CAPÍTULO CXL: Los actos del hombre son castigados o premiados por Dios

CAPÍTULO CXL

Los actos del hombre son castigados o premiados por Dios

Por lo dicho, pues, queda manifiesto que los actos del hombre son castigados o premiados por Dios.

Corresponde castigar o premiar a quien toca imponer la ley, porque los legisladores incitan a la observancia de la ley con premios y castigos. Ahora bien, el imponer la ley a los hombres corresponde a la divina providencia, como se deduce de lo ya dicho (c. 114). Luego a Dios corresponde castigar o premiar a los hombres.

Además, doquier exista un debido orden al fin, es necesario que este orden conduzca al fin, y la desviación de tal orden lo excluya. En efecto, las cosas que dependen de un fin toman de él su necesidad; es decir, que es necesario que existan tales cosas si ha de conseguirse el fin; y existiendo ellas sin estorbo alguno, se consigue. Pero Dios impuso a los actos de los hombres cierto orden con respecto al fin del bien, según consta por lo dicho (c. 115). Luego es menester que, si dicho orden está fijado rectamente, los que caminan por él consigan el fin del bien, que equivale a ser premiados; y, en cambio, que los que se desvían de ese orden por el pecado sean excluidos del fin del bien, que equivale a ser castigados.

Por otra parte, del mismo modo que las cosas naturales están sometidas al orden de la divina providencia, lo están también los actos humanos, como consta por lo dicho (capítulo 90). Mas el orden debido es observado y también omitido por unos y otros; aunque se ha de tener en cuenta que la guarda o transgresión del orden debido queda al arbitrio de la voluntad humana; lo cual no sucede en las cosas naturales, las cuales no pueden de por sí ni apartarse ni seguirlo. Ahora bien, es menester que los efectos respondan a las causas por propia conveniencia. Por consiguiente, así como cuando se observa en las cosas naturales el orden debido de los principios y acciones naturales, se siguen en ellas, por necesidad natural, la conservación y el bien, y cuando se desvían del fin debido, la corrupción y el mal, así también, en las cosas humanas, es necesario que, cuando el hombre guarda voluntariamente el orden de la ley impuesta por disposición divina, consiga el bien, no como por necesidad, sino por disposición de quien gobierna, lo cual es ser premiado; y, por el contrario, consiga el mal cuando hubiere quebrantado el orden de la ley, y esto es ser castigado.

Pertenece también a la perfecta bondad de Dios no dejar nada desordenado en las cosas. Por eso vemos que en las cosas naturales todo mal está comprendido bajo la disposición de algún bien. Por ejemplo, la corrupción del aire, que es la generación del fuego, y la muerte de la oveja, que es el pasto del lobo. Por tanto, como quiera que los actos humanos están sometidos, lo mismo que las cosas naturales, a la divina providencia, es preciso que los males existentes en las acciones humanas estén comprendidos en la disposición de algún bien; lo cual ocurre con mucha más razón cuando se castigan los pecados. Y así, dentro del orden de la justicia, que busca la igualdad, queda comprendido lo que sobrepasa la debida medida. Pero el hombre sobrepasa el debido límite de su medida cuando prefiere su voluntad a la divina, dándola satisfacción contra los mandatos de Dios; y esta desigualdad desaparece cuando el hombre se ve obligado a sufrir algo contra su voluntad por disposición divina. Luego es preciso que los pecados humanos sean castigados por Dios y que, por la misma razón, las buenas obras sean premiadas.

Además, la divina providencia no sólo establece el orden de las cosas, sino que mueve también las cosas al cumplimiento del orden por ella dispuesto, según demostramos (c. 67). Mas la voluntad es movida por su objeto, que puede ser bueno o malo. Luego a la divina providencia pertenece el proponer a los hombres los bienes como premio, para que su voluntad se mueva a obrar rectamente, y los males como castigo, para que evite el desorden.

La providencia divina ordenó las cosas de manera que una aproveche a la otra. Es así que el hombre se aprovecha convenientísimamente para el fin bueno, tanto del bien como del mal de otro hombre, al ser incitado a obrar bien, porque ve que quienes obran bien son premiados, y al ser disuadido de obrar mal, porque ve que quienes obran mal son castigados. Corresponde, pues, a la divina providencia castigar a los malos y premiar a los buenos.

Por esto se dice: “Porque yo soy Yavé, tu Dios, que castiga en los hijos la iniquidad de los padres y hago misericordia de los que me aman y guardan mis mandamientos”. Y en el salmo: “Da a cada uno según sus obras; a los que con perseverancia en el bien obrar buscan la gloria, el honor; pero a los contumaces, rebeldes a la verdad, que obedecen a la injusticia, ira e indignación”.

Con esto se refuta el error de quienes dicen que Dios no castiga. En efecto, Marción y Valentín decían que uno es el Dios bueno y otro es el Dios justo, que castiga.

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