CAPÍTULO II
Todo agente obra por un fin
Vamos a demostrar primeramente cómo todo agente, cuando obra, intenta algún fin.
En los seres que obran manifiestamente por un fin, llamamos fin a aquello hacia donde va dirigido el impulso del agente; de modo que, cuando lo consigue, se dice que ha conseguido el fin; y cuando no lo consigue, que no ha alcanzado el fin perseguido, como ocurre con el médico, que trabaja por la salud, y con el hombre que corre hacia una meta determinada. Y respecto de esto, nada importa que quien tiende tenga o no conocimiento, pues el blanco es el fin tanto del saetero como del movimiento de la saeta. Ahora bien, el impulso de todo agente se dirige hacia algo cierto, pues de una potencia determinada no procede cualquier acción, sino que del calor procede la calefacción y del frío la refrigeración. Por eso los actos se especifican por sus objetos. Pero a veces la acción termina en un hecho, como la construcción respecto de la casa y la curación respecto de la salud; y otras veces no, como en los actos de entender y sentir. Y Si la acción termina efectivamente en un hecho, el impulso del agente tiende por ella al hecho; mas si no termina en un hecho, el impulso del agente se resuelve en la misma acción. Luego es preciso que todo agente, al obrar, intente algún fin, que unas veces será el acto mismo y otras algo obtenido por él.
El fin último de cuantos obran por in fin es aquel tras el cual nada busca el agente; por ejemplo, la acción del médico tiene por meta la salud y, una vez conseguida ésta, nada intenta fuera de ella. Sin embargo, en la acción de un agente se ha de dar con algo tras lo cual nada intente, pues de lo contrario sus acciones tenderían al infinito. Lo cual es ciertamente imposible, porque, como “es imposible rebasar el infinito”, el agente nunca comenzaría a obrar, dado que nada se mueve hacia un objeto cuya consecución es imposible. Todo agente, pues, obra por algún fin.
Si las acciones de un agente tienden al infinito, o se sigue de ellas un hecho, o no. Si se sigue, la existencia de este hecho tendría realidad después de una serie infinita de acciones. Pero lo que exige el infinito no puede existir, pues “el infinito nunca se puede rebasar”. Y como es imposible hacer lo que no puede existir, y nadie puede hacer lo que no puede ser hecho, síguese que no es posible que un agente empiece a hacer algo que exige una serie infinita de acciones. Si de dichas acciones no se sigue ningún hecho, entonces el orden de dichas acciones será, o según la jerarquía de las potencias activas, como si el hombre siente para imaginar, imagina para entender, entiende para querer; o según el orden de los objetos, como considero el cuerpo para considerar el alma, y ésta para considerar la substancia separada, y ésta, a su vez, para considerar a Dios. Pero no es posible que tiendan al infinito ni las potencias activas ni las formas de las cosas, como se prueba en el II de los “Metafísicos”, pues la forma es principio de operación. Y tampoco los objetos y los seres, pues hay un primer ser, según se probó (l. 1, capítulo 42). Luego es imposible que las acciones tiendan al infinito, y, por consiguiente, es necesario que haya algo en cuya posesión descanse el esfuerzo del agente. Así, pues, todo agente obra por algún fin.
En los seres que obran por un fin, todos los intermedios entre el primer agente y el fin último son fines respecto de los medios que les preceden y principios respecto de los subsiguientes. Por eso, si el impulso del agente no dice relación a algo determinado, sino que, como queda dicho, sus actos se dirigen al infinito, es preciso que los principios activos tiendan al infinito, lo cual, según vimos, es cosa imposible. Por consiguiente, es necesario que la intención del agente se dirija hacia algo determinado.
Todo agente obra por instinto o intelectualmente. Y no cabe duda de que los que obran intelectualmente lo hacen por un fin, puesto que con la mente conciben lo que llevarán a cabo con la acción, y con tal concepto previo obran, que es obrar intelectualmente. Ahora bien, así como en el entendimiento providente existe una total semejanza del efecto que e realizará mediante la acción, así también, en quien obra por instinto, preexiste la semejanza del efecto natural, por la que se determina la acción a dicho efecto; por eso vemos que el fuego engendra al fuego y la oliva a la oliva. Por tanto, así como el que obra intelectualmente tiende mediante su acción a un fin determinado, del mismo modo tiende el que obra por instinto. En consecuencia, todo agente obra por algún fin.
El defecto existe exclusivamente en los seres que están ordenados a un fin, pues a nadie se le imputa como defecto el fallar en aquello a que no está ordenado. Por ejemplo, al médico se le imputa como defecto el no sanar, y no al arquitecto o al gramático. Ahora bien, el defecto se da tanto en las cosas artificiales -por ejemplo, cuando un gramático no habla correctamente- como en las cosas naturales -como en el caso de los partos monstruosos-. Según esto, tanto el que obra según naturaleza como el que obra según el arte e intencionadamente, obran por un fin.
Si el agente no intentara un efecto determinado, todos los efectos le serían indiferentes; mas, como lo que es indiferente respecto a muchas cosas no tiende más hacia una que hacia otra, síguese que de lo que es totalmente indiferente no resulta ningún efecto si algo no lo determina en un sentido. Sería, por lo tanto, imposible que obrara. En consecuencia, todo agente tiende hacia un objeto determinado, que es su fin.
Hay acciones, sin embargo, que son realizadas, al parecer, sin ningún fin, como el juego, la especulación y las que se ejecutan sin prestar atención, como el rascarse la barba y otras parecidas; esto podría inducir a alguno a creer que se dan agentes que no obran por un fin. Pero se ha de saber que la especulación no persigue fin alguno, porque su fin es ella misma; y el juego, a veces, se constituye en fin; por ejemplo, cuando se juega por el placer de jugar; y otras veces tiene un fin, como cuando jugamos para estudiar mejor después. Ahora bien, las acciones ejecutadas sin atención no proceden del entendimiento, sino de una súbita imaginación o de un principio natural; por ejemplo, el desorden del humor excita el prurito de rascarse la barba, lo cual se ejecuta sin atención alguna por parte del agente. Y todas estas cosas tienen una finalidad, aunque no intervenga el entendimiento.
Con todo lo dicho se rechaza el error de los antiguos naturalistas, quienes sostenían que todo se hace por necesidad de la materia, negando, en consecuencia, la causalidad final de lo creado.
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