CAPÍTULO CXXXIX: Ni los méritos ni los pecados son iguales

CAPÍTULO CXXXIX

Ni los méritos ni los pecados son iguales

Por lo dicho se ve que no todas las obras buenas ni todos los pecados son iguales. En efecto, no se da consejo sino de un bien mejor (capítulo 130). Ahora bien, en la ley divina se dan consejos de pobreza, castidad y similares, como dijimos antes (ib.). Luego estas virtudes son mejores que el uso del matrimonio y la posesión de bienes temporales, aunque, guardando el orden de la razón, se puede obrar virtuosamente en estas cosas, como se demostró antes (cc. 133, 136‑137). Por lo tanto, no todos los actos virtuosos son iguales.

Además, los actos reciben su especie de los objetos. Luego cuanto mejor es el objeto, tanto más virtuoso será el acto según su especie. Pero el fin es mejor que las cosas ordenadas a él, y entre ellas tanto es mejor una cuanto más próxima está al fin. Según esto, entre los actos humanos es mejor aquel que se ordena inmediatamente al fin último, o sea, a Dios; y después de éste, tanto mejor es un acto según su especie cuanto su objeto está más próximo a Dios.

Los actos humanos son buenos en cuanto son regulados por la razón. Mas sucede que unos actos se acercan a la razón más que otros, en cuanto que los actos propios de la misma razón participan más del bien de la razón que los actos de las facultades inferiores imperados por ella. Luego unos actos humanos son mejores que otros.

Los preceptos de la ley se cumplen perfectísimamente por amor, según se dijo antes (cc. 116, 128). Pero uno hace lo que debe hacer con mayor amor que otro. Así, pues, unos actos virtuosos son mejores que otros.

Por otra parte, si los actos del hombre se hacen buenos por la virtud, y la virtud es más intensa en uno que en otro, es preciso que unos actos sean mejores que otros.

Igualmente, si los actos humanos se hacen buenos por las virtudes, es menester que el acto que pertenece a una virtud mejor sea también mejor. Es así que una virtud es mejor que otra; por ejemplo, la magnificencia es mejor que la liberalidad, y la magnanimidad mejor que la moderación. Por consiguiente, unos actos humanos son mejores que otros.

De aquí que se diga: “Quien casa a sus hijas doncellas, hace bien; y quien no las casa, hace mejor”.

Por idénticas razones es también evidente que no todos los pecados son iguales, puesto que por un pecado se desvía uno más del fin, se trastorna más el orden de la razón y se causa más daño al prójimo que por otro. Por eso se dice: “Te corrompiste más que ellas en todas tus sendas”.

Y con esto se rechaza el error de algunos, que dicen que todos los méritos y pecados son iguales.

No obstante, parecería ser verdad en cierto sentido que todos los actos virtuosos son iguales, ya que todo acto es virtuoso por el fin bueno. Por lo cual, si el fin bueno de todos los actos buenos es el mismo, es preciso que todos los actos sean igualmente buenos.

Pero, aunque el fin último del bien sea único, sin embargo, los actos que reciben de él su bondad la reciben en diverso grado; porque entre los bienes que se ordenan al fin último hay diferencias de grado, en cuanto que algunos son mejores que otros y más cercanos al último fin. Por lo cual, aunque el fin último, sea el mismo, habrá grados de bondad en la voluntad y en sus actos según la diversidad de bienes a que están determinados la voluntad y sus actos.

Igualmente, parece tener algo de razón aquello de que todos los pecados son iguales, porque el pecado sobreviene en los actos humanos sólo porque alguien abandona la regla de la razón. Y lo mismo abandona la regla de la razón quien se desvía de ella en lo poco que quien se desvía en lo mucho. Parece, pues, que el pecado es igual, ya se peque en lo poco, ya en lo mucho.

Y parece refrendar esta razón lo que sucede en los juicios humanos. En efecto, si se establece a uno un limite para que no lo sobrepase, no le importa al juez que lo sobrepase en mucho o en poco, como no le importa, cuando el púgil ha rebasado los límites del campo, el que haya llegado muy lejos. Según esto, cuando alguien quebranta la regla de la razón, no importa que la haya quebrantado en mucho o en poco.

Pero si uno se fija verá que, en todas las cosas en que la perfección y el bien consisten en cierta medida, cuanto alguien se aparta más de la debida medida tanto mayor será el mal. Así, la salud consiste en la debida proporción de humores, y la belleza en la debida proporción de miembros, y la verdad en la conformidad del entendimiento o de la palabra con la cosa. Y es evidente que cuanto mayor es la desigualdad en los humores tanto mayor es la enfermedad, y cuanto mayor es el desorden en los miembros tanto mayor es la fealdad, y cuanto más se aparta uno de la verdad tanto mayor es la falsedad; pues no es tan grande la falsedad del que cree que tres son cinco que la de quien cree que tres son cien. Ahora bien, el bien de la virtud consiste en cierta medida, pues es un medio constituido entre vicios contrarios, según la debida limitación de las circunstancias. Luego cuanto más se aparta de esta armonía, tanto mayor es la maldad.

Además, no es lo mismo quebrantar la virtud que sobrepasar los límites señalados por el juez. En efecto, la virtud es esencialmente un bien; por esa el quebrantar la virtud es esencialmente un mal; en consecuencia, es necesario que el apartarse más de la virtud sea un mal mayor. Sin embargo, sobrepasar el término señalado por el juez no es esencialmente un mal, sino accidentalmente, o sea, en cuanto que está prohibido. Pues en lo que es accidental no es preciso que, “si lo absoluto sigue a lo absoluto, lo más siga también a lo más”, sino solamente en lo que es esencial; porque no se sigue que, si un blanco es músico, el más blanco sea más músico; pero sí se sigue que, si lo blanco es disgregativo de la vista, lo más blanco sea más disgregativo de la misma.

Pero, con respecto a las diferencias de los pecados, se ha de tener en cuenta que unos son mortales y otros veniales. Es mortal el que priva al alma de la vida espiritual. Vida que, a semejanza de la natural, tiene una doble explicación: vemos que el cuerpo vive naturalmente por estar unido al alma, que es su principio vital, y que el cuerpo vivificado por el alma se mueve por sí mismo, mientras que el cuerpo muerto, o permanece inmóvil o es movido por algo exterior. Del mismo modo, pues, cuando la voluntad del hombre se une por la recta intención al último fin, que es su objeto, y en cierto modo su forma está viva; y cuando se une a Dios y al prójimo por el amor, es movida por un principio interior a obrar con rectitud. Sin embargo, quitados el amor y la intención del último fin, el alma se queda como muerta, porque por sí misma no se mueve a obrar rectamente, sino que o deja totalmente de hacer cosas rectas o es impulsada a hacerlas solamente por un agente exterior, a saber, por miedo a las penas. Luego cuantos pecados se opongan al amor y a la intención del último fin son mortales. Pero si, exceptuadas estas cosas, alguien se aparta en algo del recto orden de la razón, no será pecado mortal, sino venial.

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