CAPÍTULO CXLIX
El hombre no puede merecer el auxilio divino
Lo dicho manifiesta claramente que el hombre no puede merecer el auxilio divino. En efecto, cada cosa se comporta materialmente con respecto a lo que es superior a ella. Pero la materia no se mueve a sí misma a la perfección, sino que necesita ser movida por otro. Luego el hombre no se mueve a sí mismo para alcanzar el auxilio divino; antes bien, para conseguirlo, es movido por Dios. Sin embargo, la moción del motor precede al movimiento del móvil en razón y causa. Eh consecuencia, no se nos concede el auxilio divino porque nosotros nos movemos hacia él mediante las buenas obras, sino que más bien progresamos mediante las buenas obras porque nos predispone el auxilio divino.
El agente instrumental no dispone a la perfección, que ha de dar el agente principal, sino obrando en virtud de dicho agente. Por ejemplo, el calor del fuego no prepara más la materia para asumir la forma de carne que otra forma, como no sea obrando en virtud del alma. Ahora bien, nuestra alma obra bajo la acción de Dios, como obra el agente instrumental bajo la acción del principal (c. prec.). Luego el alma no puede disponerse a recibir el efecto del auxilio divino sino obrando por virtud divina. Por consiguiente, nuestra alma, más que adelantarse al auxilio divino como mereciéndolo o disponiéndose a él, es predispuesta por dicho auxilio para obrar bien.
Ningún agente particular puede predisponer universalmente a la acción del primer agente universal, puesto que toda acción de un agente particular recibe su origen del agente universal. Como vemos que todo movimiento de las cosas inferiores es predispuesto por el movimiento celeste. Pero el alma humana está ordenada bajo Dios como el agente particular lo está bajo el agente universal. Luego es imposible que haya en ella un movimiento recto que no esté predispuesto por la acción divina. Por eso, en San Juan, dice el Señor: “Sin mí nada podéis hacer”.
Cuando en la retribución del premio se observa la igualdad de la justicia, el premio está proporcionado al mérito. Mas el efecto del auxilio divino -que excede la capacidad natural- no está en proporción con los actos que el hombre produce naturalmente. Por consiguiente, el hombre no puede merecer dicho auxilio con tales actos.
El conocimiento precede al movimiento de la voluntad. Sin embargo, el hombre recibe de Dios el conocimiento del fin sobrenatural, puesto que él no puede alcanzarlo por la razón natural, ya que excede de su capacidad. Luego es necesario que el auxilio divino predisponga los movimientos de la voluntad hacia el último fin.
De aquí que se diga en la carta a Tito: “No por das obras justas, que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia nos salvó.” Y a dos Romanos: “No es del que quiere -es decir, del querer- ni del que corre -o sea, del correr-, sino de Dios, que tiene misericordia”; a saber, parque es necesario que el hombre sea predispuesto por el auxilio divino para querer y obrar bien; tal como no suele atribuirse el efecto al agente inmediato, sino al primer motor. Por ejemplo, la victoria se atribuye al jefe, a pesar de que los soldados la alcanzan con su propio esfuerzo. Luego por dichas palabras no se excluye el libre albedrío de la voluntad, según la mala interpretación de algunos, como si el hombre no fuera dueño de sus actos internos y externos; lo que se demuestra es que está sujeto a Dios. Se dice en los Trenos: “Conviértenos a ti, (oh Yavé!, y nos convertiremos.” Lo cual revela que nuestra conversión a Dios es preparada por el auxilio divino, que nos convierte.
Sin embargo, se lee en Zacarías, como dicho por Dios: “Volveos a mí, dice Yavé Sebaot, y yo me volveré a vosotros”; no porque la operación de Dios no se adelante a nuestra conversión, como se dijo, sino porque posteriormente ayuda a nuestra conversión -por la que nos convertimos a Él-, fortaleciéndola para que alcance su efecto y consolidándola para obtener el fin debido.
Con esto se refuta el error de los pelagianos, quienes decían que tal auxilio se nos da por los méritos y que el principio de nuestra justificación procede de nosotros, aunque la consumación venga de Dios.
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