CAPÍTULO CXLI: Sobre la diferencia y orden de las penas

CAPÍTULO CXLI

Sobre la diferencia y orden de las penas

Y porque, según se vio (c. prec.), el premio es lo que se propone a la voluntad como fin que la excite a obrar rectamente, y, por el contrario, la pena se le propone para que se aparte del mal, como quien huye de algo malo; así como a la razón de premio pertenece el ser un bien conforme a la voluntad, así también a la razón de castigo pertenece el ser un mal y contrario a la voluntad. Pero el mal es privación de bien. Luego es necesario que, según la diferencia y orden de los bienes, sea también la diferencia y orden de las penas.

El bien máximo del hombre es la felicidad, que es su último fin; y cuanto una cosa está más próxima a este fin, tanto más sobresale entre los bienes del hombre. Ahora bien, lo más próximo a este fin es la virtud y todo lo que sirve al hombre para hacer buenas obras, por las que consigue la bienaventuranza. Además, a la virtud sigue la debida disposición de la razón y de las potencias a ella supeditadas. Y después de éstas, la salud del cuerpo, que es necesaria para obrar con soltura. Y, por último, las cosas exteriores, de las cuales nos servimos como de instrumentos para la virtud. Luego la máxima pena para el hombre será el ser excluido de la bienaventuranza; y después de ésta, el ser privado de la virtud y de cualquier perfección de las potencias naturales del alma para obrar rectamente; a continuación, el desorden de las potencias naturales del alma; luego, la enfermedad del cuerpo; y, por último, la pérdida de los bienes exteriores.

Mas como la pena priva por naturaleza no sólo del bien, sino que es también contraria a la voluntad, y la voluntad de cualquier hombre no siempre juzga las cosas conforme son, sucede a veces que lo que priva de un bien mayor es menos contrario a la voluntad, y por eso parece menos penal. Por este motivo, muchos hombres, que aprecian y conocen más los bienes sensibles y corporales que los intelectuales y espirituales, temen más las penas corporales que las espirituales. Y, según su apreciación, el orden de las penas parece contrario al orden mencionado anteriormente. Pues suelen tener como penas máximas las lesiones del cuerpo y la pérdida de las cosas exteriores; en cambio, el desorden del alma, el detrimento de la virtud y la pérdida de la fruición divina, en la cual consiste la felicidad última del hombre, son reputados por ellos como poco o nada.

Y de aquí nace el que crean que Dios no castiga los pecados de los hombres. Porque ven que, ordinariamente, los pecadores gozan de salud corporal y poseen bienes exteriores, de los cuales se ven privados algunas veces los hombres virtuosos.

Lo cual no debe admirar a quien considera rectamente estas cosas. Pues como quiera que los bienes exteriores se ordenan a los interiores, y el cuerpo al alma, en tanto son buenos para el hombre los bienes exteriores y corporales en cuanto que sirven al bien de la razón; pero cuando lo impiden, entonces se convierten en males para el hombre. Y Dios, que ha dispuesto todas las cosas, conoce el alcance de la virtud humana. Por eso da algunas veces al hombre virtuoso bienes corporales y exteriores para ayuda de la virtud, y con esto le hace un beneficio; en cambio, otras veces le quita dichos bienes, porque considera que le impedirían la virtud y la fruición divina, ya que en este caso dichos bienes exteriores se convertirían para él en males -según se dijo-; por eso su pérdida es para el hombre un bien. Por consiguiente, si toda pena es un mal, y no es malo para el hombre el verse privado de bienes exteriores y corporales -pues esto le conviene para progresar en la virtud-, para el hombre virtuoso no será una pena el carecer de bienes exteriores en atención a la virtud. Por el contrario, para los malos será una pena la concesión de bienes exteriores que les inciten al mal. Por esto se dice en el libro de la Sabiduría: “Las criaturas de Dios se convirtieron en abominación, en escándalo para las almas de los hombres y en lazo para los pies de los insensatos”. Pero como a la pena le corresponde por naturaleza no sólo el ser un mal, sino el ser, además, contraria a la voluntad, la pérdida de los bienes corporales y exteriores, aun cuando: es para provecho y no para mal de la virtud humana, se llama abusivamente pena, porque es contraria a la voluntad.

Sin embargo, dado el desorden humano, él hombre no juzga las cosas conforme son, sino que prefiere los bienes corporales a los espirituales. Pero tal desorden o es una culpa o procede de alguna culpa anterior. Resulta, pues, que en el hombre no cabe una pena, aun en cuanto que es contraria a la voluntad, si no existe una culpa precedente.

Lo evidencia también otra razón, o sea, que lo que es esencialmente bueno no se convertiría en un mal para el hombre por abuso de no existir en él algún desorden.

Por otra parte, que sea bueno quitarle al hombre, para que adelante en la virtud, lo que la voluntad acepta por ser naturalmente bueno, obedece a un desorden humano, que o es la culpa o una consecuencia de la misma. En efecto, es evidente que por un pecado precedente nace en el afecto humano cierto desorden que le dispone para que en adelante se incline más fácilmente al pecado. Por consiguiente, tampoco sucede sin culpa el que sea preciso ayudar al hombre para que progrese en la virtud mediante lo que en cierto modo le resulta penal por ser contrario a su voluntad, aunque alguna vez lo quiera cuando su razón mira al fin. Sin embargo, de este desorden existente en la naturaleza humana a causa del pecado original ya hablaremos después (l. 4, c. 50). Por ahora quede de momento manifiesto que Dios castiga, a los hombres por sus pecados y que no castiga sin culpa.

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