CAPÍTULO CXXX: De los consejos que se dan en la ley divina

CAPÍTULO CXXX

De los consejos que se dan en la ley divina

Y pues lo mejor para el hombre es unirse con la mente a Dios y a las cosas divinas, y es imposible que se ocupe con intensidad en diversas cosas, para que con mayor desembarazo vuele su mente hacia Dios se dan en la ley divina consejos, por los cuales los hombres den de mano a las ocupaciones de la vida presente, en cuanto es posible al que vive una vida terrena. Mas no es ello tan necesario para su justicia, que sin eso no la tenga; porque no se pierde ni la virtud ni la justicia por usar conforme al orden de la razón de las cosas corporales y terrenas. De aquí que esos avisos de la ley divina se llamen “consejos” y no “preceptos”, por “persuadir” al hombre a que deje lo menos bueno por lo mejor.

Está ocupada la humana solicitud, según el común modo de la vida humana, en tres cosas: en la propia persona, viendo lo que ha de hacer y cómo ha de vivir; en las personas unidas, principalmente con la mujer y con los hijos, y en procurar las cosas exteriores de que el hombre ha menester para sustentar la vida. Para cortar la solicitud de las cosas exteriores se da en la ley divina el consejo “de la pobreza”, con que abandone las cosas de este mundo, cuya solicitud puede enredar su ánimo. De ahí que diga el Señor: “Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes, dalo a los pobres y ven y sígueme”. Para quitar la solicitud de mujer y de hijos se da el consejo “de la virginidad o continencia”. Así se dice: “Sobre los vírgenes no tengo mandamiento del Señor, mas doy un consejo”. Y diciendo el porqué del consejo, añade: “El que no tiene mujer anda solícito por las cosas del Señor, cómo agradar a Dios; mas el que la tiene se afana por las cosas del mundo, cómo agradar a la mujer, y anda dividido”. Para que el hombre pierda la solicitud de sí mismo, se da el consejo “de la obediencia”, con el cual descarga en el superior la disposición de sus acciones; por donde se lee: “Obedeced a vuestros mayores y estadios sometidos, pues ellos tienen el cuidado de cómo han de dar cuenta de vuestras almas”.

Y, pues la suma perfección de la vida humana consiste en que la mente del hombre vaque a Dios, esas tres cosas grandemente disponen a esa dedicación y parece que pertenecen convenientemente al estado de perfección; no como que ellas sean perfecciones, sino porque son ciertas disposiciones para la perfección que consiste en eso: en vacar a Dios. Y esto lo manifiestan paladinamente las palabras del Señor al persuadir la pobreza diciendo: “Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres y sígueme”, como colocando la perfección de la vida en su seguimiento.

Pueden también llamarse efectos y señales de la perfección. Pues cuan do la mente se aficiona apasionadamente, con amor y con deseo, a alguna cosa, en consecuencia pospone lo demás. De aquí que por el hecho de que la mente del hombre tienda fervorosamente con amor y con deseo a lo divino, en lo cual claramente está la perfección, se sigue que arroje de sí todo lo que le sirve de rémora en levantarse hasta Dios, no sólo el cuidado de las cosas y la afición a la mujer y a los hijos, sino aun la preocupación de sí mismo. Por tanto, se dice: “Tendrá por nada en dar el hombre toda la substancia de su casa por comprar el amor”; “es semejante el reino de los cielos a un mercader que anda en busca de perlas preciosas, y, habiendo dado con una de gran valor, se fue a vender todo lo que tenía y la compró”; “a pesar de todo, cuantas cosas eran para mí ganancia, ésas por Cristo las ha reputado estiércol, para ganar a Cristo”.

Y, pues las tres cosas dichas son disposiciones para la perfección y efectos y señales de ella, bien se dice que quienes las prometen a Dios están “en estado de perfección”.

La perfección a que dispone lo dicho consiste en la dedicación de la mente a Dios, por lo cual, los que profesan las cosas dichas se llaman “religiosos”, como quienes dedican a Dios a sí mismo y lo suyo a modo de sacrificio: en cuanto a las cosas, por la pobreza; en cuanto al cuerpo, por la continencia, y en cuanto a la voluntad, por la obediencia; pues la religión consiste en el culto divino, como está susodicho.

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