CAPÍTULO CXLIV
Por el pecado mortal es uno privado eternamente del último fin
Es preciso que esta pena, por la que alguien es privado del último fin, sea interminable.
En efecto, no hay privación de una cosa sino cuando naturalmente debía poseerse. Pues no decimos que un cachorro, apenas nacido, esté privado de la vista. Pero el hombre no es apto naturalmente para conseguir en esta vida el último fin, según probamos (c. 47 ss.). Por consiguiente, la privación de este fin debe ser una pena posterior a esta vida. Sin embargo, después de esta vida no le queda al hombre la facultad de conseguir el último fin, porque el alma precisa del cuerpo para conseguir su fin, ya que por el cuerpo adquiere la perfección en la ciencia y la virtud. Y el alma, después de separarse del cuerpo, ya no volverá a este estado en que adquiere la perfección mediante el cuerpo, como decían quienes defendían la transmigración, contra los cuales discutimos antes (l. 2, c. 44). Luego es necesario que quien es castigado con la pena de ser privado del último fin la sufra eternamente.
Si una cosa está privada de lo que debía poseer por su propia naturaleza, es imposible que vuelva a tenerla de no resolverse antes en materia preexistente para que, por segunda vez, se engendre algo nuevamente; como sucedería si un animal perdiese la vista u otro sentido. Pero es imposible que lo que ya fue engendrado sea engendrado por segunda vez, a no ser que antes se corrompa. Y entonces, de esa misma materia podrá ser engendrado otro, pero no idéntico en número, sino en la especie. Ahora bien, una cosa espiritual, como el alma o el ángel, no puede resolverse mediante la corrupción en una materia preexistente para que de nuevo sea engendrado algo idéntico en la especie. Por consiguiente, si fuera privada de lo que naturalmente debe poseer, sería menester que tal privación permaneciese eternamente. Mas en la naturaleza del alma y del ángel existe un orden al último fin, que es Dios. Luego si se separa de este orden por alguna pena, tal pena permanecerá eternamente.
La equidad natural parece exigir que uno sea privado del bien contra el cual obra, porque obrando así se hace indigno de tal bien. Y, por este motivo, según la justicia, civil, quien peca contra la nación es privado totalmente de la convivencia nacional, ya sea por la muerte o ya por el destierro perpetuo, sin mirara la duración del pecado, sino a aquello contra lo que se pecó. Mas la misma comparación existe entre la vida presente y la nación terrena que entre toda la eternidad y la sociedad de los bienaventurados, quienes, según se demostró (c. 62), gozan eternamente del último fin. Por tanto, quien peca contra el último fin y contra la caridad, por la cual existe la sociedad de los bienaventurados y de los que tienden a la bienaventuranza, debe ser castigado eternamente, aunque hubiere pecado por un breve intervalo de tiempo.
“Ante el juicio divino la voluntad se computa por el hecho”, porque “el hombre sólo ve lo exterior, pero Yavé mira el corazón”. Ahora bien, quien a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien temporal. Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado eternamente.
Y es indudable que a un pecado eterno se debe pena eterna. Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna.
Por la misma razón de justicia se da castigo a los pecados y premio a los actos buenos (c. 140). Mas el premio dula virtud es la bienaventuranza, que es eterna, según se demostró (c. 140). Por consiguiente, la pena por la cual es uno excluido de la bienaventuranza debe ser también eterna.
Por esto se dice: “E irán los malos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna”.
Con esto se refuta el error de quienes afirman que las penas de los malos han de terminar algún día. Esta opinión parece haber tenido origen indudablemente en la de algunos filósofos, que decían que todas las penas eran purgativas, y así habían de terminar algún día.
Y esto parecía verosímil por parte de la costumbre humana, porque, según nuestras leyes, las penas se imponen para enmienda de los vicios, y por eso son como ciertas medicinas; y también por parte de la razón, porque si quien castiga impusiera la pena, no por algo, sino solamente por ponerla, resultaría que se gozaría en las mismas penas, y esto no cabe tratándose de la bondad divina. Luego es menester que las penas sean aplicadas por otra cosa; y parece que no hay otro fin más conveniente que la enmienda de los vicios. Según esto, no parece inconveniente afirmar que todas las penas son purgativas y que, en consecuencia, han de terminar alguna vez, puesto que lo purgable es algo accidental a la razón de criatura y puede ser removido sin destruir su propia substancia.
Pero se ha de conceder que Dios aplica las penas no por sí mismas, como si se deleitara en, ellas, sino por algo distinto, es decir, para imponer a las criaturas el orden, en el cual consiste el bien del universo. Pero este orden requiere que Dios distribuya todas las cosas proporcionalmente; por esto se dice en el libro de la, Sabiduría que Dios hace todo “con medida, número y peso”. Y así como los premios corresponden proporcionalmente a los actos virtuosos, así deben corresponder las penas a los pecados. Pero a ciertos pecados corresponden penas sempiternas, según hemos demostrado. Luego Dios impone por ciertos pecados penas eternas, para que se observe en las cosas el orden debido que manifiesta su sabiduría.
No obstante, aunque alguien admita que todas las penas son aplicadas únicamente para enmienda de las costumbres, de ello no se sigue que estemos obligados a suponer que todas las penas son purgativas y terminables. Pues incluso según las leyes humanas, algunos son castigados con la muerte, no ciertamente para enmienda personal, sino para enmienda de los demás. Por eso se dice en los Proverbios: “Castiga al petulante, y el necio se hará cuerdo”. Y otros, también según las leyes humanas, son desterrados para siempre de la ciudad, con el fin de que con su destierro quede más limpia la ciudad. Por ello se dice: “Arroja al petulante y se acabará la contienda y cesará el pleito y la afrenta”. En consecuencia, aunque las penas se apliquen sólo para enmienda de las costumbres, nada impide que, según el juicio de Dios, algunos deban ser separados perpetuamente de la compañía de los buenos y castigados eternamente, con el fin de que los hombres desistan de pecar por temor de la pena perpetua, y la sociedad de los buenos se purifique con su separación, según se dice: “En ella no entrará -es decir, en la Jerusalén celestial, que significa la sociedad de los buenos- cosa impura ni quien cometa abominación y mentira”.
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