar que Dios conoce todos los otros seres en cuanto distintos unos de otros y todos distintos de Dios. Y esto es conocer la cosa en su propio ser constitutivo.

Para demostrar esta proposición, hay que suponer que Dios es causa de toda entidad: verdad puesta, de alguna manera, en claro y que más adelante se probará plenamente. Asá, pues, es imposible que exista algo que no sea causado mediata o inmediatamente por Él. Ahora bien, conocida la causa, se conoce su efecto. Por lo tanto, cualquier cosa que exista en la realidad se puede conocer conocido Dios y todas las otras causas medias que existen entre Dios y las cosas. Pero Dios se conoce a sí mismo y a todas las otras causas que median entre El y cualquier otro ser. Ya hemos probado que se conoce perfectamente a sí mismo. Conociéndose, conoce lo que procede inmediatamente de Dl, y, esto conocido, conoce lo que inmediatamente procede de ello, y así sucesivamente de toda? las causas medias hasta el último efecto. Luego Dios conoce todas las cosas existentes en la realidad. Y esto es precisamente conocimiento propio y completo de la cosa, al conocer todos los elementos que hay en ella, comunes y propios. Dios, por lo tanto, tiene conocimiento propio de las cosas, aun cuando distintas unas de otras.

Todo ser que obra por entendimiento, conoce su obra en la propia naturaleza de lo que hace, porque el conocimiento del hacedor determina la forma en lo hecho. Ahora bien, Dios es causa de las criaturas por el entendimiento, pues su ser es su entender, y todo ser obra en cuanto está en acto. Conoce, por lo tanto, su efecto propiamente, como distinto de los otros.

No puede atribuirse al acaso la distinción de los seres, pues hay entre ellos un orden determinado. Es necesario, por lo tanto, que la distinción de las cosas provenga de la intención de alguna causa. Y no de una causa que obra por necesidad de naturaleza porque la naturaleza es determinada a una sola cosa; y, por consiguiente, la intención de un ser que obra por necesidad de naturaleza, no puede extenderse a muchas cosas, en cuanto distintas. Resulta, por lo tanto, que la distinción de los seres proviene de una causa cognoscitiva. Parece, además, propio del entendimiento considerar la distinción de los seres: de aquí que Anaxágoras llame al entendimiento principio de distinción. Ahora bien, la distinción universal de los seres es imposible que provenga de la intención de una de las causas segundas, porque todas ellas pertenecen a la universalidad de los efectos que son distintos entre sí. Por lo tanto, es propio de la causa primera, que por sí misma se distingue de todas las demás, entender la distinción de todos los seres. Dios, por consiguiente, conoce los seres distintos unos de otros.

Todo lo que Dios conoce, lo conoce perfectamente, ya que se ha demostrado que en Él está toda la perfección, como en el ser absolutamente perfecto. Ahora bien, lo que se conoce de una manera general, no se conoce con perfección, pues se ignora precisamente lo más principal, es decir, las perfecciones últimas de las cosas que completan su propio ser; y por esto, una cosa conocida así lo es más en potencia que en acto. Si, pues, Dios, conociendo su propia esencia, conoce todos los seres en general, es necesario también que tenga conocimiento particular de ellos

Cualquiera que conozca una naturaleza determinada, conoce por sí los accidentes de dicha naturaleza. Ahora bien, los accidentes propios del ser en cuanto ser son “la unidad” y “la multitud”, como se prueba en el libro IV de los “Metafísicos”. Dios, por lo tanto, si conociendo su propia esencia conoce, en general, la naturaleza del ente, síguese también que conoce la multitud. Pero la multitud no se puede entender sin distinción. Dios, pues, conoce a los seres en cuanto distintos unos de otros.

Cualquiera que conozca una naturaleza universal conoce perfectamente también el modo de perfección de tal naturaleza. El que conoce, por ejemplo, la blancura, sabe que es susceptible de más y menos. Pero los diversos grados del ser proceden del modo diverso de existir. Si, pues, Dios, conociéndose a sí mismo, conoce la naturaleza universal del ser, y la conoce no imperfectamente, porque está exento de toda imperfección -como ya se probó-, necesariamente ha de conocer todos los grados del ser. Y, por lo tanto, tiene conocimiento propio de los otros seres.

El que conoce perfectamente a un ser conoce todo lo que hay en él. Pero Dios se conoce perfectamente a sí mismo. Luego Dios conoce todo lo que en Él hay en virtud de la potencia activa. Ahora bien, todo está en Dios según sus propias formas en virtud de la potencia activa, por ser El principio de todo ser. Dios tiene, por lo tanto, conocimiento propio de todas las cosas.

Cualquiera que conozca una naturaleza, sabe si es comunicable; no conocería, en efecto, perfectamente la naturaleza de animal quien ignorase que es comunicable a muchos. Ahora bien, la naturaleza divina es comunicable por semejanza. Por consiguiente, Dios conoce todos los modos con que un ser puede asemejarse a su esencia. Pero la diversidad de formas proviene de las diversas maneras con que los seres imitan la esencia divina; por esto dice el Filósofo que la forma natural es “algo divino”. Dios, por lo tanto, conoce a los seres según sus propias formas.

Los hombres y otros seres cognoscentes tienen conocimiento de las cosas en cuanto distintas unas de otras en su multitud. Si Dios no conociera a los seres en su distinción, se seguiría que carece en absoluto de conocimiento; como suponían aquellos que decían que Dios no conoce la luz, la que conocen todos, opinión esta que el Filósofo juzga inadmisible.

La autoridad de la Escritura canónica nos enseña la misma verdad. Dice así: “Vio Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno”. Y en la Epístola a los Hebreos dice: “No hay criatura alguna invisible delante de Él; todo está claro y descubierto delante de sus ojos”.

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