CAPÍTULO CXLVIII
El auxilio de la gracia divina no fuerza al hombre a la virtud
Podría parecer a alguien que el auxilio divino comunica al hombre cierta coacción para obrar el bien, porque se ha dicho: “Nadie puede venir a ml si el Padre, que me ha enviado, no le trae”. Y por esto se dice: “Los que movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”. Y: “La caridad de Cristo nos constriñe”. En efecto, ser arrastrado, movido y urgido, parece importar cierta coacción.
Pero se demuestra claramente que esto no es verdad. Porque la divina providencia provee a todas las cosas en conformidad con su ser, según se demostró (c. 71). Mas es propio del hombre y de toda naturaleza racional el obrar voluntariamente y ser dueño de sus propios actos, como consta por lo dicho (l. 2, e. 47); a lo cual se opone a coacción. Luego Dios no fuerza al hombre con su auxilio a obrar rectamente.
Además, el hecho de que se le dé al hombre el auxilio divino para obrar bien, se ha de entender en el sentido de que cause en nosotros nuestras obras como la causa primera causa las obras de las causas segundas y el agente principal la acción del instrumento. Por eso se dice en Isaías: “Cuanto hacemos, eres tú quien para nosotros lo hace, Señor”. Mas la causa primera produce la acción de la causa segunda según el modo de ser de ésta. Luego también Dios causa en nosotros nuestras obras según nuestro modo de ser, que consiste en obrar voluntariamente y no por coacción. En consecuencia, el auxilio divino no fuerza a nadie a obrar rectamente.
El hombre se ordena al fin por la voluntad, porque el bien y el fin son objeto de la voluntad. Ahora bien, el auxilio divino se nos concede principalmente para que consigamos el fin. Luego este auxilio no excluye de nosotros el acto de la voluntad, sino que lo causa principalmente en nosotros. Por eso dice el Apóstol: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito”. Mas la coacción excluye en nosotros el acto de la voluntad, pues por coacción hacemos lo contrario de lo que queremos. En consecuencia, Dios no nos fuerza con su auxilio a obrar rectamente.
El hombre llega a su último fin por les actos de las virtudes, pues la felicidad se considera como el premio de la virtud. Pero los actos forzados no son actos virtuosos, porque lo principal en las virtudes es la elección, que no puede existir sin lo voluntario, cuyo contrario es lo violento. Luego el hombre no es forzado por Dios a obrar rectamente.
Lo que se ordena al fin debe estar en proporción con él. Ahora bien, el último fin, que es la felicidad, no corresponde sino a los agentes voluntarios, que son dueños de sus actos. Por esto no llamamos felices a los seres inanimados ni a les animales brutos, a no ser metafóricamente. Por tanto, el auxilio que Dios da al hombre para alcanzar la felicidad no le coacciona.
De aquí que se diga en el Deuteronomio: “Mira, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, y sigues sus caminos. Pero si se aparta tu corazón y no escuchas, hoy te anuncio que irás a la ruina segura”. Y en el Eclesiástico: “Ante el hombre están la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado”.
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