CAPÍTULO I: Proemio

CAPÍTULO I

Proemio

He aquí que esto que se ha dicho es una parte de sus caminos; y si apenas hemos oído una Pequeña gota de lo que de él se puede decir, ¿quién podrá comprender el trueno de su grandeza? (Job 26, 14).

El entendimiento humano, que saca de las cosas sensibles la ciencia que le es connatural, no puede por sí mismo llegar a comprender la substancia divina en sí misma, da cual trasciende sin proporción todos los seres sensibles y aun todos los otros seres. Pero como quiera que el bien perfecto del hombre consiste en que conozca de algún modo a Dios, para que no parezca que una tan noble criatura existe totalmente en vano desde el momento en que no puede alcanzar su propio fin, se le proporciona al hombre un camino por el cual pueda remontarse hasta el conocimiento de Dios, es a saber: que como todas las perfecciones de las cosas descienden con cierto orden de Dios, vértice supremo de las cosas, así el hombre, comenzando por los seres inferiores y ascendiendo gradualmente, pueda llegar hasta el conocimiento de Dios, pues también en los movimientos corporales es uno mismo el camino por el que se baja y se sube, siendo distinto por la razón del principio y del fin.

Ahora bien, la razón por la cual este descenso de las perfecciones arranca de Dios es doble. Una por parte del primer origen de las cosas, ya que la sabiduría, divina, a fin de que hubiera perfección en las cosas, las produjo ordenadamente, de suerte que la totalidad de las criaturas resultara de lo más alto y de lo más bajo de las cosas. La otra razón procede de las mismas cosas. Pues como sea verdad que las causas son más nobles que los efectos, los primeros seres creados desmerecen ciertamente de la primera causa, que es Dios, los cuales, sin embargo, son superiores a sus efectos, y así sucesivamente hasta llegar a lo último de las cosas. Y como en Dios, vértice supremo de las cosas, se encuentra la unidad más perfecta; y como cada cosa, cuanto es más una, tanto es más eficaz y más digna, se sigue que cuanto las cosas se alejan más del primer principio, taro mayor diversidad y variedad se encuentra en ellas. Resulta, por lo tanto, que el proceso de la emanación que deriva de Dios se unifica en el mismo principio, pero se multiplica según las cosas más inferiores en las cuales termina. Y así, según la diversidad de las cosas, aparece la diversidad de los caminos, ya que, arrancando de un solo principio, se dirigen a diversos términos.

De ahí que por estos caminos pueda nuestro entendimiento subir hasta el conocimiento de Dios; pero, a causa de la debilidad de nuestro entendimiento, ni aun estos caminos podemos conocer perfectamente. Pues, como los sentidos, de donde comienza nuestro conocimiento, versan acerca de los accidentes exteriores, que son sensibles de por sí, como el color y el olor y otros semejantes; el entendimiento, por medio de estos accidentes exteriores, apenas puede llegar al conocimiento perfecto de la naturaleza inferior, aun tratándose de aquellas cosas cuyos accidentes comprende perfectamente por los sentidos. Mucho menos, pues, podrá llegar a comprender las naturalezas de aquellas cosas de las cuales percibimos pocos accidentes por los sentidos. Y todavía menos, las de aquellos seres cuyos accidentes no pueden percibirse por los sentidos, aun cuando se les pueda rastrear por ciertos efectos deficientes. Pero, aun cuando las mismas naturalezas de las cosas nos fueran conocidas, con todo, sólo muy débilmente puede sernos conocido el orden de las mismas, según el cual por la providencia divina y por mutuo influjo se disponen y dirigen al fin, pues es cierto que no alcanzamos a conocer la razón de la providencia divina. Luego, si los mismos caminos son conocidos por nosotros imperfectamente, ¿cómo podremos por su medio llegar a conocer perfectamente el principio de estos mismos caminos? El cual, como sobrepasa dichos caminos fuera de toda proporción, se puede afirmar que, aun cuando conociéramos perfectamente esos mismos caminos, con todo, no llegaríamos a obtener un conocimiento perfecto de su principio.

Por ser tan débil el conocimiento de Dios que, siguiendo dichos caminos, podía alcanzar el hombre por cierta manera de intuición intelectual, Dios, en un exceso de su bondad y a fin de que fuese más firme el conocimiento del hombre respecto de Dios, reveló a los hombres algunas cosas de sí mismo que sobrepasan el entendimiento humano. Y en esta revelación, hecha en conformidad con la naturaleza del hombre, se guarda cierto orden, de suerte que, poco a poco, de lo imperfecto llega a lo perfecto, como ocurre en las demás cosas variables. Así, pues, primeramente se le revelan al hombre estas cosas, de manera que no sean entendidas, sino solamente creídas, dando fe a lo que se ha oído; porque el entendimiento humano, según el estado presente en que está relacionado con lo sensible, de ningún modo puede elevarse hasta contemplar las cosas que sobrepasan todas las proporciones de los sentidos. Pero, cuando se vea libre de la dependencia de lo sensible, entonces será sublimado a contemplar las cosas de la revelación.

Por lo tanto, el conocimiento del hombre acerca de las cosas divinas es triple. El primero de los cuales se obtiene cuando el hombre, con la luz natural de la razón, por medio de las criaturas se remonta hasta el conocimiento de Dios. El segundo se logra cuando la verdad divina, que sobrepasa el entendimiento humano, desciende hasta nosotros por modo de revelación, no para que la veamos como objeto de una demostración, sino para que la creamos al proponérsenos por revelación. El tercero ocurrirá cuando la mente humana sea elevada a contemplar perfectamente las cosas que han sido reveladas.

Job insinúa este triple conocimiento en las palabras propuestas. Pues al decir: “He aquí que esto que se ha dicho es una parte de sus caminos”, se refiere a aquel conocimiento con el cual nuestro entendimiento llega a conocer a Dios por los caminos de las criaturas. Y porque estos caminos los conocernos imperfectamente, añadió con razón: “es una parte”. Pues, según dice el Apóstol, “conocernos en parte”.

Lo que dice después: “y si apenas hemos oído una pequeña gota de lo que de él se puede decir”, pertenece al segundo conocimiento, según el cual las cosas divinas nos son reveladas por modo de locución para que las creamos; “pues la fe”, como se dice a los Romanos, “proviene del oído, y el oído es informado por la palabra de Dios”; de la cual se dice asimismo en San Juan: “Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”. Así, pues, como la verdad revelada acerca de las cosas divinas se nos propone no para verla, sino para creerla, dice muy justamente: “hemos oído”. Y como este conocimiento imperfecto emana de aquel conocimiento perfecto con que la verdad divina se contempla en sí misma, cuando nos es revelada por Dios mediando los ángeles, “que ven la faz del Padre”, acertadamente la denomina “gota”. De ahí que en Joel se dice: “En aquel día los montes gotearán rosto”. Siendo así que no se nos revelan todos los misterios que los ángeles y los otros bienaventurados conocen en la visión de la Verdad Primera, sino algunos pocos, con toda precisión añade “pequeña”. Pues se dice en el Eclesiástico: ¿Quién le engrandecerá como Él es desde el principio? Muchas cosas están ocultas mayores que éstas, pues de sus abras vemos pocas”. Y el Señor dice a sus discípulos: “Muchas cosas tengo para deciros, pero ahora no podéis haceros cargo de ellas”. Es más: estas pocas cosas que nos son reveladas se nos proponen bajo ciertas semejanzas y paliativos de palabras, a fin de que solos los estudiosos alcancen a comprenderlas de alguna manera, y los otros las veneren como ocultas y misteriosas, y los incrédulos no puedan profanarlas; por esto dice el Apóstol: “Ahora vemos por un espejo y obscuramente”. Por lo tanto, justamente añade “apenas”, para dar a entender la dificultad.

Lo que dice a continuación: “¿Quién podrá comprender el trueno de su grandeza?”, se refiere al tercer conocimiento, con el cual la Verdad Primera será conocida no por fe, sino por visión; “pues le veremos como es”, según la primera de San Juan. Por esto dice “comprender”. No será sólo un poco lo que se percibirá de los misterios divinos, antes será vista la misma majestad de Dios y la perfección de todos los bienes; por esto dijo el Señor a Moisés: “Yo te mostraré todo lo bueno”. De ahí que diga “de su grandeza”. Y pues la verdad no será propuesta al hombre encubierta con algunos velos, sino enteramente manifiesta, según dice el Señor a sus discípulos: “Llega la hora cuando ya no os hablaré en parábolas, antes os hablaré claramente de mi Padre”; por esto acertadamente añade “trueno”, para indicar esta manifestación.

Ahora bien, las palabras que anteceden convienen a nuestro propósito, pues en los libros precedentes se ha hablado de las cosas divinas, en cuanto que la razón natural puede alcanzar el conocimiento de estas cosas divinas por medio de las criaturas, si bien esto se logra de modo imperfecto y dentro de la posibilidad del propio ingenio, de suerte que podemos repetir con Job: “He aquí que esto que se ha dicho es una parte de sus caminos”. Resta, por lo tanto, tratar de aquellas cosas que nos han sido reveladas por Dios para que las creamos y que exceden el entendimiento humano.

Cómo hayamos de proceder acerca de estas cosas nos lo enseñan las palabras indicadas. Como quiera que apenas hayamos oído estas verdades en los discursos de la Sagrada Escritura, a modo de pequeña gota que desciende hasta nosotros, y por otra parte nadie en el estado de la vida presente puede comprender el trueno de su grandeza, se impone observar el siguiente método, a saber, que tomemos como principios las verdades contenidas en los textos de la Sagrada Escritura y nos esforcemos por esclarecer y conocer de alguna manera las verdades que en tales textos se ocultan, defendiéndolas, además, de la profanación de los infieles. Muy lejos de presumir que podamos lograr un conocimiento perfecto de estas verdades, las iremos probando, no por la razón natural, sino por la autoridad de la Sagrada Escritura. Con todo, hemos de demostrar que no son opuestas a la razón natural, y así las defenderemos de la impugnación de los infieles. Este método ya se señaló previamente desde el principio de la obra (l. 1, c. 9).

Siendo así que la razón natural se remonta hasta el conocimiento de Dios por medio de las criaturas, y, por otra parte, el conocimiento de la fe desciende de Dios hasta nosotros por medio de la revelación divina, resulta que el camino de subida y bajada es el mismo. Conviene, por lo tanto, que en el estudio de las verdades que creemos por exceder las fuerzas de la razón, sigamos el camino que hemos recorrido en los libros precedentes al tratar de las verdades que la razón puede investigar acerca de Dios. Según esto, primero se tratarán las verdades que sobrepasan a la razón y se proponen a nuestra fe acerca del mismo Dios, como es la confesión de la Trinidad; en segundo lugar hablaremos de lo que Dios ha hecho y excede nuestra razón, como es la obra de la encarnación y sus consecuencias (c. 27 ss.); en tercer lugar expondremos las cosas que sobre la razón se esperan en el último fin del hombre, como es la resurrección y glorificación de los cuerpos, la eterna bienaventuranza de las almas y lo que con esto se relaciona (c. 79 ss.).

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