CAPÍTULO CXXIII: El matrimonio debe de ser indivisible

CAPÍTULO CXXIII

El matrimonio debe de ser indivisible

El que considere con rectitud, verá que la razón aducida no tan sólo parece concluir que sea duradera la sociedad del varón con la mujer, llamado en la naturaleza humana matrimonio, sino también que sea de por vida.

Las posesiones se encaminan a la conservación de la vida natural, y porque ésta no puede perdurar en perpetuo padre, se conserva en el hijo como por cierta sucesión a semejanza de la especie, pues es conforme a naturaleza que el hijo suceda en las cosas de su padre. Es, pues, natural que la solicitud del padre con el hijo se tenga hasta el fin de su vida. Si, por consiguiente, la solicitud del padre per el hijo causa aún en las aves la convivencia del macho y de la hembra, él orden natural exige en la especie humana que hasta el fin de la vida cohabiten el padre y la madre.

Parece repugnar a la equidad la disolución de dicha sociedad. Que la mujer no sólo necesita de varón para la generación, como en los demás animales, sino también de gobierno, ya que él es más perfecto en la razón y más fuerte en el poder. Y entra ella en sociedad con el varón por la necesidad de la generación; por tanto, al cesar la fecundidad y la hermosura en la mujer se vería privada de ser tomada por otro. Si, pues, uno toma mujer en ascos juveniles, cuando la hermosura y la fecundidad la acompañan, y al llegar a edad provecta pudiera abandonarla, le causaría un daño contra toda equidad.

Y es claro que el inconveniente de que la mujer pueda repudiar al varón, por estar naturalmente sometida a él como a gobernador y no caer en potestad del que está sometido a otro declinar de su gobierno. Sería, pues, contra el orden natural si la mujer pudiera abandonar al varón; y si al contrario, no resultaría equitativa la sociedad de varón y de mujer, resultaría servidumbre para ella.

A los hombres les es connatural cierta solicitud por certificarse de la prole, lo cual es menester porque el hijo necesita del continuo gobierno de su padre. Todo lo que entorpece la certidumbre sobre la prole va contra el natural instinto de la especie humana. Si, pues, el varón pudiera repudiar a la mujer o ésta a aquél y yacer con otro, impediría esa certidumbre, ya que la mujer conocida por el primero lo seria después por el segundo. Por lo tanto, es contrario al instinto de la especie humana que la mujer se separe del varón, y que no sólo ha de ser duradera, sino aun individua.

La amistad, cuanto mayor es, más firme y duradera. Suma parece existir entre el marido y la mujer, ya que no solamente se unen en el acto de la cópula carnal, que entre las mismas bestias causa placentera sociedad, sino aun en el consorcio de toda la vida doméstica, cuya señal es que el hombre por la mujer “deja a su padre y a su madre”. Es, pues conveniente que el matrimonio sea del todo indisoluble.

Y aun ha de saberse más: que, de entre todos los actos naturales, sola la generación se endereza al bien común, pues comer, junto con las diferentes excreciones, rezan con el individuo, mas la generación con la conservación de la especie. De ahí que, instituyéndose la ley para el bien común, es menester que lo atañente a la generación, más que otra cosa, sea regulado con leyes divinas y humanas. Las leyes vigentes, si son humanas, es conveniente que procedan del instinto natural, lo mismo que toda humana invención en las ciencias demostrativas tiene su origen en los principios naturalmente conocidos. Si son divinas, no sólo explican el instinto de la naturaleza, antes suplen su falta, como lo divinamente revelado supera la capacidad de la razón natural. Habiendo, pues, natural instinto en la especie para que la unión del varón con la mujer sea individua y que sea de uno con una, fue menester ordenarlo con ley humana. La ley divina añade ciertas razón sobrenatural del significado de la unión inseparable entre Cristo y la Iglesia, que es entre uno y una Así, por lo tanto, los desórdenes en el acto de la generación no sólo repugnan al instinto natural, sino traspasan las leyes divinas y humanas. Por lo cual más se peca con estos desórdenes que en la indebida ingestión del alimento y cosas parecidas.

Y porque es necesario encaminar lo bueno a lo que es óptimo en el hombre, la unión del varón con la mujer no tan sólo está ordenada por las leyes en lo que toca a la generación de la prole, sino también en lo concerniente a las buenas costumbres dispuestas por la recta razón, ora respecto del hombre en sí mismo, ora en cuanto es parte de la familia domestica o de la sociedad civil. A esas buenas costumbres se encamina la unión individual del varón con la mujer; pues así es más fiel el amor de uno para con el otro, al reconocerse unidos indisolublemente, y a ambos asiste más solícito cuidado de las cosas domésticas al saberse perpetuamente en compañía en la posesión de las mismas cosas. Con ello se quita la causa de las discordias que por fuerza habían de darse, de abandonar el varón a la mujer, entre él y sus allegados; y se robustece el amor entre los afines. También se quitan las ocasiones de adulterio que se darían en dicho caso o en el contrario, pues se abriría el camino fácil de solicitar matrimonios ajenos.

Por eso se lee: “Y yo os digo que la mujer no se marche de con el varón”.

Con lo dicho se excluye la costumbre de repudiar a las esposas. Si fue permitido en la vieja ley a los judíos “por su dureza”, fue por ser proclives a matarlas. Se permitió el menor mal para excluir el mayor.

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